– XVIII –

En el taxi se puso a hojear el libro que le regaló Rocío. Al principio no pudo resistir la tentación de leer alguno de sus párrafos, después de todo lo buscó sin encontrarlo durante tanto tiempo que merecía disfrutar del placer de tenerlo por fin en sus manos. Pero de inmediato recordó que no se trataba solo del libro de Kierkegaard, sino de una llave que podría ayudarlo a descubrir la identidad de HH. Le había pedido al taxista que lo llevara hasta Figueroa Alcorta y Pampa. Allí está Selquet, una confitería que visitaba a diario durante su juventud y a la que aún hoy, cada tanto, suele ir a escribir. Por sus ventanales se ve el lago, y el paisaje le produce una sensación de calma que lo ayuda a concentrarse. El nombre del lugar remite a una diosa de la mitología egipcia que se encargaba de velar por el sarcófago del faraón y, además, posibilitaba la respiración de los recién nacidos y los difuntos.

Luego de media hora de viaje desciende del vehículo, cruza la calle e ingresa al lugar. Elige una mesa cercana a la ventana, pide un café negro y se toma unos segundos antes de volver a abrir el libro. Quiere relajarse y estar receptivo.

El mozo deja la taza en la mesa junto con unos bombones de chocolate.

—Hace mucho que no lo veía por acá, doctor.

Sonríe. Al principio, cuando recién se había recibido, se tomaba el trabajo de aclarar que no era doctor sino licenciado. Ahora, ya se ha acostumbrado a convivir con ese error.

—Es cierto —responde con amabilidad—, hace rato que no vengo por estos lados.

—Muchas ocupaciones, me imagino. Y bueno, ¿qué se le va a hacer? El trabajo es el trabajo. Igual me alegro de que se haya hecho un hueco para tomarse un cafecito.

Ojalá se tratara de eso. El hombre está muy lejos de la verdad, y él no puede pretender que sospeche el infierno que está atravesando. Por eso asiente con gentileza y espera a que se aleje antes de beber el primer sorbo. El sabor fuerte lo recorre, dejando una sensación placentera que se permite disfrutar un instante antes de volver a abrir el libro. Sabe que algo le llamó la atención cuando lo observó en el departamento de Hernán, aunque no tiene idea de qué fue. Por eso ahora lo inspecciona con mayor detenimiento. Sin embargo, pasa las hojas una tras otra sin encontrar nada.

Mientras termina el café medita acerca de lo extraña que es la vida. Hace poco más de un año hubiera dado cualquier cosa por tener Diario de un seductor en sus manos, y ahora que lo tiene recorre sus páginas sin prestar atención al contenido, buscando algo que lo ayude a develar el motivo que llevó a HH a tomar la decisión de intentar matar a su amigo. Algo que sin duda hubiera interesado a Kierkegaard, puesto que el filósofo danés fue además teólogo, y ocupó su pensamiento en temas como la libertad, la angustia, la responsabilidad del sujeto ante sus decisiones y el papel que la desesperación puede jugar en ellas. ¿Habrá sido la desesperación, o quizás la angustia lo que llevó a HH a disparar el arma que hirió a José? No lo sabe. De todos modos, nada lo justifica ni le quita responsabilidad sobre esa decisión. Se pregunta por dónde empezar para hallar la respuesta a este problema, y por mera asociación libre le viene a la mente una frase del propio autor: La vida no es un problema que tiene que ser resuelto, sino una realidad que debe ser experimentada.

—Volvamos a la experiencia, entonces —se dice, y aunque su mirada parece perderse entre los árboles que rodean el lago, su mente se dedica a analizar cada detalle de la escena en que tuvo la sensación de percibir algo extraño en el texto.

Acababa de salir del cuarto de Hernán y había mirado hacia el living. Recuerda haber percibido que Rocío se encontraba sentada en el sillón. Se ve a sí mismo cruzando el pasillo rumbo al cuarto de estudio, intentando que la joven no se diera cuenta de este movimiento. Luego entró, revisó con la mirada el ambiente y reparó en la biblioteca. No le llevó mucho decodificar el orden en el que se encontraban acomodados los textos, hasta que uno le pareció fuera de lugar. Se agachó, leyó el lomo y vio que se trataba de Diario de un seductor. Lo tomó, lo abrió, lo miró solo un segundo y la voz de Rocío a su espalda lo sobresaltó de modo tal que el libro cayó al piso. Es decir que no tuvo tiempo de leer absolutamente nada.

Sabe que debe repetir ese movimiento. Es muy simple, solo tiene que abrir la tapa e ir a la primera página. Así lo hace y comprueba que contiene una dedicatoria fechada en agosto de 2017 a la que no había prestado atención: No desperdicies tu vida siguiendo las órdenes de un tonto y, en la parte inferior, una etiqueta del lugar en que el libro fue adquirido: El arcón del tiempo.

El nombre le resulta conocido, y no necesita esforzarse demasiado para recordar por qué. Es una librería especializada en clásicos y textos difíciles de conseguir. La visitó en una ocasión en busca de un libro de Walter Benjamin: Calle de mano única. En ese momento solo había dos ejemplares en todo el país, a pesar de lo cual se encargaron de conseguirle uno con toda premura. Es más, está seguro de que, si hubiera vuelto allí por el de Kierkegaard, lo tendría en su biblioteca desde hace tiempo. Pero en aquel momento no se le ocurrió, como si el nombre de esa librería se le hubiera borrado de la mente. Sin embargo, ahora ha vuelto a él con toda claridad. Cierra los ojos y recuerda sus estantes, el rostro de quienes lo atendieron e incluso la dirección, no lejos de allí, en el barrio de Palermo.

El teléfono interrumpe sus pensamientos.

—Hola.

—¿Qué dice, licenciado, en qué anda?

—Bermúdez. Aquí estoy, tomando un café, mirando el bosque y a punto de ir a una librería.

Una breve pausa es la antesala de una respuesta entre incrédula y enojada.

—¿Me está hablando en serio?

—Sí, por supuesto.

—¡Ah, bueno! Yo saliendo de la comisaría, poniendo la cara e intentando convencer a Ganducci de que no cierre el caso hoy mismo, mientras usted se toma un café debajo de los árboles antes de ir a comprarse unos libritos. Disculpemé, pero hay algo que no estoy entendiendo, porque hasta donde sé, el tema de Heredia es muy importante para usted. Pero a lo mejor no es así y yo soy un boludo que se está exponiendo sin ningún sentido por algo que no le interesa a nadie.

—No es lo que parece, se lo aseguro. Acabo de salir del hospital y necesitaba pensar.

—¿Pensar?

—Sí, el pensamiento es mi única arma.

Del otro lado de la línea se escucha una risa.

—Tenga cuidado, entonces. Ya sabe lo que dicen.

—¿Qué?

—Que a las armas las carga el diablo y las descargan los boludos. No vaya a ser que se pegue un tiro con una de sus ideas.

A su pesar, Pablo también ríe.

—Pierda cuidado que es un arma que manejo bastante bien. De hecho, es lo que me llevó a tomar la decisión de ir a la librería.

—¿Puedo saber para qué?

—Porque intuyo que la persona que buscamos estuvo allí.

—¿Cómo llegó a esa deducción? Y, por favor, no me venga con palabras que no fueron dichas. Espero que esta vez tenga algo más concreto.

—Lo tengo, pero no puedo asegurarle nada. Si le parece, nos vemos en un rato por la zona de Palermo.

—¿Es una cita? —bromea.

—Algo parecido. Le invito un café.

—¿Otro café? Si sigue así se va a agarrar una úlcera antes de que podamos resolver el caso. Pero bueno, acepto. ¿Dónde?

—La librería a la que voy tiene un barcito. Anote: El arcón del tiempo, Thames al 1700. Nos encontramos allí en un rato.

El policía corta y arranca su viejo auto negro en dirección al lugar. No sabe por qué, pero su instinto le dice que allí lo está esperando algo. Quizás la prueba de que Rouviot tiene razón y alguien intentó matar a José Heredia. De ser así, ya ha tomado una decisión: aunque Ganducci cierre el caso, y por más que le cueste el cargo, va a acompañar al psicólogo en su desesperada búsqueda por encontrar la verdad. Hasta el final.

La voz ausente
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