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La ducha le hace bien. Mientras el agua tibia le cae por el cuerpo tiene la sensación de estar sacándose de encima un peso insoportable. Desde el momento en que pisó la escalinata del teatro Colón todo se había transformado en una pesadilla. Precisaba recomponerse, y si bien durmió muy poco, al menos pudo descansar lo necesario como para que su mente recuperara algo de lucidez. Recuerda, incluso, haber tenido un sueño.

Caminaba junto a José por la orilla de un lago rodeado de un bosque frondoso. Era un día soleado y la sonrisa plena de su amigo lo conmovió. Al llegar a una pared de juncos que debían atravesar lo tomó del brazo y mirándolo a los ojos le susurró:

—Ayudame, no voy a poder hacerlo solo.

José asintió y sus labios se movieron. Claramente le estaba expresando algo, pero ningún sonido salía de su boca.

—No te entiendo. ¿Qué es lo que querés decirme? —preguntó desesperado.

Los labios de José volvieron a dibujar algo en el aire. Sin embargo, a pesar de que hacía un gran esfuerzo, no lograba escucharlo. Estaban las palabras, pero la voz del Gitano era una voz muda, una voz ausente. De pronto, como si entendiera su imposibilidad para comprenderlo, su amigo hizo un gesto casi piadoso, luego dio media vuelta y empezó a alejarse en dirección al cañaveral. Pablo intentó detenerlo con un gesto vano, porque sus manos apretaron el vacío, y la que hasta hace un instante había sido la imagen clara y contundente de José, ahora no era más que una sombra confusa que se diluía entre sus dedos. Una densa neblina lo cubrió todo y comprendió que estaba hundiéndose en un barro espeso y profundo. Fue en ese instante que el sonido del despertador vino en su auxilio.

No le cuesta mucho interpretar el sueño. Es evidente que teme no poder desentrañar el misterio que lo rodea. Se siente como si estuviera ante una puerta infranqueable. Una pared de juncos, como aquella detrás de la cual vivía el búho gigantesco, el demonio de su infancia. Sabe que el Gitano tiene la llave, la piedra de Rosetta, pero en este momento está envuelto en una niebla de silencio en tanto que él avanza a ciegas a riesgo de quedar atrapado en el fango de sus dudas. En el sueño ha puesto en juego sus temores, pero no obtuvo ninguna pista que pudiera ayudarlo y deberá seguir a tientas. Recuerda la célebre frase atribuida a Sócrates: solo sé que no sé nada.

—Al menos él sabía algo —murmura para sí—. En cambio yo estoy enterrado en la maraña de mis miedos y mi desconcierto.

Mientras toma a las apuradas el primer café del día mira el reloj. Es hora de salir. Baja a la calle y sale sin siquiera reparar en el encargado de su edificio que lo saluda. El hombre lo mira extrañado. No es común que el licenciado Rouviot sea descortés. Por el contrario, siempre está de buen humor y se toma el tiempo para compartir al menos alguna charla de ocasión.

«Y, bueno, —piensa—, todos tenemos derecho a un mal día».

Ajeno a eso, Pablo se acerca al cordón y hace señas al primer taxi que pasa por Avenida del Libertador. Sube al vehículo, cierra la puerta y verifica la dirección que figura en su celular.

—Vamos hasta El Salvador al 4900, por favor.

—¿Qué camino quiere que tome?

Él lo mira como si fuera incapaz de comprender una pregunta tan simple.

—Perdón…

—Le preguntaba si prefiere algún recorrido en particular.

—No —responde luego de una pausa—, vaya por donde le parezca.

El hombre asiente y el vehículo se pone en movimiento. Pablo busca un contacto y hace la llamada.

—Hola, Rubio, ¿cómo estás?

—Raro.

—Bueno, entonces estás bien, porque vos siempre fuiste medio raro.

Sonríe.

—Ay, Helena. Solo vos podés sacarme una sonrisa en un momento como este. Estás en el hospital, imagino.

—Te imaginás bien, recién llegamos.

—¿Cómo que recién?

—Sí, hace media hora. ¿Qué tiene de malo?

—Es que pensé que, a lo mejor, después de descansar ibas a pasar la noche allí.

—Claro, total mi hija y mi esposo no cuentan, ¿no? De hecho, creo que vos también te fuiste a dormir a tu casa, ¿o me equivoco? Pero quedate tranquilo, que yo no tuve esa suerte porque me la pasé despierta conteniendo a esta galleguita que está más cagada que palo de gallinero.

—No seas bestia. ¿No ves que está asustada, pobrecita?

—Claro que lo veo. Por eso me quedé hasta la madrugada conversando con ella. Charlamos, y me contó un montón de cosas. Y hablando de eso, ¿vos sabías que José es judío?

—Sí, por supuesto.

—Mirá vos, y yo que pensé que los gitanos eran todos húngaros que creían en la virgen María. —Pausa—. ¿A que te hice reír de nuevo?

—Sí.

—Me alegro. Pero entonces no es gitano, es ruso.

—No, es sefaradí. Si fuera ruso sería askenazi.

—¿Qué…? No entiendo. Explicame.

—¿Es necesario hablar de esto ahora?

—Dale, ¿qué te cuesta? Si igual, por lo que veo, no tenemos muchas novedades para darnos.

Pablo deja escapar un largo suspiro antes de hablar.

—Bueno, te cuento. Ashkenaz es una palabra hebrea con la que se denominaba a la región de Europa central: Polonia, Rusia, pero en especial Alemania. Por eso se llamó askenazis a los judíos que se establecieron en esa zona, sobre todo a los judíos alemanes.

—¿Qué? ¿Hay judíos alemanes? Pero si se odian.

—¿Sabés? No puedo creer que hayamos hecho el colegio secundario juntos.

—Lo que pasa es que vos eras un traga. Yo en cambio era una piba normal y los sábados me iba a bailar. No como otros que se quedaban leyendo encerrados en su casa como si fueran monjes de clausura. Pero dale, seguí que me interesa. Porque, claramente, el Gitano no es alemán, más bien tiene cara de árabe.

—Bueno, algo de eso hay. Sefaradí en hebreo significa español, y se llamó así a los descendientes de los judíos que vivieron allí hasta el siglo XV. Imagino que sí recordás que el sur de España estuvo invadido por los árabes casi ochocientos años.

—Ponele que me acuerdo.

—Y sabés que Andalucía está en el sur de España.

—Sí. Y lo sabría mejor si José y vos me hubieran invitado a alguno de los viajes que hicieron a Sevilla. Pero siempre me dejaron afuera.

Él ignora el comentario y continúa.

—De todos modos, los sefaradíes no son árabes.

—Ah, bueno, ya está. No entiendo más nada, entonces.

—No. Los árabes son mizrajíes. Pasa que…

—No, dejá, Rubio. Me doy por vencida. Ya es demasiada información para esta hora de la mañana.

Se hace un breve silencio que Pablo rompe con una sola palabra.

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por todo. Por cuidar a Candela, por dejar a tu familia para acompañar a José, por cubrirme, e incluso por hacerte la burra para hacerme reír un rato.

—¿Sabés qué pasa? No soporto verte mal. Yo te debo la vida.

—No exageres.

—No exagero. Si no me hubieras rescatado hace años, no sé qué habría sido de mí. Y además me hiciste quererlo al Gitano también.

—Contame cómo está.

—Qué sé yo, Igual. Cuando llegué golpeé la puerta de terapia y salió el médico flaquito…

—Antúnez.

—Ese.

—¿Y qué te dijo?

—Que a las doce nos iban a dar el parte, pero que básicamente están preparando todo para operarlo cuanto antes.

—¿Y cómo anda Candela?

—Lo mejor que puede. Anoche jugó un rato con la nena. Juliana estaba fascinada con ese tonito que tiene la gallega. Después Fernando nos cocinó algo y tratamos de entretenerla, pero no es fácil.

—Lo imagino.

—¿Y vos, en qué andás?

—Estoy yendo a encontrarme con Rocío.

—¿Quién es Rocío?

—La hermana de Hernán Hidalgo.

—¿Hernán Hidalgo? Esperá un poco, porque me parece que me perdí una parte de la historia.

El taxi se lleva por delante un lomo de burro y el celular casi cae de las manos de Pablo. El chofer se disculpa, él asiente y durante unos minutos pone a Helena al tanto de los hechos.

—No te puedo creer. Esto es una locura. ¿Y qué esperás encontrar en la casa del pibe?

—No lo sé. Algo. Cualquier cosa que me ayude a descubrir la verdad de lo que pasó.

La voz del conductor lo interrumpe.

—El Salvador 4900. Llegamos.

—Helena, tengo que cortar. Por favor, manteneme al tanto de cualquier novedad y cuidá a Candela.

—Tranquilo, Rubio. Yo me encargo. Y suerte con lo tuyo.

Pablo se despide, paga el viaje, baja del auto y camina hasta la puerta del departamento. Al llegar mira su reloj: las nueve en punto. Sonríe al pensar en su puntualidad obsesiva, y en ese instante escucha una voz que lo saluda.

—Buenos días, licenciado.

Levanta la vista y se encuentra con los ojos de Rocío que, a la luz de la mañana, parecen aún más bellos y más tristes que el día anterior.

La voz ausente
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