– XIII –
El gesto nervioso de Helena trasluce el nivel de la ansiedad que está viviendo.
—Por fin llegaste, Rubio. La enfermera nos avisó que Uzarrizaga quería hablar con nosotros.
—¿Y no te dijo por qué?
—No.
El rostro de Rouviot refleja una pequeña tensión.
—Relajate, Pablo —dice Sofía—. Todo va a estar bien.
Helena la mira boquiabierta.
—¿Pablo? ¿En serio? Hace un par de horas eras licenciado, y ahora ya sos Pablo. —Suspira—. Me parece, Candela, que hay alguien que la estuvo pasando mejor que nosotras.
Tiene ganas de responderle, pero no lo hace. Después de todo, ella tiene razón. En cambio, la toma de la mano.
—Vení, quiero hablar con vos.
Al quedar a solas, Sofía sonríe con amabilidad.
—¿Así que sos sevillana?
—Podríamos decir que sí.
—No entiendo.
—Es que, en verdad, soy de Triana —responde con un dejo de orgullo—. ¿Conoces?
—Sí, es un barrio muy hermoso.
—Pues mira, tía, para nosotros es mucho más que un barrio, y el puente que nos separa de la ciudad lo consideramos casi una frontera.
El recuerdo parece agradarle, y por eso mismo, Sofía insiste.
—Tengo entendido que es un lugar repleto de leyendas.
—Claro que lo es. Se dice que la diosa Astarté se refugió a las orillas del Guadalquivir intentado huir de Hércules, fundador de la ciudad, quien quería hacerla su amante.
—Si la memoria no me falla, fue una colonia romana fundada por el emperador Trajano, ¿no? Y de allí su nombre: Trajana.
—Mira, yo no quiero contradecirte, pero mi padre me dijo otra cosa. Según él, su nombre proviene de la palabra árabe athriana.
—¿Y eso qué significa?
—Más allá del río.
La musicalidad del nombre le resulta agradable.
—Ojalá que tu padre tenga razón, entonces.
—¿Por qué lo dices?
—Porque su versión es mucho más bonita.
Un guiño de Candela parece agradecerle el comentario.
—No sabes cómo desearía en este momento estar allí con José, caminando por la Plaza del Antozano, recorriendo su feria o mirando los restos del Castillo de San Jorge.
—Pensá en eso, entonces. —La acaricia—. Por lo que me contaron, José te adora, y estoy segura de que no va a dejar de cumplirte este sueño.
Por un momento, se miran y el negro profundo de sus ojos parece hermanarlas. La joven no sabe quién es esta extraña que de pronto ha aparecido en sus vidas, pero se siente bien a su lado. Sofía, por el contrario, conoce perfectamente con quién está hablando. Durante el trayecto, Rouviot la puso al tanto de todo, y comprende la difícil situación que esa pequeña andaluza asustada está atravesando.
—¿De verdad piensas lo que le dijiste a Pablo?
—¿Qué cosa?
—Que todo va a estar bien.
En su mirada hay un ruego que no puede desoír.
—Sí.
Unas lágrimas asoman de esos ojos moros que parecen no tener fin, y en un impulso inesperado, Sofía la abraza. Por toda respuesta, Candela se entrega al contacto con ese cuerpo que, de pronto, se le ha vuelto familiar.
A unos metros de allí, Pablo dialoga con su amiga.
—Escuchá bien lo que voy a decirte: tenemos que estar dispuestos a enfrentar cualquier situación. No sabemos qué nos quiere decir Uzarrizaga, pero sea lo que fuere, no olvidemos que somos lo único que Candela tiene, y nos necesita fuertes.
—Pará, Rubio. No hablés así que pareciera que lo estás dando por muerto, y el Gitano todavía está peleando.
—Y ojalá gane la pelea. Pero ya sabés cómo pienso.
—Sí, me lo dijiste mil veces.
—¿Qué te dije?
—Que para las buenas noticias no hace falta prepararse, en cambio, para las malas, sí.
—Exacto. Y eso es lo que debemos hacer, prepararnos para lo peor.
—¿Es necesario que seas tan pesimista?
—Lo que yo sea no tiene importancia, Helena. Después de todo, el optimismo y el pesimismo son dos caras de una misma estupidez.
—¿Qué querés decir?
—Que pensar que todo va a salir siempre bien es tan necio como pensar que siempre va a salir mal. Por eso, lo importante es ser realista y admitir que las cosas algunas veces salen como queremos y otras no.
Helena va a responderle, pero algo la asombra.
—Che, ¿qué hace la mina esa abrazando a Candela?
Él gira y observa la escena, compartiendo la sorpresa.
—No lo sé, pero me alegra que haya alguien más en el equipo para contenerla.
—Claro —ironiza—. Eso es lo que te alegra, ¿no? Que hayamos incorporado otra persona para consolar a la gallega. Dejate de joder, Rubio. Mirá que te conozco mucho. A mí no me la vendés.
—No quiero venderte nada. Te juro que todo lo que te dije antes sobre Sofía es cierto. Recién la conocí ayer.
—¿Ayer? ¿Y ya te acostaste con ella?
—¿Y vos cómo sabés eso?
—Ya te dije, porque te conozco desde que eras un nene. Y, además, tengo la capacidad de percibir cuando una mujer ya entregó y quedó metejoneada con un tipo.
—¿Y vos creés que a ella le pasa algo conmigo?
—¿Qué, no te diste cuenta? —Helena contiene una carcajada—. Me hacés reír sin ganas. ¡Mirá que sos boludo! Raro que un tipo tan perceptivo como vos no se haya dado cuenta. Pero ¿sabés que te impide hacerlo?
—No.
—Que la piba te gusta, y parece ser que no es ella la única que se metejoneó en un día.
Pablo desvía la mirada.
—No digas tonterías.
—Vos sabés que no son tonterías. ¿Y querés que te diga algo? En el fondo, me alegra. Digo, si al menos esto sirvió para que conocieras por fin a alguien que te saque de tu ostracismo, a lo mejor esta tragedia tuvo algún sentido, ¿no?
—Helena —protesta.
—No, claro, ahora solo habría que rogar que el Gitano se mejorara y listo, todos felices.
Va a responderle, pero el sonido de la puerta de Terapia al abrirse los interrumpe, dando paso a la figura enorme de Uzarrizaga. Sin mirarse siquiera, como si se tratara de una coreografía largamente ensayada, los cuatro se abalanzan sobre él. Candela es la primera en hablar.
—¿Y, doctor?
—Tengo buenas noticias. José se encuentra estable y responde favorablemente al tratamiento.
—¿Y eso que quiere decir? —lo cuestiona Helena.
—Que voy a ordenar que le quiten el respirador. Como les dije antes, eso va a disminuir el riesgo de infecciones, y además vamos a comprobar cómo reacciona su organismo ante el desafío de respirar por sí mismo. Si, como espero, todo sigue bien, vamos a ir disminuyendo la cantidad de drogas que le estamos suministrando, y veremos si sale del coma. —La mirada de Pablo basta para que el médico comprenda lo que quiere preguntarle—. También podremos hacer los estudios necesarios para descartar que haya un daño en el tronco cerebral que pueda provocar un síndrome de enclaustramiento. Pero vamos de a poco. Por ahora, Heredia está dando una dura pelea. Y no me extraña, siempre fue un cabeza dura.
Con esa broma, el hombre se despide. El cuadro sigue siendo complicado, sin embargo, sus palabras han dejado en el aire una sensación de alivio y, casi por primera vez desde que todo empezó, aparece en el horizonte una sombra de esperanza. La voz de Helena da cuenta de ese pequeño entusiasmo.
—Bueno, creo que por ahora no tenemos mucho más que hacer acá, así que nosotras nos vamos. Fernando y Juliana nos deben haber preparado algo rico de comer, aunque seguro que no es por mí; parece que se han enamorado de esta galleguita. —Sonríen—. Así que nos vamos a descansar un rato. ¿Y ustedes, qué van a hacer? —pregunta socarrona.
—Bueno, yo llevo a Sofía a su casa y luego voy para la mía. Quiero pegarme una ducha y, si puedo, seguir escuchando las sesiones de José. Después iré viendo. En esta situación, no podemos programar demasiado porque todo puede cambiar de un minuto a otro.
Bajan juntos en silencio en el viejo ascensor que amenaza con detenerse en cualquier momento. Pablo acompaña a sus amigas hasta el coche de Helena y se despide de ellas. Hace frío y el viento es intenso. A los pocos minutos detiene un taxi que viene por la avenida Córdoba y suben.
—Buenas noches —saluda al chofer.
—¿Adónde te llevo, Sofía? —le pregunta Rouviot.
Ella lo mira y responde.
—Avenida del Libertador al 5900.
Él duda.
—¿Estás segura?
—Totalmente. Te dije que debía ser hermoso amanecer con la vista de tu ventanal, ¿no?
—Sí.
—Bueno, hoy voy a sacarme la duda.
Y sin decir más, le apoya la cabeza en el hombro y se acomoda con suavidad entre sus brazos.
En ese mismo instante, un joven ingresa a la guardia, dispuesto a averiguar cuál es el estado de salud de José Heredia.