– XXII –
¿Cómo pudo suceder esto, si lo tenía todo tan bien calculado? No es justo que su plan se complicara ahora, cuando estaba tan cerca de escribir el capítulo más importante de su vida. Años encerrado, sufriendo las vejaciones de ese viejo repugnante, ahogando su angustia en la biblioteca, soñando con ser alguno de esos personajes maravillosos que habitaban las páginas de los libros que leía y pensando cómo hacer para escapar de allí. Hasta que un día lo supo. Fue una noche de sábado. Los chicos se habían ido y la única persona que quedaba era Ernesto Olmedo, el portero, un pusilánime que hacía la vista gorda a todo lo que pasaba a cambio de casa, comida y un sueldo de miseria. Sabía que bastaba con una palabra de Mansilla para que lo despidieran, en cuyo caso quedaría tan solo y desprotegido como Dante.
Casi nunca hablaban y, aunque a veces le generaba un poco de pena, en el fondo lo odiaba. Sí, lo odiaba por su silencio, porque se escondía en su cuarto ni bien el director llegaba para dejar que lo abusara a su antojo. Siempre detestó sentir cómo Francisco lo acariciaba y lo penetraba, pero había terminado por acostumbrarse al horror. En esas ocasiones, intentaba pensar en otra cosa, dejaba volar su mente e imaginaba que era un guerrero troyano, o un detective inglés. Pero no era fácil. Sobre todo, porque el aliento rancio que debía respirar mientras el hombre lo besaba lo traía a la realidad. ¡Cuántas veces fantaseó con matarlo! Sin embargo, no valía la pena, le faltaba poco tiempo. Pronto cumpliría los dieciocho años, saldría del lugar y no volvería a verlo más. Y podría haber sido así, pero Mansilla no pensaba liberarlo tan fácilmente.
—Tengo una gran noticia para darte —le dijo la noche anterior, y le contó que iba a pedir su custodia hasta que cumpliera los veintiún años. Así podrían compartir, al menos, tres más. Después verían cómo arreglárselas para seguir juntos. Lo más factible era que le diera un trabajo en el hogar.
Como Dante no tenía quién se hiciera cargo de él, enseguida comprendió que la justicia accedería a ese pedido. Y en ese instante, el muchacho decidió que ya había cumplido la condena y era hora de partir. Sabía que, al día siguiente, el viejo vendría a verlo amparado en la impunidad que le daba el creerse con derecho a todo, incluso a su cuerpo.
Dedicó la mañana a hurgar en los cajones y archiveros de la dirección pensando que en algún lugar debía haber pruebas de los espantos que el hombre había cometido durante la dictadura, pero no encontró nada. Seguramente, la llegada de la democracia lo concientizó de los peligros de conservar la documentación.
Dante se sintió más desolado que nunca y maldijo a Dios por su suerte. Sin pruebas concretas quedaba solo su palabra, y sabía que todos confiarían más en lo que dijera el ilustre director. Después de todo, él no era más que un chico que alguien había tirado a la basura y, en ese momento, comprendió que el mundo entero lo despreciaba y tomó una decisión drástica.
Cuando Mansilla llegó, a eso de las seis de la tarde, ya todo estaba hecho. Dante lo recibió parado en la puerta de la cocina y le dijo que no había probado bocado en todo el día. Estaba seguro de que el viejo no tendría problema en que comieran algo antes de ir a la habitación, después de todo, no tenía ningún apuro.
El joven había preparado un trozo de carne con fideos y puesto la mesa para dos. Cuando terminaron, fueron juntos hasta el cuarto. Él abrió la puerta y le pidió que pasara. Lo que Mansilla vio lo horrorizó. Tendido sobre la cama ensangrentada, yacía el cuerpo sin vida del portero.
—¿Qué pasó? —le preguntó.
—Según. —Fue su respuesta—. Yo voy a irme de acá en este mismo instante y para siempre. Si no denuncia mi fuga, ni me busca, puede contar que se suicidó y que lo encontró muerto al llegar. En cambio, si intenta retenerme, voy a decir que usted lo mató con este cuchillo. —Le mostró el cubierto con cabo de madera con el que Mansilla acababa de comer—. Tiene sus huellas y rastros de la sangre de Olmedo que me encargué de dejar. Espero que el gusto no le haya impedido disfrutar de nuestra última cena. Además, voy a explicar que usted lo mató porque él estaba dispuesto a declarar en su contra como testigo de sus abusos. —Hizo una pausa y se le acercó con el puñal en la mano—. Así que dígamelo usted. ¿Cómo murió este hombre?
Los ojos asustados de Mansilla fueron una caricia para su corazón, y mucho más lo fue esa voz apenas audible.
—Se suicidó.
Y así, un sábado a la tarde, cuando el sol caía, cruzó el umbral del averno para siempre. Él, como Orfeo, había logrado salir con vida del infierno.
Guardó el cuchillo un tiempo, por si lo necesitaba como prueba contra el viejo. Años después, cuando ya no temía ser denunciado, decidió conservarlo como recuerdo. Después de todo, fue la llave que le abrió las puertas de la cárcel.
Nadie lo molestó jamás. Tal vez, porque a nadie le importaba su vida. Lo cierto es que en aquel acto comprendió algunas cosas. Primero, que era capaz de matar. Segundo, que el suicidio era una buena manera de encubrir un crimen, y, en tercer lugar, que no era un cobarde. Había derrotado a todo un sistema con la sola ayuda de un puñal, y eso implicaba que todavía le quedaba una esperanza. Lucharía contra el mundo, estudiaría, trabajaría y se convertiría en un hombre digno de ser amado, y recién entonces, como si se tratara de un héroe mitológico, iría a cumplir con su destino. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer.