– XVI –
Ha pasado una hora y media sin que obtuviera nada significativo. No obstante, debe ser paciente. Es solo cuestión de tiempo para que algo aparezca, pues tarde o temprano, en análisis, toda persona termina confesando lo que conscientemente se esfuerza en ocultar y, después de escuchar tantas sesiones, está convencido de que, más allá de su impostura, José logró que Dante entrara en análisis. Lo sabe porque ha escuchado su voz quebrada, su llanto, su enojo y percibió cómo, de a poco, los disfraces fueron cayendo a pesar de su esfuerzo por sostenerlos.
Está agotado, pero no puede ceder, no ahora.
—Se te ve muy feliz, Hernán. ¿Me equivoco?
—No, no te equivocás.
—¿Y a qué se debe?
Pausa.
—¿Te acordás que hace un tiempo te conté que estaba conociendo a una persona?
—Sí, aunque nunca más me hablaste de ella.
—Porque todavía no quería exponer algo tan íntimo.
—¿Y qué cambió para que ahora decidas hacerlo?
—Que tomé una decisión muy importante. Hoy voy a confesarle mis sentimientos y le voy a pedir que se anime, que se la juegue y deje todo por mí.
Después de unos segundos, José hace la pregunta:
—¿Y qué es todo?
—Bueno, esta persona está con alguien. Alguien que no le importa.
—¿Te lo dijo?
—No, no hace falta. Sé que ya no desea seguir con esa relación. Estoy convencido de que me quiere a mí, pero no se atreve.
—¿A qué no se atreve?
—A enfrentar a su familia. Ellos quieren mucho a su pareja y sabe que la ruptura va a dolerles. Pero no va a poder evitarlo, no tiene alternativa.
—Siempre y cuando sienta lo mismo que vos.
Pablo percibe la tensión que se ha generado. Convive con esa sensación, y no le cuesta nada reconocerla e imaginar lo difícil del momento. José ha puesto el acento en algo importante. Está contrastándolo con la posibilidad de que su amor no sea correspondido, y Dante reacciona con furia.
—Veo que vos también pensás que soy un boludo.
—¿Yo también? ¿Quién más creés que piensa así?
—Flavio.
—¿Y quién es Flavio?
—Un compañero del trabajo.
—Nunca me hablaste de él.
—Porque hace poco tiempo que empezó.
—Sin embargo, parece que le tenés confianza.
—Es que compartimos muchas cosas, y además tuvo que pasar una selección muy difícil. En Ganímedes, el instituto en el que trabajo, son muy exigentes. Él me cayó bien, así que le di una mano para aumentar sus chances de entrar, y eso nos unió todavía más.
—¿Y qué es lo que te dice Flavio?
—Lo mismo que vos, que soy un boludo.
—Yo nunca dije eso.
—Hay cosas que se dicen sin decir, ¿no te parece?
José parece ignorar el comentario sobre su persona y continúa. Es una sesión muy intensa, y comprende que el Gitano no está dispuesto a soltarlo con facilidad.
—¿Y por qué tu amigo dice que sos un boludo?
—Porque piensa que él nunca se la va a jugar por mí.
—¿Él?
—Sí. ¿Qué tiene de malo?
—Nada. Solo que no sabía que también te gustaban los hombres.
—Bueno, tuve algunas experiencias, sí, pero no sé si me gustan los hombres. Me gusta él.
—¿Y por qué te gusta?
—Porque es especial. Porque nunca habrá nadie en el mundo tan importante para mí.
—A ver, Hernán. Sé que en este momento estás deslumbrado y es esperable que pienses así, pero…
El paciente lo interrumpe con un grito.
—¡Otra vez no me estás escuchando! Si te digo que es diferente es por algo.
La voz del analista suena calma. A diferencia de la vez anterior en que no se opuso a que se retirara, es evidente que ahora está intentando diluir la carga emocional para continuar trabajando. Y si es así, es porque escuchó algo importante, algo que no quiere dejar escapar.
—Hernán, siempre que alguien se enamora le parece que el otro es diferente. De eso se trata el amor, de pensar que se ha encontrado a una persona distinta a todas los demás. Y está bien que lo sientas, porque eso da cuenta de la autenticidad de lo que te pasa.
La intervención parece surtir efecto, porque al retomar su relato, Dante se muestra menos agresivo. Habla con detenimiento de los encuentros sexuales que tuvieron, de lo intensa de la relación y reafirma su decisión de hablar con él. Al terminar, suena esperanzado.
—Deseame suerte, porque hoy se decide mi vida.
La pausa de José da cuenta de que dudó en agregar algo. Probablemente alguna intervención que apuntara a quitarle dramatismo a esa última frase y prepararlo para una posible negativa, al menos es lo que Pablo hubiera hecho, pero es obvio que, luego de pensarlo, el Gitano no lo consideró pertinente y se despidió con amabilidad.
—Mucha suerte, entonces. Y espero que la próxima me cuentes cómo te fue.
—Por supuesto. Después de todo, como dijeron los griegos, todo lo que un hombre hace en su vida, lo hace nada más que para que algún día alguien pueda contarlo.
Ha sido una sesión muy interesante, en la que por fin Dante desplazó del diván a Hernán, y estimulado por esto, Pablo resuelve continuar. Pone una nueva pista y comprueba que Santana no fue a la semana siguiente, como hace constar José en un breve audio. De inmediato intenta una hipótesis acerca del porqué, pero comprende que es innecesario hacerlo, basta con seguir escuchando.
—Estás muy callado hoy. ¿Pasa algo?
Santana continúa sin emitir sonido. Esas instancias son muy difíciles, y requieren de un gran temple por parte del profesional. Cuando el paciente enmudece, es porque lo invade una angustia tan grande que impide la aparición de la palabra, un sufrimiento que le inunda el cuerpo y no lo deja respirar. Sin embargo, lo único que un analista puede hacer, además de alojar el padecimiento, es ayudarlo a simbolizar esa emoción sin nombre y, para ello, debe lograr que surja esa voz que se mantiene ausente.
—Hernán, más allá de lo que haya pasado, aquí podés hablar, y no importa lo que digas, voy a escucharlo sin juzgarte y con el respeto que te merecés. No olvides que estoy para ayudarte.
Segundos más tarde, como si brotara de un pozo oscuro, emerge la voz desgarrada de Dante.
—La última vez que vine te dije que había tomado una decisión muy importante, ¿te acordás?
—Por supuesto.
—Bueno, salí de acá y fui a buscarlo a la salida de la facultad. Estaba ansioso, pero feliz.
—¿Por qué?
—Porque iba a verlo, porque por fin le diría todo lo que siento por él y le confesaría mi más profundo deseo: estar juntos para siempre, porque ese era nuestro destino, construir un vínculo de amor y ser una familia.
—Seguí, por favor.
—Sabía que él terminaba de cursar a las ocho, así que llegué un rato antes y me quedé esperándolo en la vereda para darle una sorpresa. Lo había imaginado todo: la sonrisa que pondría al verme y el abrazo que nos íbamos a dar. Después, lo invitaría a tomar algo en la confitería de la esquina y allí le pediría que fuéramos pareja. Estaba seguro de que iba a ponerse tan feliz como yo.
—Y no fue así.
—No.
Se escucha un sollozo largo y dolorido.
—Contame.
—Lo vi salir junto a unos compañeros, lo saludé de lejos, y se puso serio de inmediato. Fingió no haberme visto y caminó hacia la esquina. Desconcertado, lo seguí hasta alcanzarlo y le pregunté qué le pasaba. Me cuestionó que cómo se me ocurría aparecerme y exponerlo así, sin avisarle, y me dijo que nunca me había dado el derecho de invadir su mundo. Te juro que era otro, estaba como loco. Yo me disculpé, traté de calmarlo, y después de un rato lo convencí de que fuéramos a tomar un café a Jhonatan, un bar cercano. Charlamos bastante y logré que se tranquilizara. Me preguntó por qué había hecho eso, y le dije la verdad.
—¿Qué verdad?
—Que lo amaba y no quería separarme de él nunca más.
—¿Y qué te respondió?
—Que yo le gustaba mucho y sentía un gran cariño por mí, pero que de ninguna manera iba a tirar a la basura su vida, su novia, su familia y su futuro para estar conmigo. Me dijo que lo nuestro había sido lindo y que la habíamos pasado muy bien juntos, pero que no quería que nos viéramos más.
—¿Y vos?
—Cuando lo escuché, me quise morir, no lo podía creer.
—¿Y qué hiciste?
—Me puse a llorar como un chico. Él me vio tan mal que me invitó a caminar. Anduvimos un rato largo hasta que llegamos al Parque Centenario. Nos sentamos, contra el monumento que da al lago. Nos fuimos relajando, lo tomé de la mano, nos besamos… fue un momento maravilloso, tan apasionado. Yo sentía su aliento, su lengua recorriéndome el paladar. Me apreté contra su cuerpo y comencé a acariciarlo. Primero los brazos, luego el pecho, hasta que le bajé el cierre del pantalón y le agarré el pene. Estaba más duro que nunca. Era de noche y no había nadie, entonces me animé.
—¿Qué hiciste?
—Me incliné y me lo metí en la boca. Él gimió, se recostó un poco más, y yo seguí, hasta que sentí su tensión y sus movimientos compulsivos. Me di cuenta de que estaba por acabar, sin embargo, en vez de hacerlo, me retiró con suavidad y me sonrió. Me dijo que sentía muchas cosas por mí, pero que, aun así, quería dejar de verme. Entonces, le pedí que, al menos, estuviéramos juntos una última vez.
—¿Y qué respondió?
—Aceptó. Fuimos a un hotel y nos matamos. Mirá que habíamos hecho el amor muchas veces, pero jamás de esa manera. Cogimos más de tres horas sin parar. Nos besamos, nos mordimos, nos penetramos con desesperación, y ahí pude comprender la verdad.
—¿Y cuál es la verdad?
—Que él también me ama.
—Pero, aun así, decide no verte más.
El tono de voz cambia, y la angustia da paso a esa furia que, a esta altura, Pablo ya conoce.
—Es por los demás. Porque sabe que su puta familia jamás me aceptaría. Hipócritas, mentirosos. Son una mierda. Al fin y al cabo, no tuvo un hogar tan diferente al mío. También su padre es una porquería al que no puede enfrentarse. Y su mamá, detrás de esa máscara de santa, no deja de apoyar sus decisiones. Pero ya no somos nenes, y ahora no nos van a separar.
El clima es pesado, a pesar de lo cual, José continúa.
—Hernán, dijiste que su familia jamás te aceptaría. ¿Por qué?
Silencio.
—También comparaste a sus padres con los tuyos, es más, por un momento, en tu discurso parecieron confundirse unos con otros, y es probable que eso tenga mucho que ver con tu enojo.
—No entiendo.
—Quiero decir que, a lo mejor, inconscientemente, estás proyectando en ellos el encono que llevás contra tu familia. Por eso, me gustaría que hicieras alguna relación entre tu papá y el suyo, cualquiera, decime lo primero que se te venga a la mente.
—No quiero.
—¿Por qué?
—Porque ya te dije todo lo que pienso de mi viejo.
—Bueno, hablame de tu mamá, entonces.
—¡Basta!
Su estructura parece desmoronarse.
—¿Qué querés que te diga? Es una desconocida para mí.
—¿Tu madre? No entiendo, siempre me dijiste que…
Se escucha un ruido inesperado y, de pronto, concluye la grabación. Pablo aguarda unos segundos y pasa al track siguiente. Se escucha la voz de José.
Hernán se descontroló y tiró el grabador contra la pared. Me costó calmarlo, estaba desconocido, como si estuviera atravesando un momento delirante. Intenté contenerlo y le hablé durante unos minutos. Después de un rato se calmó y me pidió disculpas. Me contó que, mañana a la noche, va a encontrarse con el muchacho del que está enamorado y cuyo nombre se niega a darme, aunque a esta altura no tengo dudas de que se trata de Juan. Está seguro de que logrará convencerlo para que revea su decisión. Temo que una respuesta negativa vuelva a desestabilizarlo y lo lleve a tomar alguna decisión límite, por eso le pedí que nos viéramos luego de ese encuentro y pacté con él un turno para pasado mañana a las seis menos cuarto de la tarde.
Al escuchar la hora, el corazón de Pablo se acelera, porque sabe algo que José ignoraba en ese momento: que, con ese pedido, el Gitano estaba firmando su sentencia, pues dos días más tarde, a las 17.45, Dante Santana entraría en su consultorio y le pegaría un tiro en la cabeza. La voz de su amigo continúa, ajena por completo al drama que se avecinaba.
Espero poder hacer algo para ayudarlo. Creo que, dada la situación, lo más conveniente será pedir una interconsulta con psiquiatría para evaluar la posibilidad de medicarlo.
Fin de la grabación. Pablo mira la carpeta que lleva el nombre de «Hernán Hidalgo» y comprueba algo que ya intuye: ha sido el último audio de este insólito tratamiento. Aquí se termina la posibilidad de obtener algo más de esta historia clínica, y una certeza lo recorre: ahora todo depende de su capacidad para encontrar en las notas que tomó el hilo de Ariadna que lo conduzca hacia la salida de este laberinto. Y al instante, una idea irrumpe en su conciencia.
—El hilo de Ariadna.
Quizás sea una locura, pero por mucho que le moleste a Bermúdez, ha llegado la hora de confiar en su intuición.