– IV –

Desciende del taxi y atraviesa el portal de calle. Sube al ascensor, espera pacientemente que llegue hasta el piso indicado y baja decidido. Pablo ha recorrido ese pasillo miles de veces. Sin embargo, hoy se siente diferente, extraño. Al llegar al departamento número siete inserta la llave, la gira y percibe cómo la puerta cede para darle paso. Con movimientos casi automáticos prende las luces de la sala de espera y sigue el recorrido hasta llegar a su consultorio. Una vez allí, deja el abrigo en el perchero, acomoda el bolso sobre el escritorio y enciende la lámpara de pie. La luz tenue y cálida lo reconforta. Se dirige a la ventana y corre la cortina. El paisaje de una Buenos Aires a pleno ritmo se le impone. La gente que camina apurada, los vehículos que apenas se mueven en medio de la congestión, y algunos bocinazos impacientes generan una cadencia casi piazzolleana.

Saca la computadora de José, la deposita sobre el diván, la enciende, echa a correr la grabación y se acomoda. Ahora sí, está listo para hacer lo que sabe: escuchar.

Los primeros momentos de la sesión discurren de un modo diferente a las demás: hay largos silencios y la verborragia habitual de Hernán-Dante aparece ausente. Unos veinte minutos después, esa voz que hasta ahora había sido monótona y controlada se altera de manera apenas perceptible.

—¿Pasa algo?

—Sí. Disculpame si no estoy tan ocurrente como de costumbre, pero me siento un poco raro.

—¿Raro?

—Sí, triste.

—Contame.

Pablo adora esas consignas que no indican nada, solo el interés que el analista tiene por alentar la palabra del paciente.

—Hoy es una fecha especial.

—¿Por qué?

—Porque hubiera cumplido años una persona muy importante para mí.

—¿De quién se trata?

—De un amigo.

—¿Cuál era su nombre?

Duda antes de responder.

—Dante… se llamaba Dante.

—Y, ¿qué fue lo que le pasó?

Tarda en contestar. Una clara muestra de que le cuesta abordar el tema.

—Se mató. La mayoría piensa que se trató de un accidente, que se le fue la mano con las drogas, pero sé que no fue así, fue su voluntad.

—¿Y cómo podés estar tan seguro?

—Porque nadie más que yo sabía el infierno que estaba pasando.

—¿Me querés contar?

Niega, pero José no va a dejarlo escapar de un asunto tan importante.

—¿Fue hace mucho?

—No, solo unos meses.

Silencio.

 

—Hernán, por lo que veo te cuesta hablar del tema.

—Sí, quizás por eso no lo compartí con nadie hasta ahora. Es la pérdida más grande que tuve en la vida. Él era… —Se detiene.

—¿Cómo era?

—Una persona muy particular.

—¿Por qué?

—Por su personalidad, su bondad, su belleza, su modo de tratarme.

—¿Qué edad tenía?

—Dos años menos que yo.

—Ajá. ¿Y cómo se conocieron?

—Casualmente, en un pub, y a partir de ese momento fuimos inseparables y compartimos casi todo: nuestro gusto por el cine, la literatura, nuestras intimidades.

—¿Y a tu padre cómo le caía?

La respuesta demuestra un cierto asombro.

—No entiendo.

La intervención de José tiene un tono didáctico, explicativo.

—Hernán, por lo que me dijiste, tu padre suele estar en contra de tus elecciones. Me pregunto, en este caso, cómo le cayó Dante. Después de todo, si compartían tantas cosas, seguramente pasaban mucho tiempo juntos y es probable que fuera a tu casa y conociera a tu familia.

La respuesta es terminante.

—No, jamás se lo presenté a mi familia.

—¿Por qué?

—Ya te dije. A mi viejo le molesta todo lo que me haga bien, y no quise que contaminara mi relación con Dante.

—Bueno, pero tu madre y tu hermana son distintas.

—Sí, pero no quise mezclar las cosas. Él era mi amigo, y estaba bien así. No necesitaba compartirlo con nadie. Además, soy bastante reservado.

—Ya veo.

—Y era mi derecho. ¿O acaso solo ellos podían tener secretos?

El tono de José es cálido y comprensivo.

—Claro que no. Vos también tenés derecho a tu intimidad, y no estás obligado a compartirla con nadie que no desees. Por eso, valoro mucho que lo estés haciendo conmigo. Es importante que aquí te sientas tranquilo como para hablar de lo que quieras.

—Sí, claro, acá es distinto. Con vos puedo hablar de casi todo, ¿no?

—Por supuesto.

Conoce a su amigo lo suficiente como para percibir un atisbo de satisfacción en el tono de su respuesta, y lo comprende. Para un analista es fundamental ese momento único en que el paciente reconoce ese espacio como algo propio, un lugar en el que puede comunicar lo que desee sin tener la obligación de cuidar lo que dice. Porque es así como, sin saberlo, se entrega a la regla fundamental que permite el avance del tratamiento: la asociación libre. Es decir, la posibilidad de hablar sin seleccionar lo que le parece importante, lo que le da vergüenza o le incomoda. Solo de esa manera se abren las grietas por las cuales se filtra algo de lo reprimido. Y por lo que oye, a pesar de todo, José va logrando que el dispositivo se ponga en marcha.

Deja correr los minutos que faltan sin que nada más llame su atención. No obstante, ha sido una sesión muy rica. Tomó nota de algunos momentos, y tiene la sensación de que va a poder extraer de ellos algunos datos que le sirvan, aunque aún no sabe cuáles.

Con la intención de repasar todo, apaga la computadora y se concentra en sus anotaciones, cuando el sonido del teléfono lo interrumpe. Por un momento, todos los temores pasan por su mente y siente cómo su pulso se acelera. Mira la pantalla y comprueba que no es una llamada de Helena, ni de Candela, ni del doctor Uzarrizaga. Se trata de un número que ni siquiera tiene registrado. Supone que es probable que sea por un asunto laboral y tiene la tentación de desestimarla. Sin embargo, algo lo lleva a atender.

—Hola.

La voz que escucha, suave y sensual, le recuerda el sonido de un oboe.

—¿Licenciado Rouviot?

—Sí. ¿Quién habla?

Percibe la respiración algo agitada que antecede a la respuesta.

—No me conoce todavía. Pero creo que usted y yo tenemos que hablar.

La voz ausente
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