– XIV –
El hombre que tiene delante parece odiarlo y él desconoce el motivo, porque no recuerda haberlo visto nunca. Sin embargo, desde algún lugar de la memoria se le impone la imagen de una reunión, un grupo de amigos y un brindis.
—Papá, ¿qué hacés acá? —pregunta Rocío.
—Me enteré por tu madre que decidiste compartir las intimidades de Hernán con un extraño y quise venir a ver de qué se trata esto.
La situación es tensa y Pablo decide poner a prueba la teoría de Lacan que sostiene que la palabra pacifica. Le entrega el libro a Rocío y extiende su mano a modo de saludo.
—Encantado de conocerlo. Soy el licenciado Pablo Rouviot.
Raúl Hidalgo se toma un tiempo antes de estrecharla, no sin una marcada reticencia.
—Sé quién es usted.
—Imagino que Laura le debe haber contado el motivo que me llevó a molestarlos.
—Sí, claro, y le agradezco que reconozca que lo suyo es una molestia; una molestia bastante perturbadora. Supongo que ya sabe que este es un lugar especial para mi familia, casi sagrado.
—Lo sé.
—Licenciado, es una persona inteligente, así que comprenderá que su aparición no hizo más que reavivar un dolor que apenas podemos soportar. Entonces, me gustaría que me explicara con qué derecho irrumpe en nuestras vidas y abre una herida tan profunda.
Raúl es un hombre de voz firme, mirada segura y gesto intimidante, y a Pablo no le cuesta nada imaginar la dificultad de Hernán para enfrentarlo en ese tiempo en que las cosas no andaban bien entre ellos. De hecho, él mismo debe controlar el impulso de disculparse y salir corriendo del lugar. Pero una razón más fuerte que su incomodidad lo detiene: debe averiguar todo lo que pueda llevarlo a descubrir la identidad de HH, porque esas no son solo dos letras. Es el nombre de quien quiso asesinar a su amigo.
—Entiendo que la situación es delicada, pero créame que no me hubiera puesto en contacto con ustedes si no fuera un tema de vital importancia.
—Papá, no te consulté antes porque…
Basta un gesto de su padre para que Rocío enmudezca. Raúl Hidalgo los invita a salir del estudio, luego cierra la puerta tras de sí y camina hacia el living. Los demás lo siguen sin pronunciar palabra.
—Rocío, si no te molesta, me gustaría hablar a solas con el señor. Así que podés ir tranquila que yo me encargo de despedirlo.
Ante esa orden disimulada, la joven toma su bolso y duda un instante si despedirse o no. Pablo comprende que no se anima a oponerse a la voluntad paterna y le sonríe con gesto comprensivo. Ella le agradece en silencio, se dirige hacia la puerta, pero a último momento se detiene, vuelve sobre sus pasos y finge sorpresa.
—Perdón, licenciado, casi me llevo su libro.
Él lo toma.
—Muchas gracias.
A los pocos segundos la puerta se cierra y los dos hombres quedan a solas. La voz dura y fría no se hace esperar.
—No voy a simular una amabilidad que no siento —arranca Raúl—. Su llegada me generó una gran molestia. Le diría que estoy casi furioso, y no entiendo por qué Laura y mi hija accedieron a sus pedidos. Usted es un extraño y, sin embargo, ayer estuvo en mi casa y hoy está acá. Comprenderá el motivo de mi disgusto. Como le dije, lo de Hernán es algo que todavía no pudimos superar.
Al parecer, esta será una charla directa. «Está bien, —piensa Pablo y toma el guante—. Que así sea».
—¿Y qué es lo de Hernán?
—¿Me está tomando el pelo?
—No. Según veo, a usted no le gusta andar con vueltas, así que yo también voy a ser franco. Sé por Laura que la relación que tenía con su hijo no era la mejor, hasta el punto tal que pasaron mucho tiempo sin hablar. Por eso sospecho que es probable que, cuando dice que todavía no pudo superar lo de Hernán, no se refiera solo a su muerte. Quizás, incluso, se sienta en algo responsable de la decisión que él tomó.
La reacción no se hace esperar.
—¿Me está hablando en serio? ¿De verdad se siente con la autoridad de cuestionar el vínculo que tenía con mi hijo?
—De ningún modo lo estoy cuestionando, no me malinterprete. Pero tuve la oportunidad de hablar con su mujer y su hija, y ¿sabe qué percibí en ellas? Un profundo dolor. En cambio, en su caso, advierto además un gran enojo, y no sé si es con la situación, conmigo, con Hernán o con usted mismo. —Silencio—. ¿Puedo saber qué está pensando?
Los ojos que lo miran son inexpugnables.
—Por supuesto. Estoy pensando si simplemente lo mando a la mierda o si, además, lo saco a patadas de mi casa.
—Esta no es su casa. Puede que sea su propiedad, pero de ninguna manera es su hogar. —Recuerda lo que dijo Rocío, que ese departamento era el refugio de Hernán, el lugar donde guardaba sus secretos, y duda mucho de que haya querido compartirlos con su padre. Por eso, a pesar de la tensión, continúa hablando—. Es más, ¿me equivoco si pienso que nunca vino a visitar a su hijo o hablar a solas con él?
Ahora sí, el tiro ha dado en el blanco. La mirada de Raúl pierde su dureza y asoman algunas lágrimas.
—¿Y usted qué sabe lo que yo siento?
—Tiene razón —responde mientras se acomoda en el sillón—. No lo sé. ¿Por qué no me lo cuenta?
—Ya se lo dije, porque usted es un desconocido.
El tono de voz también ha cambiado, como si la rabia hubiera dado paso a la angustia.
—Además soy un analista.
—Sí, pero no el mío.
—Es cierto, no soy su analista, pero tampoco soy su enemigo. Y, aunque usted sea un desconocido, me voy a permitir contarle mis emociones. Estoy confundido y desesperado. Mi amigo se está muriendo por un balazo que, a esta altura no tengo dudas, le disparó la misma persona que está usurpando la identidad de su hijo. —Lo mira—. Ayúdeme, por favor.
Raúl titubea, pero al final se sienta frente a Pablo.
—¿Y qué podría hacer por usted?
—Quien se está haciendo pasar por Hernán tenía algún tipo de relación con él, estoy seguro de eso. ¿Conocía a sus amigos?
Suspira.
—Cuando era chico sí, porque le gustaba pasar los fines de semana con los compañeros del colegio o de rugby en nuestra quinta. Corrían, jugaban y se metían a la pileta. Fueron años maravillosos. Pero de un día para el otro todo cambió. Se volvió distante, ya no quiso compartir sus amistades con nosotros y, sinceramente, de lo que vino después es poco o nada lo que puedo decirle. Cambió el grupo del club por sus amigos de la facultad, gente muy rara.
—Rara, ¿por qué?
—Dada su formación supongo que sabe de filosofía.
—Algo.
—Bueno, no sé si a todos los que la estudian les pasará igual, pero las personas con las que empezó a rodearse eran muy oscuras, y él mismo se volvió sombrío e introvertido.
Hernán siempre había sido sombrío e introvertido, lo sabe por la conversación del día anterior con Rocío. Pero, por lo visto, ni siquiera ahora Raúl se da cuenta de lo poco que conocía a su hijo.
—Hasta que llegó el momento en que su mundo fue un misterio para mí.
—Un misterio que nunca pudo resolver.
—Es verdad. Yo tampoco soy un tipo fácil, ¿sabe? Tal vez por eso chocábamos mucho. No podíamos ponernos de acuerdo en nada. Éramos muy distintos y me costaba reconocer en él algo de mí.
—Bueno, no siempre eso es algo malo. Solo hay que tener el coraje de permitirle a un hijo ser diferente y respetar sus elecciones.
Le está abriendo la puerta para que hable del conflicto que él tenía con la vocación de Hernán. Pero el hombre no se deja tentar.
—Puede ser —responde recompuesto y se pone de pie en una clara actitud de dar por concluida la conversación—. Como sea, no creo que podamos hacer mucho más para ayudarlo. Y, ahora que pude hablar con usted, reconozco que quizás lo prejuzgué… un poco. Le juro que entiendo por qué está haciendo todo esto, y lo felicito. Es un buen amigo y créame que le deseo suerte, pero me parece que hasta aquí llegamos nosotros, los Hidalgo.
No necesita más para entender que la charla ha terminado. Se levanta y sigue al hombre hasta la puerta. Salen juntos del departamento y mientras llega el ascensor su mirada se detiene una vez más en la foto de la escultura de Camille Claudel. Bajan sin intercambiar palabras. Una vez en la vereda se estrechan las manos y caminan en dirección opuesta. Al llegar a la esquina, Pablo frena un taxi y sube con la satisfacción de que esa no ha sido una mañana perdida. Por el contrario, se lleva tres cosas importantes de este encuentro: un libro de Kierkegaard, una posible paciente y la certeza de que Raúl está equivocado. Todavía falta mucho para que deje de rondar a los Hidalgo.