– VIII –
—Hola.
—Hola, Bermúdez, ¿dónde está?
—En la casa de la hermana de Mansilla, como me lo pidió.
—Menos mal.
—Menos mal, ¿por qué?
—Porque tenía miedo de que llegara tarde. No es momento de explicaciones, pero sepa que Mansilla ha hecho mucho más de lo que sospechábamos, y creo que su vida corre peligro.
—No me lo parece.
—Créame. La visita a lo de su familia no era para escapar de nosotros, como creíamos, sino de Dante. Tengo motivos para sospechar que, cuando le contamos lo que había hecho, comprendió que ahora le tocaba el turno a él, y por eso intentó huir, porque intuyó que Santana iba a ir a matarlo.
—Entonces, si lo ve, dígale que se ahorre el viaje.
—¿Por qué me dice eso?
—Porque Mansilla está muerto. —Pablo enmudece, anonadado—. Hola… ¿Está ahí todavía?
—Sí, claro, pero no entiendo.
—Le cuento. Llegué hace un rato y encontré la casa llena de policías. Al parecer, el viejo no estuvo dispuesto a entregarse ni a correr ningún riesgo, así que decidió cortar por lo sano y se tiró de cabeza al vacío de un aljibe abandonado que hay en la propiedad. Lo encontraron hace un rato con el cuello roto. —Se ríe.
—¿Qué pasa?
—Que se ve que no se tenía mucha fe, porque en el bolsillo llevaba un libro. Qué sé yo, lo tendría por si no moría en la caída. Digo, para no aburrirse sentado en el fondo hasta que vinieran a rescatarlo.
—No bromee.
—¿Y qué quiere que haga, que llore por ese hijo de puta? Aunque le confieso que me hubiera encantado llegar a tiempo para encerrarlo y que se pudriera en la cárcel. Pero bueno, al menos ya no va a joder más a nadie. Algo es algo.
Pablo piensa unos segundos, y una idea se le impone. Sabe que parece descabellada, pero, aun así, debe seguir confiando en su instinto.
—Bermúdez, ¿cuál era el libro?
—¿Qué?
—Le estoy preguntando que cuál era el libro que el viejo tenía en el bolsillo.
—Sí, ya sé lo que me está preguntando, no soy sordo. Pero no entiendo qué relevancia puede tener eso.
—No lo sé, pero ¿me lo podría averiguar?
—Sí, claro, ya mismo. Por suerte, sigo en la escena del hecho. Es más, tengo el cadáver de Mansilla a mis pies, y el librito está tirado al lado. Déjeme ver. —Pausa—. ¡Mire usted qué cosa!
—¿Qué?
—Que, extrañamente, es uno de los pocos que leí en mi vida, me lo dieron en la escuela.
—¿Y cuál es?
—Espere que se lo leo tal cual, porque el título es largo: La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, aunque yo lo recordaba como El Lazarillo de Tormes. Si no me falla la memoria, era bastante aburrido y estaba escrito de un modo raro. ¿Lo leyó?
—Sí, y no está escrito de un modo raro, sino en castellano antiguo.
—Puta madre, no puedo ganarle una. Pero bueno, Rouviot, creo que ya no tengo nada que hacer aquí, a no ser que se le ocurra pedirme que le haga algún otro mandado.
—No, no. —Piensa un instante—. Vuelva nomás.
El subcomisario percibe su duda.
—Perdone, pero a esta altura, ya lo voy conociendo, y sé que algo le anda dando vueltas en la cabeza. ¿Me equivoco?
—No, no se equivoca. Pero no puedo decirle nada todavía. Necesito pensar.
—¡Y dale con el pensamiento! Pero está bien, me callo, ya me di por vencido. A usted hay que aceptarlo como es.
Los hombres se despiden, y Pablo se queda con los ojos clavados en el ventanal que da al hospital, aunque su mirada está muy lejos de cualquier percepción externa. Ha llegado el momento en que, si quiere encontrar, debe mirar hacia adentro. Por eso, pide otro café e intenta relajarse un minuto antes de comenzar con la tarea. No quiere que la ansiedad le juegue una mala pasada. Espera a que el mozo regrese con el pedido, bebe un sorbo, saca una lapicera, y dibuja algunos garabatos mientras ordena sus ideas.
Recuerda que, al hablar con Bermúdez acerca de las pistas que Santana había dejado, el policía le cuestionó por qué alguien tan inteligente haría algo como eso, y él le respondió que había dos respuestas posibles. La primera de ellas implicaba un motivo puramente psicológico: la búsqueda inconsciente de ser castigado por sus actos. La segunda, en cambio, era mucho más inquietante: que dejara rastros a propósito para competir con sus perseguidores. En su momento, no se detuvo en esta opción porque es un mecanismo que solo utilizaría un asesino serial y, hasta entonces, el único crimen de Dante era el intento de homicidio de José. Sin embargo, ahora, se siente habilitado a pensar que, al menos, hay otro caso en que Santana podría estar involucrado.
Sin embargo, la idea no deja de sonarle extraña. No es común la aparición de asesinos seriales en la Argentina. El periodismo y la gente suelen confundirlos con los asesinos múltiples, pero se trata de categorías psicológicas bien distintas. Para que un criminal sea calificado de asesino múltiple basta con que mate a más de una persona, en cambio, para considerarlo un asesino serial es menester que reúna algunos requisitos más: que cometa más de un crimen, que tenga una forma determinada de matar, la existencia de una firma que le sea propia, que haya una lógica que una los casos, y, por supuesto, que lo recorra esa compulsión a retar a sus perseguidores.
Repasa esa lista y comprueba que Dante reúne algunas de esas condiciones, pero no todas. Si fuera cierto que tuvo que ver con la muerte de Mansilla cumpliría con el primero de los ítems, es decir, que habría cometido al menos dos asesinatos, y también con el último, el desafío de competir con quienes intentan descubrirlo. ¿Pero, qué del resto?
—Pensá, Pablo, pensá —se alienta a sí mismo.
¿Tiene Santana una forma determinada de matar? La respuesta le viene con claridad. Sí, ha decidido que todos sus crímenes parezcan suicidios, y allí están José y Mansilla para atestiguarlo. Pero ¿hay una lógica temática que una a sus víctimas? Lo duda. No parece haber nada en común entre ambos casos. En cuanto a la firma, sabe que a todo asesino serial le interesa que se sepa que él ha sido el responsable del acto, y por eso suele llevarse algo de la escena del crimen o, por el contrario, dejar algún elemento que lo identifica. Y, aunque en el momento no entendió por qué, es lo que le llamó la atención del relato de Bermúdez. Es cierto que parece una locura, pero ¿y si la firma de Dante Santana fuera que siempre deja un libro junto al cuerpo de sus víctimas? Al pensar en esto, casi como un flash, recuerda un comentario que le hizo Helena en el hospital. Cuando le informó que los pacientes preguntaban por su ausencia, dijo textualmente: no me dio para contarles que te habías convertido en el nuevo Sherlock Holmes.
—¿Por qué esa frase me resuena tanto? —se pregunta.
Y, casi de la nada, se le impone una imagen. En ella, está revisando el consultorio de José, la noche en que se llevó la notebook. Todo es silencio. Bermúdez acaba de dejarlo solo y sabe que tiene apenas unos minutos para inspeccionar el ambiente. Se ve a sí mismo abriendo el placard, los cajones, y ojeando unos libros que están sobre el escritorio. ¿Cuáles? La visión se desvanece, pero él aprieta los ojos y fuerza su memoria. Allí están, eran tres. El tomo XVIII de las obras completas de Freud, una biografía sobre Beethoven, y un libro de Conan Doyle, El problema final. En aquella ocasión algo le resultó extraño, y ahora comprende por qué.
Muchas veces habían discutido porque José consideraba que el género policial era una de las ramas menores de la literatura y se negaba a leerlo. Por eso, Pablo está convencido de que ese ejemplar no era de su amigo. Pero ¿no estará fantaseando todo con el único fin de inventar una pista inexistente que lo aliente a no darse por vencido? ¿Es verosímil pensar que Santana dejó ese libro en el lugar del crimen?
Solo se le ocurre una manera de responder a esa pregunta: verificar si el argumento del relato guarda alguna relación con el caso. Dispuesto a hacerlo, termina su café y comienza a escribir una sinopsis de la obra.
La historia transcurre a fines del siglo XIX, y narra el mayor de los desafíos al que debió enfrentarse Sherlock Holmes: James Moriarty, un hombre a quien el detective perseguía desde hacía un tiempo. El delincuente le había advertido que lo dejara en paz o se atuviera a las consecuencias, pero Holmes no podía detenerse. Y la verdadera razón por la cual no renunciaba a su cacería era que lo consideraba un par intelectual y quería demostrarse que podía vencerlo. Era un desafío personal, y no pensaba abandonar la contienda.
En un momento del relato, mientras Holmes y su compañero, el doctor Watson, visitaban las cataratas, se les acercó un muchacho y les entregó una nota que decía que una mujer enferma requería la presencia del médico. Watson fue a verla de inmediato y dejó solo Holmes. Al llegar al lugar, descubrió que no había sido más que un engaño, un plan de Moriarty para que Sherlock quedara solo. Desesperado, Watson volvió hasta las cataratas y encontró dos pares de huellas que conducían al final del camino, y una nota en la que su amigo le explicaba que se había percatado de la mentira y que, aun así, lo había dejado marcharse porque había decidido enfrentar de una vez por todas a su rival. En el lugar hay huellas claras de una pelea violenta, y Watson dedujo que tanto Moriarty como Sherlock Holmes, el hombre más inteligente que jamás había conocido, habían muerto.
Al leer el resumen, advierte la analogía de inmediato. Es claro que, para la mente enferma de Dante, José representaba a Holmes, el hombre brillante que estaba a un paso de atraparlo y, como Moriarty, no tuvo más opción que asesinarlo.
Su razonamiento tiene sentido, pero sabe que no alcanza con una sola muestra para darle valor de verdad a una teoría. Si quiere lograr eso, su planteo lógico debe resistir también el otro caso. Aunque, esta vez, para corroborarlo, ni siquiera necesita tomar nota, pues se trata de una historia muy conocida.
La novela que encontraron junto al cuerpo de Mansilla cuenta la vida de Lázaro, un chico nacido en un molino a orillas del río Tormes. Cuando su padre murió, su madre, viuda y pobre, lo puso al servicio de un viejo ciego, malvado y tramposo, una especie de «Viejo Vizcacha» que, con sus consejos, intentó prepararlo para enfrentar las dificultades del mundo. Más tarde, trabajó para un cura cuyo rasgo principal era la avaricia, un caballero venido a menos, un vendedor de bulas falsas y un alguacil desagradecido, hasta que por fin consiguió la ayuda de un sacerdote, se enamoró de su criada, se casó y logró ser feliz.
La equivalencia de la historia de Lázaro con la de Dante es demasiado evidente, tanto como el rol que le toca a Mansilla en la historia. Hay un mecanismo psicológico llamado condensación, uno de los modos del funcionamiento inconsciente, que explica cómo un único elemento puede representar a toda una cadena asociativa. Pablo jamás encontró un ejemplo más claro que este. Porque, así como El Gitano era Holmes, Mansilla es, al mismo tiempo, tramposo como el ciego, avaro como el sacerdote, ingrato como el alguacil y peligroso como el vendedor de bulas.
Pablo comprende que la figura de ese hombre debe haber sido muy intimidante para Santana, y tal vez eso lo llevó a buscar una salida delirante: identificarse con Tom Canty, el protagonista de su novela preferida, el mendigo que vivía con la única compañía de un padre déspota y que, a pesar de todo, llegó a ser rey.
Con la emoción de haber encontrado algo importante, hace un cuadro en el que anota el nombre de las víctimas, el método con el cual Dante intentó aparentar un suicidio, y el libro que dejó a modo de firma.
VÍCTIMA |
MÉTODO |
LIBRO |
José |
Disparo |
El problema final |
Mansilla |
Arrojado al vacío |
Lazarillo de Tormes |
Mira la hoja un instante,
hasta que, casi sin pensar, agrega:
Cipriano |
Ahorcamiento |
La Biblia |