– XII –

¿Cómo no se había dado cuenta antes? Siendo José un amante de Sevilla y la cultura árabe, y un lector voraz de Las mil y una noches, como bien sabía Pablo, ¿cuál era la frase más evidente para abrir algo? Fácil. La misma que pronunciaba Alí Babá frente a la puerta cerrada tras la cual escondían su tesoro los ladrones: ábrete sésamo. Aunque, conociéndolo tanto, le resultó claro que el Gitano intentaría alguna mínima broma. Por eso decidió cambiar las vocales por números de acuerdo a la similitud de sus formas.

Sonríe con la sensación de haberle ganado una pulseada a José, pero al pensar en él recuerda dónde se encuentra y por qué. Aunque ¿de verdad, sabe el porqué? Su mente se sigue negando a considerar la posibilidad de un intento de suicidio.

El Gitano es un hombre extraño. Parece estar siempre jovial, con alguna ocurrencia a flor de labios, sin embargo, Pablo conoce sus angustias más profundas. Sabe de aquel padre que murió demasiado pronto y de esa mamá aguerrida que le enseñó a luchar. Por suerte, la llegada de Pedro a su vida le había brindado una imagen paterna con la cual identificarse y sentirse seguro. Aun así, muchas noches lo encontraban ahogando su dolor entre copas de vino y canciones flamencas. Tocaba muy bien la guitarra y cantaba con una voz suave y profunda que a Pablo lo llevaba a lo más hondo de su ser. No solo lo quería, además lo admiraba.

Pero no puede detenerse en eso. Ahora lo importante es otra cosa: ¿tiene su amigo el perfil de un suicida? Lo duda mucho, y menos en este momento, en que la llegada de Candela le trajo una felicidad que hacía mucho tiempo no sentía.

 

José la conoció en uno de sus muchos viajes a Sevilla.

Esa tarde había salido sin rumbo, con El romancero gitano en sus manos. Sentado en un banco en los jardines de Murillo leyó, como tantas veces, aquel poema de Lorca:

Sobre el rostro del aljibe

se mecía la gitana

verde carne, pelo verde,

con ojos de fría plata.

Y esos versos que parecían nombrarlo:

Pero yo ya no soy yo… Compadre, vengo sangrando.

Luego de ese ritual que repetía cada vez que visitaba la ciudad decidió caminar por el barrio Santa Cruz, el lugar que más amaba de una Sevilla a la que consideraba propia, cuando al girar en una de esas calles azulejadas que parecían surgir de un cuento, vio una placa que contaba:

Dice la tradición que, en este lugar, antiguo Corral de Comedias de Doña Elvira, tuvo su sede la casa solariega del comendador de Calatrava, Don Gonzalo de Ulloa, padre de Doña Inés, y que la pluma de Don José Zorrilla, haciéndose eco de la leyenda, dio vida a la universal obra Don Juan Tenorio.

Se detuvo unos segundos frente a la inscripción hasta que una carcajada lo sorprendió. Entonces, giró y la vio. Se trataba de una joven vestida de gitana que limpiaba una mesa al aire libre mientras regalaba su risa fresca a la noche andaluza. José la miró y, señalando la placa, le preguntó.

—¿Qué pasa? ¿No es cierto?

—¿Qué cosa?

—Que aquí vivió aquel que inspiró a Zorrilla. Don Juan Tenorio.

Ella se encogió de hombros.

—Que no lo sé, tío. Y de todas formas ¿qué importa? Las historias no tienen por qué ser reales, basta con que sean hermosas, ¿no le parece?

Al escuchar su voz lo recorrió algo parecido a una emoción y se sintió condenado.

—¿Quién sos? —le preguntó.

—Nadie. Apenas la mesera de este bar que no será muy turístico, pues ni tablao tenemos, pero que sirve las mejores tapas de Sevilla. Y si además elige un buen lugar, desde aquí puede mirar una de las maravillas de estas tierras: el Alcázar.

El hombre no dudó en acercarse y señalar una mesa.

—¿Puedo sentarme acá?

—Por supuesto que puede. Eso sí, deberá pedir al menos algo de tomar, porque como en esta zona las calles, los patios de las casas y los bares se mezclan sin que los paseantes se den cuenta, algunos se sientan solo a descansar creyendo que se trata de un espacio público, y el dueño se ha puesto un poquitín quisquilloso.

La miró conmovido. Su pelo, como sus ojos, eran de un negro azabache que jamás había visto, y su sonrisa dejaba a la vista unos dientes blancos y unos labios insinuantes. Era alta, esbelta y tenía un pequeño lunar en la mejilla.

—¿Cómo te llamás? —le preguntó.

—Candela. Candela Montero. Aunque aquí todos me llaman La Cande.

—Candela —repitió disfrutando cada sílaba—. Candela Heredia. Me gusta cómo suena, ¿y a vos?

Ella miró sin comprender, hasta que José le clavó la vista y le confesó:

—Juro que no voy a volver a dormir jamás si no te tengo a mi lado.

La fuerza de esas palabras la sorprendieron y no supo si reír o salir corriendo. Optó, en cambio, por un gesto de gratitud.

—Hombre…

—¡Mirame! No te estoy mintiendo. Quiero que sepas que a partir de hoy cada hombre que se te acerque es mi enemigo, que voy a ser tu tortura y te voy a perseguir hasta la muerte, todos los días, hasta que aceptes estar conmigo. —Y luego de una pausa continuó—. Vos no lo sabés todavía, pero soy el elegido, el gran amor de tu vida.

Un poco perturbada, la gitana volvió a su trabajo y José se quedó bebiendo vino Rioja hasta que el bar cerró. Candela era casi una adolescente, no tendría más de veintidós años, y resultaba obvio que se sintiera un poco atemorizada ante ese hombre extraño que la observaba con impaciencia.

Al terminar la jornada, ella se puso su ropa de calle y emprendió el camino a su casa con José caminando a su lado. Estaba nerviosa y confundida. De pronto él, la detuvo sin tocarla.

—Esperá. Por si no te diste cuenta, en este preciso momento estamos parados en un lugar muy especial: el cruce de las calles Alma y Vida. —Señaló los carteles—. Y con el alma y la vida te digo que voy a ser tu hombre.

Candela se puso seria y su rostro adquirió una gravedad que parecía venir de lejos.

—Por favor, no se ría de mí. Que usted está de paseo y me parece fantástico que pretenda pasar una noche divertida con una joven pueblerina, pero, así como me ve, tuve demasiados dolores en la vida. Y hace tiempo he decidido que no quiero ser el juguete de nadie.

José no podía dejar de mirarla.

—Me gustaría que me hablaras de tus dolores. Creeme, sé escuchar. Si no me equivoco, por aquí nomás está El Patio de los Naranjos. Vení —dijo con firmeza y le extendió la mano—. Vamos a sentarnos a conversar. Quiero saber todo de vos.

 

Pablo es la única persona que conoce la historia. Pero es hora de volver a la realidad. Porque en este instante, el Gitano no está sentado en la calle Alemanes y Hernando de Colón, frente a la catedral de Sevilla, sino acostado e inconsciente en Uriburu y Paraguay, en la sala de Terapia Intensiva del Hospital de Clínicas.

Helena le suplicó que no se demorara y no va a hacerlo. Ahora que ha resuelto el enigma de la contraseña, eso puede esperar.

En Buenos Aires ha comenzado a llover. Pablo toma el piloto oscuro y apaga las luces antes de salir. Registra que está ansioso, porque le parece que el ascensor no llega nunca. Al salir a la calle percibe que la garúa ha dado paso a una intensa lluvia. Frente a él, los bosques de Palermo siguen siendo indiferentemente hermosos. No hay taxis a la vista, por lo que decide caminar por la avenida. Y sin darse cuenta la estrofa de un tango viene a su mente:

Moriré en Buenos Aires,

será de madrugada,

que es la hora en que mueren

los que saben morir.

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