– XIII –

Llega cansado al décimo piso y allá, en el fondo del pasillo, ve a Helena haciendo gestos ampulosos mientras habla con el doctor Uzarrizaga. Pablo se apresura e interrumpe la conversación.

—Profesor —lo saluda.

El médico gira la cabeza y lo mira con desgano, pero al advertir que se trata de su antiguo alumno cambia de expresión y estrecha la mano extendida.

—Rouviot —asiente con gesto complacido—. ¡Qué gusto verlo! No me equivoqué con usted. Hace muchos años le dije que iba a llegar lejos.

—No tan lejos, doctor. Apenas llegué al décimo piso y casi sin aire.

El hombre sonríe. Helena se le acerca y murmura.

—Y menos mal que llegaste. Por poco me lo tengo que chapar para que no se vaya.

Pablo desestima el comentario.

—¿Cómo está José, doctor?

Uzarrizaga lo toma del hombro y, juntos, se alejan unos metros. Helena los mira un instante y luego camina hasta donde se encuentra parada Candela.

—Claro, ahora que llegó el señor ya no me necesitan. Y bueno, así son las cosas. Vení, gallega, vamos a sentarnos.

—¡Que no soy gallega! —protesta la joven—. ¡Soy andaluza!

—Entonces lo lamento mucho por vos, nena. Porque acá, en la Argentina, todos los españoles son gallegos.

El médico se ha puesto serio.

—Mirá, Pablo, el asunto es jodido. Acabo de ordenar que lo llevaran para hacerle una tomografía. Eso nos va a dar una idea más clara del cuadro clínico. Por ahora, lo único que te puedo decir es que tiene una lesión abierta de cráneo causada por un proyectil de arma de fuego. La bala parece haber entrado por la zona póstero lateral y…

—Es raro —lo interrumpe—. Casi encima de la oreja.

Uzarrizaga asiente.

—¿Qué es lo raro?

—Que si alguien quisiera suicidarse ¿no sería más esperable que se hubiera disparado en la boca, o en la sien?

—Es posible, pero yo nunca dije que se tratara de un intento de suicidio.

—Usted no, pero parece que la policía, y probablemente el juez, piensan que sí.

El médico frunce el ceño.

—¿Y por qué te asombra tanto? No tenemos por qué pensar lo mismo. Después de todo, el pensamiento está hecho de palabras y nosotros y ellos ni siquiera hablamos de la misma forma, ¿no? —Imposta la voz—. Alumno Rouviot, vamos a ver si recuerda lo que le enseñé hace tantos años. Dígame ¿qué es una demencia?

Pablo suspira antes de responder.

—Una enfermedad orgánica, progresiva e irreversible.

—Exacto. Según esa definición, una esquizofrenia o una paranoia ¿están dentro del campo de las demencias? —Rouviot hace un gesto de negación—. Ahora, si un juez te pidiera la opinión sobre el caso de un esquizofrénico que, brotado, hubiera cometido un delito y te preguntara si es un demente ¿qué le responderías?

—Que sí, que es demente en el sentido jurídico.

—Exacto. ¿Y eso por qué? Porque lo que él necesita saber no es el diagnóstico clínico de esa persona, sino qué posibilidades hay de que la enfermedad hubiera dificultado su capacidad de comprender la peligrosidad del acto que ha perpetrado. Y a eso la ley, no importa el cuadro del que se trate, lo llama demencia.

—Lo entiendo, pero esto es diferente. Porque si el comisario informa al juez que se trata de un intento de suicidio el caso se va a cerrar sin que se busque al verdadero culpable.

—¿Y cómo estás tan seguro de que no fue así? Es cierto que, si alguien quisiera matarse, un tiro en la frente sería un modo mucho más seguro de lograrlo. Pero quizás José se puso el arma en la sien, dudó a último momento, de un modo instintivo movió unos centímetros la cabeza y por eso el disparo entró por el costado. ¿Qué sé yo? Nadie ha tenido jamás la posibilidad de analizar a un suicida. La muerte no lo deja concurrir a la próxima sesión. —Pablo lo observa y el médico continúa hablando—. Mirá, si me preguntás a mí, te diría que no me parece tan extraño que alguien se dispare de ese modo, y que es la hipótesis más probable. Después de todo, dos tercios de los traumatismos cerebrales relacionados con el uso de armas son el resultado de un intento de suicidio. Además, tengo derecho a equivocarme porque esa no es mi área, sino la del juez. Pero donde no puedo cometer un error es en el diagnóstico clínico y la forma de tratarlo. ¿Sabés por qué? —Suena enojado—. Porque soy médico, porque odio que se me muera un paciente y porque sé que más del 90 % de estos casos son fatales. Y esa sí es una estadística que me importa.

Pablo asiente, angustiado.

A pocos pasos de allí, las mujeres conversan mientras tiritan de frío.

—No puedo creerlo. —Ríe Helena—. ¿Y vos qué hiciste?

—Acepté. Caminamos y nos sentamos allí, justo enfrente de la Catedral de Sevilla.

Y como si el recuerdo volviera el tiempo atrás, la escena gana lugar en su memoria.

 

Candela tenía tanto miedo que no se le ocurría nada. Quizás por eso sacó el tema, para llenar un silencio que le resultaba demasiado inquietante.

—El Patio de los Naranjos. De niña mi padre solía traerme aquí. Jugábamos y me contaba algunas historias. Imagino que sabe que fue construido por los musulmanes, y en aquella época hacía las veces tanto de cementerio como de salón de fiestas. ¿Ve allá? —Señala—. Esa era la entrada principal.

—La Puerta del Perdón.

—Sí, pero ese es un nombre que le han puesto los cristianos. —Hizo una pausa antes de preguntar—: ¿No le parece extraño?

—¿Qué cosa?

—Que en el mismo sitio se realizaran fiestas de casamiento y se enterrara a los muertos.

—No, ¿por qué? Quizás no sea tan loco pensar que, de alguna manera misteriosa, el amor y la muerte están fatalmente ligados. Te lo dije hace un rato, cuando te detuve en la esquina: el alma y la vida, unidos. Tal vez sea una señal.

Ella esbozó una sonrisa.

—Y por allí. —Guio la mirada de José con un gesto—, donde está la Puerta de la Concepción, era el lugar en que se reunían a rezar.

José la observaba embelesado.

—¿Qué edad tenés?

—Veintitrés. ¿Y usted?

—Muchos más que vos, pero igual podés tutearme.

—Voy a intentarlo.

—Si querés te ayudo.

Candela lo miró.

—¿Cómo?

—Así.

José le tomó la cara con una mano mientras con la otra le corrió el pelo. Se acercó lentamente, dándole la oportunidad de negarse. Ella no supo por qué lo hizo, pero cerró los ojos y dejó que ese hombre que desconocía le diera el beso más intenso de su vida.

 

Helena ha escuchado el relato con los ojos encendidos por la emoción.

—¡Qué historia tan hermosa! Es casi un cuento de hadas.

—Sí. Parece que hubiera sucedido hace mucho y, sin embargo, ha pasado solo un año.

Agacha la cabeza conmovida y siente la caricia de esa mujer a la que ya empieza a querer. La llegada de Pablo las interrumpe.

—¿Y, Rubio? —Lo encara Helena—. ¿Qué te dijo?

La mirada de Candela es una súplica. Sin embargo, no puede ayudarla a disminuir su angustia.

—Nada concluyente. Ahora lo van a llevar para hacerle unos estudios. Los necesita antes de tomar una decisión.

—Pero dime, Pablo. ¿José va a salvarse?

—No lo sé.

Amaga a continuar, pero se detiene. En algunas ocasiones, la única respuesta adecuada es el silencio. De pronto Helena palidece, se pone de pie y observa por encima de los hombros de Pablo. Él gira y ve que de Terapia Intensiva un enfermero sale arrastrando una camilla que lleva un cuerpo totalmente cubierto por una sábana. Es evidente que el paciente ha muerto. Las mujeres se abrazan y él se dirige con paso firme para interceptarlo. Le tiemblan las piernas y quisiera no llegar nunca. Candela ve cómo ellos cruzan algunas palabras, luego de las cuales el hombre de blanco descubre el cuerpo. Pasan unos segundos que parecen eternos, hasta que Pablo las mira, sonríe y niega con la cabeza.

—No es él —estalla Candela.

Y Helena la aferra mientras piensa en la crueldad de la vida: están festejando la muerte de un desconocido.

La voz ausente
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