– XI –

El guardia uniformado abre la ventana de la oficina de seguridad y los mira con gesto serio.

—¿A qué departamento se dirigen?

La joven se le acerca.

—Hola, ¿te acordás de mí? Soy Rocío Hidalgo.

La expresión del empleado cambia al instante.

—Por supuesto. Perdón, es que hace mucho que no se la ve por acá. Desde lo de su hermano, si no me equivoco. —Ella esboza un gesto que pretende ser una sonrisa, y como si de pronto comprendiera la torpeza de sus palabras, el hombre presiona un botón y suena una chicharra—. Adelante, por favor.

Avanzan unos metros, suben algunos escalones, giran a la derecha y llegan a un elegante hall de recepción en el que hay tres espacios con sillones blancos y mesas bajas de vidrio. La mira y percibe que algo ha cambiado en Rocío. Su rostro parece petrificado y camina hacia los ascensores como si fuera un autómata. Ingresa en el que lleva a los pisos impares y presiona el número once. Pablo la sigue en silencio. La nota tensa y sabe que las palabras son la mejor herramienta para enfrentar estos momentos. Piensa en alguna frase ocasional, como elogiar la belleza del edificio o hacer un comentario sobre el empleado de seguridad, pero decide que lo mejor es no eludir el tema.

—No viniste más a este lugar, ¿no?

—No. Solo mi madre viene de vez en cuando, no sé para qué.

—A lo mejor le hace bien estar cerca de las cosas de Hernán.

—Puede ser. De todos modos, son solo eso, cosas, porque mi hermano ya no está más.

El ascensor se detiene y la puerta se abre dando a una pequeña recepción de paredes blancas, adornada solo por un cuadro. Lo mira con detenimiento, mientras Rocío abre la puerta del departamento.

—¿Me parece a mí o es la fotografía de una escultura de Camille Claudel?

—Así es: La edad madura. —Sonríe casi sin querer.

—¿Qué pasa?

—Recordé el día en que Hernán sacó esa foto. Estábamos en París, en un viaje familiar. Una mañana me despertó muy temprano porque quería mostrarme algo que solo deseaba compartir conmigo. Me vestí rápido y nos fuimos del hotel antes de que mis padres se despertaran. Caminamos por la orilla del Sena hasta llegar al museo D’Orsay. En el trayecto me contó acerca de la vida de Camille Claudel y su amor por Rodin que la llevó a la locura. Me dijo que ese era un precio que alguien debía estar dispuesto a pagar si quería vivir una pasión verdadera. Luego me mostró un retrato de ella que me conmovió. Parecía una chica abandonada con una mirada tan triste. —Pausa—. ¿Conoce el museo? —Pablo asiente—. Cuando llegamos, mientras subíamos las escaleras, yo sentía que iba a descubrir algo maravilloso. En un momento, Hernán se paró ante esa escultura, buscó la cámara que llevaba escondida, y sacó la foto. Después se quedó en silencio un rato y se puso a llorar. Quise preguntarle qué le pasaba, pero no pude, porque a mí también me capturó la imagen de esa mujer desgarrada que parece suplicarle a alguien que ni siquiera la mira. Como si no le importara nada de ella.

—Una buena lectura. Eso fue lo que le pasó a Camille con Auguste Rodin. Primero fue su alumna y después su colaboradora, hasta que se hicieron amantes. Al parecer, ella se enamoró de un modo obsesivo y él, temiendo que se conociera esa relación, la abandonó.

Pablo siente que esta charla no fue solo una dilación. Por el contrario, por primera vez Rocío ha tenido un gesto de empatía con él. Se miran un instante y ella da un paso al costado dejándole el camino libre.

—Pase. Después de todo, no vino hasta aquí para hablar de arte.

Él asiente e ingresa, y luego de dar unos pasos advierte que la joven permanece estática en el umbral de la puerta.

—¿No vas a entrar? —La ve dudar—. Rocío, no estás obligada a hacerlo. Sin embargo, creo que te haría bien. Es probable que aún no hayas llorado lo suficiente por la muerte de Hernán. —Necesita decirlo así, aunque suene cruel, para dejarla cara a cara ante el dolor de la tragedia—. Y no quiero pecar de un exceso profesional, pero me doy cuenta de que todavía te cuesta mucho asumir la pérdida de tu hermano.

Rocío levanta la cabeza y le clava los ojos con furia.

—¿Todavía? ¿Y quién es usted para decirme cuánto tiempo necesito para aceptar que no voy a volver a ver jamás a la persona que más quería en el mundo? ¿Tiene idea de qué me pasa, de lo que siento cada segundo de mi vida desde esa madrugada en la que lo encontraron muerto, tirado en la calle, solo como un perro? —En su arrebato la joven avanza hasta quedar a unos pocos centímetros de él—. ¿Sabe? Mi hermano era un sol. El mejor hombre del mundo, mi amigo, mi compañero…

—Y vos no estuviste ahí para abrazarlo, ¿no? Y por eso te sentís tan mal. Porque murió así: tirado y solo como un perro. —La mira, comprensivo—. Pero no fue tu culpa. No tuviste nada que ver con eso, y vas a tener que aceptarlo y perdonarte.

Rocío baja la vista, se deja caer en un sillón, se cubre la cara con las manos y estalla en un llanto desconsolado.

—¿Por qué? ¿Por qué tuvo que pasarle esto a él? No es justo.

Pablo se sienta frente a ella y le habla con voz calma.

—Es cierto. Pero no siempre la vida es justa. Y es otra de las cosas con la que vas a tener que aprender a convivir. De todos modos, tenés derecho a enojarte y llorar.

—Pero ¿justo acá, en su casa?

—No creo que haya un lugar mejor para hacerlo.

Y como si hubiera recibido un permiso largamente esperado, Rocío deja salir una angustia que lleva retenida demasiado tiempo. Por eso su estallido es tan fuerte e intenso. Al cabo de unos minutos, cuando la catarsis comienza a mermar, Pablo se pone de pie, camina hacia la cocina y le trae un vaso de agua.

—Gracias. —Sonríe.

—¿Qué pasa?

—Que compruebo lo que intuí ayer: usted es un hombre acostumbrado a hacer llorar a la gente.

El comentario le causa gracia.

—¿Te sentís mejor?

—Sí. Creo que lo necesitaba. —Mira alrededor con gesto sorprendido—. ¿Sabe? Nunca había estado en este departamento sin Hernán, y es raro.

—¿Qué es lo raro?

—Que parece estar igual que siempre y sin embargo todo es tan distinto.

Rocío parece recuperada, y si bien Pablo no pudo resistir la tentación de dar lugar a su padecimiento, ha ido hasta allí en busca de respuestas, y ya es hora de empezar a buscarlas.

La voz ausente
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