– I –

El invierno porteño tiene algo de sublime. En esa estación, Buenos Aires expone su rostro más bello. La gente camina apresurada intentando escapar del frío, y el aire se llena de un intenso olor a café.

Él recuerda otros inviernos, allá lejos, en el campo, cuando la escarcha volvía blancos los antiguos verdes del pasto y la niebla era una mágica cortina que desfiguraba los paisajes más familiares.

De niño, adoraba el ritual de atar cada mañana el caballo al sulqui para ir hasta el pueblo en busca de provisiones. Lo tomaba de las riendas y lo acariciaba, mientras su padre colocaba los arneses que transformaban el carruaje y el animal en una misma cosa. Le gustaba sentir la potencia de esos músculos enormes, y el sudor que dejaba en sus manos un olor primitivo y salvaje. Ya en el camino, el golpe de los cascos contra el suelo generaba un ritmo hipnótico en el que se perdían sus pensamientos en tanto que, con su respiración, el percherón echaba nubes de humo a su trote. En realidad, no era un caballo sino una yegua, La Baya, nombre que provenía de su pelaje blanco amarillento. Se trataba de un ejemplar añoso, y había escuchado a uno de los peones decir que, seguramente, pronto la enviarían al matadero. El hombre le contó que la carne de caballo se utilizaba para hacer mortadela. Pablo nunca supo si aquello era cierto o no, porque era bastante común que los paisanos le jugaran bromas debido a su edad.

—Usted es muy ingenuo, Gaucho —solía decirle su abuelo.

Sea como fuere, la sola idea de imaginar a La Baya hecha fiambre lo angustiaba tanto que, en más de una oportunidad, había sido parte de alguna de sus pesadillas. No sabía si eso había ocurrido o no, pues su familia abandonó el pueblo antes de que el animal muriera, y ahora el campo no era más que el escenario mítico en donde se jugaban sus recuerdos. Su presente es bien distinto. Es la ciudad, los colectivos, el ruido, ese andar acelerado que define sus días, y ese amigo que agoniza en una cama de la avenida Córdoba.

Bajó del subte en la estación Facultad de Medicina y subió las escaleras hasta la calle. El impacto del aire frío lo reconfortó y le recordó que, a pesar de todo, seguía vivo. Había andado con premura los pocos metros que lo separaban del Hospital de Clínicas y ahora estaba allí, en ese décimo piso que alberga al mismo tiempo la angustia y la esperanza.

 

—¿Dante Santana? No, no me suena. ¿Y a vos, gallega?

—Tampoco. No conozco a nadie que lleve ese nombre.

—Lo imaginé —añade Pablo con gesto resignado—, pero debía preguntarles.

—¿Y dices tú que ese es el hombre que le disparó a José?

—Estoy convencido de que es así.

—¿Y cómo podés estar tan seguro, Rubio?

—Es largo de contar, pero confiá en mí. ¿Aquí hubo alguna novedad?

—Sí. Hace un rato pasó Uzarrizaga y nos dijo que a la noche van a operar al Gitano.

—¿Ya?

—Sí. Supongo que cuanto antes, mejor, ¿no?

—No sé, pero si él lo decidió, seguramente debe ser así.

Una enfermera que pasa lo mira y sonríe. Helena le guiña un ojo.

—¿Viste? Parece que seguís teniendo levante.

Él se ríe y acaricia con suavidad la cabeza de Candela que lo observa con dulzura.

—¿Sabes? José y yo teníamos preparado un viaje a Andalucía contigo.

—¿De verdad? No sabía nada.

—Porque era una sorpresa. Queríamos festejar tu cumpleaños invitándote unas tapas en el mismo lugar en que nos conocimos.

—¿Y ni siquiera iban a preguntarme si podía ir?

—Lo mismo le dije yo, pero ya sabes cómo es él.

—Claro que lo sé —contesta y su voz se quiebra sin que pueda evitarlo.

—Bueno, che —los interrumpe Helena—, a ver si cambian esa cara que, al menos por ahora, todavía no ha muerto nadie.

En ese momento, la puerta de Terapia se abre y aparece un hombre vestido de celeste arrastrando una camilla. Al ver a Uzarrizaga caminando a su lado, se levantan de un salto. Candela sale corriendo y, al llegar a ellos, se detiene de golpe.

—Es José.

—Sí —responde Pablo al tiempo que encara al médico—. Ramón, ¿a dónde lo llevan?

—Al piso doce, cirugía. —Mira el gesto asustado de su exalumno e intenta calmarlo—. Pablo, sabés que no tenemos margen de espera, y todos los análisis indican que Heredia está en condiciones de ser intervenido.

—¿Eso quiere decir que no hay riesgos? —lo interroga la joven.

La voz del médico adquiere un tono profesional.

—No, señora. Ojalá pudiera decirle eso, pero le estaría mintiendo. Su marido atraviesa un estado crítico.

—Pero acaba de decirnos que…

—Que está en condiciones de afrontar la cirugía, solo eso. Pero es una operación complicada.

—¿Y qué es lo que van a hacerle?

—En principio, intentaremos extraerle el proyectil. Sin embargo, en casos como estos, todo depende de lo que encontremos al abrir. Si quieren, puedo hacerles un dibujo para que entiendan mejor de qué se trata.

Pablo teme que las explicaciones asusten aún más a Candela y lo interrumpe.

—No es necesario. Confiamos en usted.

—Gracias. Les prometo hacer todo lo que esté a mi alcance para que José supere esto. Pero no quiero ilusionarlos, ya no depende únicamente de mí.

—Tranquilo, profesor. Lo entendemos.

—Hablá por vos, Rubio. Porque lo que es yo, no entiendo nada.

El médico ignora el comentario de Helena y lo palmea.

—¿Querés estar en el quirófano?

Pablo niega con un gesto.

—Me gustaría, pero yo tampoco tengo mucho margen si quiero descubrir lo que pasó.

—Bueno, vayamos cada uno a lo suyo, entonces. —Mira fijo a las mujeres—. Ustedes, mejor vayan a dormir un poco. Es una intervención delicada que puede llevar entre seis y nueve horas.

—¿Tanto?

—Sí. Por eso, si pueden, descansen, que la noche va a ser larga. —Se despide con gesto amable, mientras todos se ponen en marcha. Candela, con los ojos marcados por el llanto, sostiene la mano de su marido hasta que llegan al ascensor. Una vez allí se detienen, y la voz del médico suena terminante.

—Hasta aquí llega usted, señora.

Ella se inclina y sus labios quedan a la altura de José. Lo besa con suavidad y le susurra:

—Sé fuerte, mi amor, que cuando salgas, estaré esperando por ti.

Segundos después, el ascensor se cierra dejándolos mudos y con una fuerte sensación de angustia.

—Tiene razón Uzarrizaga —señala Pablo—. Vayan, que aquí no hay mucho que podamos hacer por ahora.

—¿Y vos?

—Yo voy a mi casa, Helena.

—Hacés bien, también tenés que descansar un poco.

—Eso no va a ser posible.

—¿Por qué?

—Porque hay algo que no puede esperar.

La voz ausente
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