– XV –
Por lo que pudo averiguar, José atendió normalmente hasta las 17.45 horas. Al menos, los pacientes a los que Rouviot contactó certificaron eso. Quienes debían verlo después manifestaron haber tocado en vano el timbre del consultorio. Todos menos uno, precisamente el de las 17.45, al que no pudo encontrar en su celular. Busca su ficha y hace el llamado. Bermúdez atiende de inmediato.
—¿Y, tiene alguna novedad?
—No lo sé, todavía. Pero hay un paciente que debería haber concurrido a las seis menos cuarto de la tarde y no logré ubicarlo: Hernán Hidalgo.
—¿Y qué lo convierte en sospechoso?
—Que después de esa hora nadie más pudo contactar a José. A lo mejor no es nada importante, pero es lo único que tenemos.
—Muy bien. ¿Y cómo quiere que hagamos?
—Acabo de mandarle un mail con sus datos para que vea si puede averiguar algo. Ahí tiene todo lo que necesita: nombre completo, edad, número de documento, domicilio y teléfono. Mientras tanto, yo sigo buscando en los archivos de la computadora.
—De acuerdo. Ya mismo echo manos al asunto y ni bien tenga alguna novedad lo llamo.
Pablo corta y mueve el mouse para reactivar la pantalla. Una de las carpetas llama su atención: Sevilla. La abre y comprueba que contiene fotos del viaje que José y él hicieron juntos hace un par de años. El recuerdo le dibuja una sonrisa.
Era la primera vez que Rouviot visitaba esa ciudad. Ya en el aeropuerto, el Gitano desbordaba de agitación.
—No lo vas a poder creer, Pablito. Es un lugar único, soñado. El olor de los naranjos, las calles azulejadas, el parque de María Luisa y…
—Bueno, tranquilo. Por ahora me conformo con encontrar un taxi que nos lleve al hotel. Estoy muerto de cansancio.
—No hay caso, no puedo creerlo.
—¿Qué cosa?
—Que estés acá, en este sitio mágico, y lo único que pienses sea en llegar a tu habitación para desarmar la valija y recostarte un rato. Dejate de joder, Pablo, y abrí los ojos que vas a ver una de las bellezas más grandes del mundo.
Minutos después iban en un auto de alquiler camino al hotel cuando el conductor los interrogó.
—¿Prefieren ir por adentro o por la costa?
—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Rouviot.
—Que por adentro es un poco más corto, pero se pierden la vista del río.
—¿Qué río?
El chofer frenó de golpe y volteó para mirarlo. José hizo lo mismo.
—¿Cómo qué río, pelotudo? —lo increpó.
—El Guadalquivir —sentenció el hombre casi ofendido.
Pablo los miró asombrado y su amigo, intentando distender el clima, le pidió al taxista que tomara por la ribera.
—Perdónelo, es que el pobre no sale muy seguido.
—¿Puedo saber por qué se puso así? —le murmuró Pablo al oído.
—Porque lo ofendiste.
—¿Con qué lo ofendí?
José lo miró con un gesto de reprobación. Minutos después, mientras bajaban en la puerta del hotel, Rouviot, como al pasar, interrogó al conductor.
—Disculpe que le haga una pregunta. ¿Usted sabe dónde está y cómo se llama el río más ancho del mundo?
El hombre negó con un gesto.
—Y si usted no sabe eso, ¿por qué debería saber yo el nombre de este arroyo de porquería?
Horas más tarde, mientras cenaban, el Gitano no podía dejar de reír al recordar la escena.
—El tipo te quería matar. El Guadalquivir es uno de los orgullos de Sevilla. Por este río llegaban las carabelas de los conquistadores trayendo el oro de las colonias. Precisamente en Sevilla está la Torre del Oro, que se llama así porque allí se almacenaban las riquezas que llegaban de América.
—No esperarás que me conmueva por eso —le contesta Pablo—. Recordá que por línea materna soy descendiente de indios. Pero, más allá de su importancia histórica, no deja de ser apenas un laguito de mierda comparado con el Río de la Plata.
José soltó una carcajada.
—No hay caso, sos tan argentino. Ni sé para qué te saco a conocer el mundo. Eso, por ejemplo —señaló una hermosa cúpula que asomaba por sobre el resto de las construcciones—. ¿Sabés qué es?
—No.
—Es el campanario de la Catedral de Santa María de la Sede.
—Qué raro, no lo había ni sentido nombrar.
—Seguro que sí. Lo que pasa es que nadie lo llama así.
—Ah, no. ¿Y cómo le dicen?
José se puso de pie con un gesto teatral e hizo una reverencia.
—La Giralda.
—Ahora sí. ¿Y por qué le pusieron ese nombre?
—Porque gira, Pablito: es una veleta. Mide más de cien metros y en una época fue la construcción más alta de España y una de las más elevadas de toda Europa —le cuenta eufórico—. Como casi todo en Andalucía, está superpuesta a un antiguo edificio árabe, en este caso una mezquita. Así que brindemos, compañero, y demos gracias por estar compartiendo este momento. ¡Salud!
—¡Y olé! —bromeó Pablo.
La foto que tiene ante sus ojos retrata aquel brindis. Se los ve sonrientes y abrazados, con una copa de vino en la mano, mientras José señala hacia El Giraldillo, la escultura que corona la Catedral de Sevilla.
El sonido del teléfono lo saca de su recuerdo.
—Hola.
—¿Lo interrumpo?
—No, Bermúdez. Dígame, ¿pudo averiguar algo?
—Sí, dos cosas. La primera es que Hernán Hidalgo es el hijo mayor de una familia muy adinerada. Su padre, Raúl, es ingeniero y su madre, María Laura Lozano, una reconocida crítica de arte. El matrimonio tiene además una hija, Rocío, tres años menor que Hernán. La familia vive en Barrio Parque, en la calle Juez Tedín. Conseguí incluso un teléfono de línea que no figuraba en la ficha que me pasó.
—Bueno, muy bien. Pero dijo que había averiguado dos cosas. ¿Cuál es la segunda?
—Que su amigo debe ser el mejor psicólogo del mundo.
—¿Por qué dice eso? —pregunta notando un dejo de ironía en la voz del policía.
—Porque es capaz de atender hasta a los muertos.
—No entiendo —balbucea Pablo después de unos segundos.
—Como lo escucha, Rouviot. Hernán Hidalgo, el paciente que Heredia estuvo atendiendo todo este tiempo, lleva muerto varios meses.