– XI –

No puede ser.

—Pero es.

—Entonces, no entiendo.

—¿Qué es lo que no entiende?

—Por qué no aparece nada en los registros su salida del hogar. ¿Está seguro de que le enviaron los correspondientes a las fechas que pidió?

—A ver. En primer lugar, no me enviaron nada, me los leyeron por teléfono. Pobre Olga, la tuve un montón de tiempo en la línea. Como le dije, nada de eso está digitalizado y se imagina que no le iba a pedir que se pusiera a tipear cada hoja para mandármelo por mail.

Pablo se siente frustrado y ansioso.

—Por favor, Bermúdez, ¿podría contarme todo de nuevo?

—¡Mire que es duro, usted! No es tan difícil de comprender. Olga es una amiga que trabaja en el ministerio que coordina los institutos de menores de la provincia. La contacté y le pedí que me hiciera el favor de buscar las carpetas del hogar en el que estuvo Santana, y la verdad es que se portó muy bien, porque me llamó enseguida.

—Se ve que lo quiere mucho, que son muy amigos.

—Pongalé —responde y calla.

—A no ser que, en algún momento, hayan tenido alguna historia —lo provoca interpretando el silencio.

—Y si fuera así, ¿cuál es el problema? ¿O se piensa que es el único que puede levantarse una mina?

—No, para nada. Usted es un tipo interesante, tiene unos ojos muy atractivos y…

—Y si me sigue cargando lo llamo a Ganducci y le digo que cierre el caso.

—No se enoje —bromea Pablo.

—Bueno, déjese de boludeces, entonces, y vayamos a lo nuestro. La cuestión es que, de los legajos de la década del 80 casi no quedaba nada. Parece ser que los milicos, antes de irse, destruyeron todo. Lo poco que quedó lo destruyeron después sus colaboradores.

—¿Y por qué harían eso?

—Porque no querían dejar huellas. Se ve que usaban esos lugares para blanquear algunos hijos de desaparecidos, ¿entiende? Los internaban unos meses ahí, y después los daban en adopción, o los vendían. Así que olvídese de encontrar algo de esos años. Pero los archivos que van del 1998 al 2003 sí estaban, y no hay ningún registro de salida a nombre de Dante Santana.

—A lo mejor nos confundimos con los años.

—También lo pensé, por eso le pedí que me leyera desde el 96 hasta 2005, para ampliar la búsqueda.

—¿Y?

—Y nada. Este tipo no figura en ningún lado.

—Pero, la puta madre.

—Epa. —Ríe.

—¿Qué?

—No, nada. Me alegra saber que es humano, que se enoja y se permite una puteada cada tanto. Siempre se lo ve tan compuesto.

—No me joda, por favor. Lo que me está contando es una muy mala noticia.

—No sé si es tan mala. —Se toma un respiro antes de continuar—. Mire, que Santana estuvo allí es un hecho. Tenemos testigos y también algunas fotos que lo prueban. Y, en definitiva, saber la fecha exacta en que se fue, excepto que lo hubiera retirado algún responsable, cosa que dudo, o tuviéramos una dirección, tampoco nos servía de mucho.

—¿Entonces?

—Creo que, al contrario de lo que piensa, que no aparezca en ningún lado es una buena noticia.

—¿Me explica eso? —pregunta asombrado.

—Mire, si todo estaba en regla, solo obteníamos la fecha de egreso del hogar y nada más. En cambio, que ese dato no figure nos abre algunos interrogantes, y me parece un horizonte mucho más prometedor, ¿no le parece?

Rouviot repasa lo que acaba de escuchar.

—Creo que tiene razón.

—Y eso nos marca un rumbo bastante claro.

—Francisco Mansilla.

—Exacto. El viejo es el único que puede darnos esa información.

—¿Y la tendrá?

—Debería, después de todo, en esa época era el director del hogar, y por lo que vi, tiene muy buena memoria. ¿Qué le parece?

Bermúdez se queda callado, para dejar que el psicólogo complete la idea en su cabeza.

—Nos mintió.

—Yo no diría tanto, vio cómo es esto. Uno puede decir la verdad, pero no toda.

—Usted piensa que lo que nos dijo es cierto, pero se guardó algunos datos. Ahora, la pregunta es: ¿por qué?

La voz del hombre denota satisfacción.

—Veo que ha llegado al quid de la cuestión. Y no sé usted, pero yo estoy convencido de que ese anciano bueno y simpático esconde algo.

—Tiene razón, deberíamos llamarlo.

—¿Qué? —Estalla en una carcajada—. Ah, bueno, usted es más boludo de lo que yo creía.

—¿Por qué me dice eso?

—Porque lo mando a espiar y toca el timbre. No, Rouviot, no hay que llamarlo, tenemos que caerle de sorpresa. Seguro que el viejo sabía que, más tarde o más temprano, nos íbamos a avivar de que escondió información.

—¿Y qué puede hacer?

—No sé, pero no le vamos a dar tiempo para que lo haga.

Medita un instante.

—Tiene razón. Salgamos ya mismo para allá.

—Pasa que esta vez no lo puedo acompañar. Tengo una piba en el hospital que está agonizando por la paliza que le dio el esposo. El tipo está fugado y, encima, la chica es pariente de un concejal de la zona, así que no me puedo mover de acá hasta dar con él. Igual, no creo que demore demasiado.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque no es un profesional, sino un enfermo. Es cuestión de horas, pero si me ausento de la comisaría antes de encontrarlo, me linchan. Así que va a tener que buscarse otro chofer.

En ese momento, Sofía camina hasta él y se sienta a su lado. Se acaba de bañar, su pelo ya está seco y atado en esa coleta que a él tanto le gusta y, a excepción de su vestimenta, que se limita a la camisa blanca de Pablo, parece estar lista.

—Bueno, suerte con lo suyo, y relájese. Creo que puedo solucionar ese tema.

—Me alegro. Eso sí, no pierda ni un minuto, y manténgame informado.

—Así será.

Como de costumbre, el subcomisario corta antes de recibir el agradecimiento. La joven lo mira y lo acaricia.

—¿Pasó algo? Te noto preocupado.

Él le toma la mano y la besa. Se detiene un instante y evalúa si hace bien en involucrarla en un tema tan turbio, pero no le queda otra alternativa.

—¿Tenés algo que hacer ahora?

—Nada muy urgente. Iba a pasar por la facultad a entregar unos apuntes y devolver algo que agarré equivocado del escritorio, pero puedo hacerlo mañana.

—Bien. ¿Sabés manejar?

—Obvio —responde sorprendida.

—¿Y tenés auto?

—Sí, tengo.

—Bueno. —Suspira—. Entonces, vestite que me tenés que llevar a un lugar.

Ella se ríe.

—Hecho, me encantan las sorpresas.

—No creo que este sea el caso.

—¿Por qué? ¿A dónde vamos?

—A General Lemos —le responde.

—¿Y dónde queda eso?

—A unos cuatrocientos kilómetros.

Lo mira extrañada.

—¿Puedo saber qué vamos a hacer allá?

—Vamos a develar una verdad. Una verdad que, si no me equivoco, lleva oculta demasiado tiempo.

La voz ausente
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