– III –

En una humilde parrilla de General Lemos, los dos forasteros están sentados a la mesa. Bermúdez levanta uno de los panes de su sándwich, riega una cantidad exagerada de chimichurri, vuelve a colocar la tapa y, con cara de satisfacción, arremete contra el choripán. Percibe la mirada de su compañero de viaje y lo interroga.

—¿Qué pasa?

—No, nada. Solo que no sé cómo puede comer en una situación como esta.

—¿Una situación como esta? Déjese de joder, Rouviot. Yo he tenido que comer con un cadáver al lado, es parte de mi trabajo. ¿Y sabe qué? A usted no le vendría nada mal picar algo. Se lo ve demacrado y, no se ofenda, pero uno no puede alimentarse a café. —Pablo asiente y mira el reloj—. Tranquilo, todavía tenemos tiempo.

—¿Está seguro de que va a saber llegar hasta la casa de Mansilla? A lo mejor, le tendríamos que haber pedido a Andrade que se quedara con nosotros.

—Relájese. Andrade tenía que hacerse cargo de la comisaría. Además, en este papel, me dejó anotada la dirección. Esta ciudad no es más que un pueblo grande y, aparte, el tipo vive a una cuadra de la plaza principal. No hay manera de que nos perdamos. Basta mirar hacia arriba, divisar la punta de la iglesia y listo. Al lado debe estar la municipalidad, el teatro, el hotel, y a cien metros la casa de Mansilla.

El teléfono de Pablo se ilumina. Es una llamada de un número que no tiene agendado, pero que sin embargo reconoce.

—Disculpe. —Se pone de pie y se aleja unos metros—. Hola.

—Hola. ¿Y, cómo va eso?

—Creo que bien. El viaje valió la pena, averiguamos algunas cosas importantes.

—Me alegro, entonces. Hubiera sido una pena que te fueras tan temprano por nada.

—¿Y vos?

—Aquí estoy, tomando el desayuno y mirando el bosque mientras curioseo en tu biblioteca.

—Qué bien. Se te escucha cómoda.

—¿Cómoda? Sería más acertado decir que estoy conmovida, y por eso te llamo.

—No entiendo.

De pronto la voz adquiere un tono serio.

—Lo que pasó ayer fue hermoso, y si por mí fuera, me quedaría esperándote acá, envuelta en la camisa blanca que me prestaste. Pero no soy una nena, y sé que estas cosas pueden pasar sin significar nada más que un hermoso encuentro sexual. Si es así, me ducho, me visto, te dejo la llave abajo con el empleado de seguridad y nunca vas a saber nada más de mí. Eso sí, la camisa me la llevo.

—Una especie de trofeo de guerra —bromea.

—Podría decirse, aunque de esta batalla me iría muy herida.

Y, así como no entiende que Bermúdez pueda tener hambre en esta circunstancia, tampoco comprende la felicidad que experimenta al escucharla.

—Sofía, esperame.

Pausa.

—Es todo lo que quería saber. Y gracias.

—¿Por qué?

—Por llamarme Sofía. Tal vez te suene un poco narcisista, pero me encanta mi nombre.

—Es muy lindo, y alude a la sabiduría.

—Por eso mismo, detesto que me digan Sofi. —Sonríe.

—¿Qué pensaste?

—Que cuando hicimos el amor, todo el tiempo me llamaste así: Sofía. ¿Puedo pedirte un favor?

—Sí, por supuesto.

—No dejes de hacerlo nunca, me encanta cómo suena en tu voz.

Tiene la tentación de seguir hablando, pero ve que el policía ya está pagando la cuenta y comprende que es hora de partir.

—Me gustaría conversar un poco más, pero…

—No te preocupes —lo interrumpe—. Tenemos tiempo, Pablo, y vamos a aprovecharlo. Entonces, en un rato me visto y me voy a dar clases a la facultad. Eso sí, con tu permiso, me llevo las llaves.

—Me parece bien.

—Y vos andá, hacé lo que tengas que hacer, y hacelo bien.

La frase suena a estímulo, pero también a mandato. Corta sin decir nada y la mano curtida de Bermúdez lo palmea.

—¿Me parece a mí, o era un llamado importante?

Él lo mira y enfrenta la hondura de esos ojos azules.

La voz ausente
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