– XIII –
Esta vez ni siquiera tuvieron la gentileza de ofrecerle un café o invitarlo a que tomara asiento. Los tres permanecen de pie en el living.
—Bueno, licenciado, no perdamos tiempo —lo encara Raúl de mal modo—. ¿Qué es eso tan importante que tenía para decirnos acerca de la muerte de nuestro hijo?
El hombre de gesto huraño lo intima a una sinceridad que no admite dilaciones, y es lo que va a darles.
—Me pareció que, para ustedes, sería importante saber que lo de Hernán no fue ni un accidente ni un suicidio. Hernán fue asesinado.
Se los dice así, directo, como si se quitara un peso de encima, y sus palabras los atraviesan como una daga. El gesto extraviado de Raúl Hidalgo y la sorpresa de su mujer son la respuesta inmediata a lo que acaban de escuchar.
—Pero ¿de qué está hablando? —protesta, mientras su esposa trastabilla y se sienta.
Pablo se vale de la situación y, como si fuera el dueño de casa, toma una jarra que está sobre la mesa baja, vuelca un poco de agua en un vaso y se lo acerca. Laura lo acepta sin reaccionar todavía, y él aprovecha para ubicarse en el apoyabrazos del sillón individual. Los hombres se miran con dureza. Por fin, Raúl se acomoda junto a su esposa y la abraza.
—Rouviot, a mi hijo lo encontraron muerto en la calle a causa de una sobredosis de drogas.
—Sobredosis que no consumió voluntariamente.
—¿Y usted cómo está seguro de eso?
El psicólogo no puede perder tiempo en explicarles cómo llegó a esa conclusión. Además, no sería extraño que dudaran de su teoría, después de todo no es más que una hipótesis cuyo único basamento son algunos retazos de sesiones grabadas en una notebook, el asesinato de dos personas que ni siquiera conocen y un sueño. Por su trabajo como crítica de arte, Laura está acostumbrada al lenguaje simbólico, en cambio su marido es un hombre estrictamente racional. Y, por la forma en que llegó a deducir lo ocurrido, Pablo tiene una opción de contentar a ambos. Pero antes, necesita darles una prueba más contundente, y, con temor, decide jugar una carta. Una carta que, de no ser la ganadora, derrumbaría por completo el castillo de naipes que ha construido.
—Antes de contestarle, déjenme hacerles una pregunta. ¿Quién recibió las pertenencias de su hijo cuando les entregaron el cuerpo?
—Yo —responde la madre.
—¿Las examinó? —Ella asiente—. ¿Recuerda de qué se trataban?
—Sí, más o menos, piense que estaba shockeada. Ese día, él había ido a la facultad y llevaba su bandolera llena de apuntes, lápices, resaltadores, ese tipo de cosas. También los documentos, y no sé qué más.
—¿Es posible que llevara un libro?
—Sí, claro. Varios. Pero ¿eso qué tiene de raro?
Por toda respuesta, Rouviot extrae de su bolso Diario de un seductor y se los muestra.
—¿Me equivoco si afirmo que este ejemplar estaba entre sus cosas?
Los ojos de Laura se llenan de lágrimas.
—No, no se equivoca. Yo misma puse todo sobre la mesa de mi estudio, era lo último que él había tocado. Le juro que esas cosas todavía conservaban su olor. —Solloza—. Pero, como le dije la primera vez, en un momento decidí que debía dejarlo ir. Entonces, se las di a Andrea, la mucama, para que las llevara a Palermo.
Sorprendido, el hombre lo interroga.
—¿Cómo lo supo?
—Porque, cuando fui al departamento de Hernán, advertí que su hijo era muy meticuloso y ordenaba sus pertenencias de un modo extremadamente obsesivo, en especial sus libros. Este en particular no estaba acomodado siguiendo ese orden, y supuse que no había sido él quien lo había guardado. Al principio creí que era probable que se tratara del libro que estuviera leyendo justo antes de morir y que ustedes lo hallaran sobre su mesa de luz, o su cama. Sin embargo, algo me hizo cambiar de opinión.
—No lo entiendo.
Satisfecho por haber captado su atención y, sobre todo, por comprobar que su teoría era cierta, decide que es el momento de dar vueltas el resto de las cartas.
—Les juro que estos días han sido un calvario para mí. Anduve de un lado para otro intentando entender qué era lo que había pasado. Sabía que mi amigo era incapaz de suicidarse y me pregunté quién y por qué habría querido matarlo.
—¿Y dónde entra nuestro hijo en lo que nos está contando?
—En que la misma persona que atentó contra José es la que mató a Hernán. —Registra la conmoción que ha generado, pero aun así continúa—. Y hay al menos dos crímenes más. Se trata de un asesino serial, alguien que arma las escenas para fingir que sus víctimas se quitaron la vida por voluntad propia y, antes de retirarse, deja un libro junto a sus cuerpos a modo de sello personal. Libro que, por supuesto, tiene algo que ver con la relación que lo unía a la víctima. —Los mira. No va a hablarles de El problema final, La Biblia o El Lazarillo de Tormes, pero sí del ejemplar que tiene en la mano—. Este es un libro de Kierkegaard. Se dice que lo escribió luego de su conflictiva historia de amor con una joven llamada Regine Olsen. Cuenta la relación entre un seductor, Johannes, y una muchacha ingenua llamada Cordelia. Toda la trama gira en torno a la mentira —remarca Pablo—. Johannes se siente enamorado ni bien la ve y pone en marcha un plan para enamorarla. La sigue a todas partes, averigua todo lo que puede acerca de ella, se relaciona con Eduard, el novio de Cordelia, y lo utiliza para influir sobre ella y conseguir que se enamore de él. Sin embargo, está decidido a lastimarla. Por eso, cuando consigue su amor, la abandona y la deja sola y angustiada.
Los Hidalgo se miran anonadados.
—No comprendo la similitud entre lo que nos cuenta y mi hijo —protesta Raúl.
—Les explico. El asesino, como Kierkegaard, pensó en realizar su obra después de una conflictiva historia de amor y, al igual que el protagonista de la novela, creó un mundo de engaños para acercarse a Hernán. Lo siguió, indagó todo lo que pudo, e incluso entró en contacto con una persona que su hijo conocía para acceder a él y enamorarlo. —Nota la tensión en el rostro del hombre, pero continúa—. Y de algún modo lo logró, aunque esta relación no pudo avanzar por algunos motivos. Motivos que tienen que ver con usted.
Raúl lo mira.
—¿Conmigo?
—Sí. ¿Sabe? Cuando visité el departamento de Palermo, no pude evitar detenerme en la imagen que estaba en el hall de recepción. Imagino que sabe de qué le hablo.
—Sí, claro —responde Laura—. La edad madura.
—Exacto. Una fotografía que Hernán tomó en el museo D’Orsay. Según me contó Rocío, él tenía gran admiración por la obra de Camille Claudel, pero creo que su sentimiento por ella iba mucho más lejos. Intuyo que, de algún modo, se había identificado con esa mujer abandonada que sufrió tanto a causa de sus amores prohibidos y que nunca pudo concretar sus sueños. Y ahora comprendo por qué le impactaba tanto esa obra en particular.
—¿Por qué? —lo interroga la mujer con interés.
—Porque, como notó su hija, muestra a una persona desgarrada que parece suplicarle a alguien que ni siquiera la mira. Como si no le importara nada de ella.
—¿Y yo qué tengo que ver con eso? —cuestiona Raúl.
—Mucho. Opino que usted es ese alguien por el que Hernán nunca se sintió mirado. Esa persona que tanto quería y a quien no le importaba nada de él.
—Pero eso no es cierto. —Se pone de pie, más angustiado que furioso—. Yo siempre lo amé.
—No siempre.
—¿Qué dice?
—Nada que no me haya confesado antes. Cuando hablamos, admitió que usted no quería adoptarlo y que solo lo hizo para satisfacer el deseo de su mujer. En esa ocasión le señalé que creía que nunca se había sentido el verdadero padre de Hernán.
—Sí, pero no porque no lo amara. Sino porque… —se interrumpe.
—¿Por qué? Dígalo.
El ambiente se enrarece y el silencio se vuelve pesado. Seguro de que no van a hablar, Pablo decide jugarse el todo por el todo sabiendo que, de lo que obtenga en esta conversación, depende que corrobore o no si ha descubierto la verdad.
—Usted sabía que su hijo era homosexual y no pudo aceptarlo.
—Pero ¿qué dice? —lo interpela Laura.
—La verdad.
—Eso no tiene sentido. A nosotros nunca nos importó la elección sexual de nuestros hijos.
—Quizás a usted no, pero a lo mejor su marido piensa diferente. Tal vez a eso se refería en realidad cuando dijo que no veía en él nada que se pareciera a usted.
Raúl desvía la mirada.
—De todos modos, lo que dice no tiene sentido —continúa acelerada—. Hernán estaba de novio con Sofía.
—Sí, claro. Un intento vano de complacer a su padre, algo tan importante para él que habría sostenido la farsa toda la vida. Pero no pudo, porque ella se dio cuenta de que algo no andaba bien, aunque nunca supo de qué se trataba. Además, había otra cosa. Desde hacía un tiempo, su hijo tenía una historia muy fuerte con un muchacho, Dante. Su asesino.
Por un momento, el eco de esas palabras resuena en el cuarto, hasta que la mujer se recompone.
—Pero, si ese chico amaba a mi hijo, ¿por qué lo mató?
—Porque Hernán se negó a jugarse por él. Fue mucho más fuerte su deseo de ser reconocido por su padre.
—¿Está insinuando que soy el culpable de la muerte de mi hijo? —lo increpa Raúl.
—No, el culpable es Dante. En cuanto al grado de responsabilidad que le cabe a usted en este drama, yo no soy quién para juzgarlo. En todo caso, tendrá que vérselas con su conciencia. —Hace una pausa y se escucha—. Y, ahora que lo pienso bien, creo que el libro que dejó en la bandolera de Hernán, también iba dirigido a usted. —El hombre lo interroga con la mirada—. ¿Sabe? Toda la obra de Kierkegaard es un llamado al compromiso que cada hombre debe asumir por las elecciones que toma, porque piensa que, en definitivas, esas elecciones lo definen. Creo que Santana quiso que usted se hiciera cargo del dolor que le causaba a Hernán. Lo cual me deja mucho más tranquilo.
—¿Por qué?
—Porque si este es el castigo que quiso darles, al menos no va a intentar lastimarlos.
A esta altura de la conversación, ya todas las defensas han caído y se miran con franqueza. Por eso, Pablo siente que puede ocuparse del verdadero motivo de su visita.
—Antes de irme, me gustaría hacerles solo dos preguntas.
Al escucharlas, Laura y Raúl se toman las manos y se miran en silencio. Luego de unos segundos, ella responde y le confirma lo que ya sabía.
Minutos después, sale a la calle con la sensación de que nunca más volverá a esa casa. Hace frío y una llovizna cae sobre Buenos Aires. Prende el celular y busca el contacto de Sofía. Ella atiende de inmediato, como si hubiera estado esperando la llamada.
—Pablo, por fin aparecés.
—Hola, ¿cómo estás?
—Bien, ya terminé de trabajar y quería saber si iba para tu casa o no.
—Me encantaría que lo hicieras.
—Bueno. —Se alegra—. Entonces, esperame, que en un rato llego.
—¿Dónde estás?
—En el garaje, retirando el coche. Pasa que me estoy demorando un poco porque hay un empleado nuevo y no conoce el auto, así que me pidió que subiera al segundo piso con él, para identificarlo.
El corazón de Pablo se acelera y una idea cruza su cabeza. Una idea demasiado siniestra para ser cierta.
—Esperá, no subas.
La interferencia hace que sus palabras suenen cortadas.
—No te entiendo. Estoy en la escalera del primer piso y aquí la señal es muy mala.
Y de pronto, mientras que un escalofrío le recorre el cuerpo, recuerda algo que la joven le comentó hace apenas unas horas.
—Sofía, el otro día me dijiste que tenías que devolver una cosa en la facultad. Algo que habías tomado por error del escritorio.
—Ah, sí. Nada importante, solo un libro que apareció en mi cartera: El retrato de Dorian Gray. Pero hoy pregunté y tampoco era de ninguno de mis alumnos.
Ahora sí, Pablo entra en un estado de desesperación.
—Salí de ahí ahora mismo… ¿Me escuchás?… Hola.
Pero es en vano que insista, la llamada se ha interrumpido. Es probable que, ya en el segundo piso, Sofía haya perdido la señal. Aunque también es posible que la realidad sea mucho más cruel.