– XXV –
—Llegamos al final del juego —sentencia Pablo—. Es hora de hablar de la última de tus víctimas, porque todavía queda una más.
De pronto, como si saliera de un prolongado letargo, el joven parece recomponerse y, repitiendo el gesto de Pablo, lo aplaude.
—Es usted brillante, lo felicito. El mejor rival que enfrenté en mi vida. Pero antes de darlo por vencedor tendrá que decirme algunas cosas.
—Por supuesto. ¿Qué querés saber?
—¿Cómo dedujo que éramos hermanos?
Rouviot piensa antes de responder.
—Al principio pensé que lo único que tenían en común era el hecho de haber estado en el mismo orfanato. Luego empecé a sospechar que había algo más: tenían, también, la misma sangre. —Se toma un segundo—. Dante, todo este caso ha sido para mí el intento de descifrar un jeroglífico muy complicado, donde cada detalle era importante. Por eso, traté de encontrar las coincidencias entre ellos, es decir, alinear cada pista que, por pequeña que fuera, me condujera en una misma dirección. Y en este caso, la primera de esas pistas fue tu confesión. Una confesión que, al principio, no fui capaz de escuchar.
—¿A qué se refiere?
—En una entrevista con José dijiste que no tenías nada de original y que eras el Hefesto de la familia. Y era cierto. No tenías nada de original porque había otro como vos, hijo de los mismos padres y abandonado en el mismo lugar. En cuanto a la broma mitológica, al principio me pareció solo un comentario erudito y pensé que, simplemente, estabas intentando seducir a tu analista. Pero a medida que te fui conociendo y, sobre todo, cuando descubrí que estabas compitiendo conmigo, cada dato se volvió trascendente. Recién entonces me puse a analizar la historia de Hefesto. El hijo legítimo de Zeus que, en medio de una discusión, tuvo la osadía de contradecirlo en favor de su madre y el Dios, enfurecido, lo arrojó desde el Olimpo haciéndolo caer muy lejos. Hefesto se rompió las piernas y, desde entonces, todos se burlaron de él, a quien llamaban «el cojo de ambos pies». Era el más feo y, sin embargo, el más noble y sacrificado de los dioses. Es decir que se trataba de un hijo rechazado, abandonado y maltratado por su padre, como vos. Calculo que, en esa línea se ubican Raúl, Cipriano y Mansilla.
—¿Qué tiene que ver Raúl, si ni siquiera lo conozco? —lo interroga.
Pablo sabe que Dante juega con él. Está esperando que cometa el mínimo error para adjudicarse la victoria, por eso avanza con cuidado.
—En ese mismo encuentro dijiste: No siento ser el hijo que un hombre como Raúl Hidalgo hubiera elegido tener. Y de hecho es así, porque cuando fue al hogar en busca de un chico para adoptar, no te eligió a vos, sino a Juan. Tal vez porque él tenía un año, vos en cambio ya tenías tres. Al menos eso dijiste en sesión al hablar de tu enamorado, que le llevabas dos años.
—No me diga que le alcanzó con eso para darse cuenta.
—Claro que no. Mi sospecha fue creciendo sin que me diera cuenta a medida que te escuchaba. Lo decías todo el tiempo.
—¿Qué decía?
Rouviot lo mira y comienza a citar algunas frases que Santana pronunció en relación a Hernán.
—Era la única persona en el mundo con la que podía ser yo mismo, la que podría entenderme y aceptarme como soy —susurró—. Y cuando José te preguntó por qué, respondiste: Porque es especial. Porque nunca habrá nadie en el mundo tan importante para mí. Y te entiendo, porque eras el único que sabía que ese era el destino que compartían: construir un vínculo de amor y ser una familia, y estabas dispuesto a todo para lograrlo. Esta vez no ibas a permitir que nadie, ni siquiera Hernán, se interpusiera en tu camino.
—¿Acaso no le parece injusto que nos hayan separado? —lo interroga Dante furioso.
—Por supuesto, pero así fue siempre Raúl. Un hombre caprichoso y dictatorial que le dio el gusto a su mujer, pero solo a medias: aceptó recibir un bebé, pero no dos. —Hace una pausa—. Laura Lozano, en cambio, es una buena persona.
—Sin embargo…
—Lo sé —lo interrumpe—. Lo dijiste con claridad: detrás de esa máscara de santa, no deja de apoyar las decisiones de su esposo. Y algo de razón tenías. Es probable que Mansilla te haya contado que, si hubiera sido por ella, también habrías sido un Hidalgo. Igual, entiendo que te indigne su sumisión. Si te hace bien saberlo, Laura nunca pudo perdonárselo.
—¿Y cómo lo sabe?
—Porque la conozco, y te aseguro que sé reconocer los rasgos de la culpa. También Sofía me contó que jamás la vio disfrutar de las cosas. Como si no se sintiera con derecho a ser feliz. Y, además, porque ella misma me lo dijo, a su manera.
—¿Qué fue lo que le dijo?
—Cuando hablamos, me confesó que cuando Hernán murió se enojó con Dios y con el mundo, porque no podía entender cómo era posible que algo le pasara a un chico tan único. Pero antes de pronunciar esa palabra, único, se detuvo, recuerdo que le tembló la voz, como si supiera que iba a decir una mentira. Porque ella sabía que su hijo no era único, que había otro al que no tuvo el coraje de rescatar, y le costaba vivir con eso. ¿Sabés? Cuando le mostré tu foto, la miró un rato largo, casi embelesada, y al final confesó que tenía la sensación de haberte visto en algún lado. Obviamente era así. Te vio durante toda su vida. En sus pesadillas, en sus fantasías de autocastigo y, en especial, en el rostro de su hijo. —Hace una pausa—. Ustedes se parecían mucho, ¿lo sabías?
Él asiente.
—Sin embargo, Hernán nunca se dio cuenta —comenta Dante.
Ahora, su mirada es calma y su rostro está relajado, como si al haber llegado a ese punto hubiera retomado el control de la situación. Rouviot sabe que Santana va a usar esa bala y está dispuesto a hacer todo lo posible para detenerlo.
—Entiendo tu enojo con ellos —continúa—. Como bien dijiste, no son más que dos personas a las que nunca le importaron tus sueños y que ni siquiera te dieron la oportunidad de conocerlos, e imagino que, para vos, eso fue como si te hubieran rechazado por segunda vez.
El joven lo mira extasiado, con gesto infantil.
—Su inteligencia es admirable. En especial, porque agregó a Hernán en la lista de mis víctimas. Creo que debe haber sido el caso más difícil de deducir, ¿no?
—Es cierto. Pero revisé muchas veces el relato de tus sesiones, hasta que al final pude escucharte: La mayoría piensa que se trató de un accidente, que se le fue la mano, pero sé que no fue así. —Le sonríe—. Claro que lo sabías, porque vos mismo lo mataste.
En ese momento, Rouviot comprende que se adentró en un terreno peligroso. Dante podría preguntarle acerca de cómo realizó ese crimen, y él no tiene la menor idea de cuál es la respuesta. Por eso se anticipa y, como al descuido, comenta.
—Ese fue el punto culminante de tu obra, una verdadera genialidad. Sé, porque se lo anticipaste a José al final de la última sesión que pude escuchar, que ibas a encontrarte con Hernán. Imagino que lo citaste en una confitería de la costanera con la esperanza de que hubiera cambiado de opinión. Por el contrario, te contó que le había propuesto a Sofía que se fueran a vivir juntos. Entonces, tu idea de caminar de su mano mirando el río se vino abajo y diste paso al plan B: matarlo. Hernán no consumía drogas, así que debiste administrársela sin que se diera cuenta, tal vez en alguna bebida. Pero no entiendo cómo conseguiste darle una cantidad tan grande como para que muriera.
Dante lo observa antes de responder.
—El secreto no fue la cantidad, sino la droga: fentanilo. Una sustancia que se consigue en cualquier veterinaria. Es de un opiáceo sintético que en principio se usó para disminuir el dolor en los enfermos terminales de cáncer y que hoy se utiliza en las mascotas. Es cien veces más tóxico que la morfina y mucho más potente que la heroína. Y además tiene una ventaja.
—¿Cuál?
—También se emplea para rebajar algunas drogas como las metanfetaminas o la cocaína. Así que solo tenía que echar en su bebida alguna de esas drogas y agregarle una cantidad exacta de fentanilo. Usted sabe, como yo, que la gente cree demasiado en el sentido común, y los médicos no son la excepción. Intuí que luego de la autopsia iban a pensar que la muerte se debía a una sobredosis de cocaína mal cortada, y no me equivoqué.
—Veo que pensaste en todo. ¿Puedo saber por qué José y no otro psicólogo?
Dante lo observa con picardía.
—Pobre Heredia, no tuvo nada que ver, se ve que era su destino. Cuando fui a buscar a Hernán a la facultad, luego de la discusión, nos fuimos a conversar a un bar.
—Jhonatan —recuerda Pablo.
—Sí. El que está en la esquina de José María Moreno y Formosa.
Pablo abre los ojos, sorprendido.
—A media cuadra del consultorio de José.
—Correcto. ¿Sabe lo que significa Jhonatan?
—No.
—Salvación. —Abre las manos con ingenuidad—. Yo no tenía la culpa de que justo en ese lugar hubiera una placa que indicaba que en el edificio atendía un psicólogo. Lo tomé como una señal y, a decir verdad, no llegó a salvarme, pero me ayudó mucho.
—Y, además, Jhonatan es otra de las versiones de Juan, ¿no es cierto? —pregunta Rouviot.
Dante lo mira pensativo.
—No lo había pensado.
—Quizás vos no, pero tu Inconsciente sí. ¿Sabés? Cuando entendí la lógica de tus crímenes pensé que habías dejado el libro de Kierkegaard junto a Hernán por su trama. Pero después entendí que, además, tenía que ver con el nombre de su protagonista, Johannes, es decir…
—Juan —completa la frase Santana y sus ojos se llenan de lágrimas—. Pablo, qué pena que esto termine acá. Creo que si lo hubiera conocido antes todo podría haber sido distinto. —Levanta el arma.
—No hagas una locura, Dante. Desde el principio, tu plan fue castigar a todos los que te habían separado de tu hermano. Tu padre biológico que los entregó, Mansilla que lo dio en adopción y se quedó con vos, los Hidalgo que te dejaron en ese infierno, Sofía, con quien él quería casarse, José que, de algún modo, para protegerte intentó desalentar tu amor y Hernán que no tuvo el valor de pelear por esa historia.
—Sí —confirma Dante.
—Pero esto puede terminar aquí —intenta convencerlo—. Ya contaste la tragedia, no hace falta que muera alguien más.
Ahora las lágrimas mojan el rostro de Santana.
—Lo siento, Pablo, ya es demasiado tarde.
Lo ve ponerse de pie y escucha el sonido que produce el arma al ser martillada. Un frío le recorre el cuerpo y, como si viniera de lejos, se oye la voz de Bermúdez.
—Bajá ese revólver o te mato.
—¡No! —grita Rouviot y, en su desesperación, se coloca entre ellos—. No dispare.
—¿Qué hace, se volvió loco? —lo increpa el policía—. Agáchese.
—No. No va a matarme. —E instintivamente se acerca a Dante—. Por favor, no lo hagas. No tiene por qué ser así.
Pablo observa al hombre que tiene enfrente, pero sus ojos miran mucho más lejos. Ve a su padre, que también pasó su infancia internado en un hogar. Si no lo hubiera rescatado el abrigo de esa mujer que lo amó tanto, es probable que, al igual que Dante, hubiese terminado enloquecido. Piensa además en cada uno de los chicos que sufren la injusticia de una vida miserable, los que ha visitado en hogares o reformatorios, los abandonados, los que piden plata o limpian vidrios en las esquinas, los que son echados de los bares por pretender vender flores o pedir un plato de comida y, piensa, sobre todo, en aquellos que en este mismo instante duermen en la calle muertos de frío y lo invade una fuerza que lo revela. Siente que no es justo, y no entiende cómo algunos pueden ser felices dándole la espalda a tanto dolor. Sabe que no puede hacer mucho por esos chicos, pero quizás sí por ese muchacho alucinado que ahora tiembla con el arma en la mano a dos metros de distancia. No quiere darse por vencido, al menos tiene que intentarlo.
—Dante —le dice con ternura—. Te juro que te entiendo. Sé todo lo que tuviste que soportar, y tenés derecho a una vida mejor, ¿me escuchás? Es cierto que a Raúl Hidalgo jamás le importaron tus sueños, y sé que pensás que tampoco le importás a nadie en el mundo, pero te equivocás. A mí sí me importás. A mí sí me interesan tus sueños. Vos le dijiste a José que con él podías hablar de casi todo. Bueno, te aseguro que conmigo vas a poder hablar de todo. Te conozco mejor que nadie. Por favor, dejame ayudarte… Confiá en mí.
Dante Santana respira profundo y lo mira con gratitud. Duda y, por un instante, parece aceptar su propuesta, hasta que su cara se relaja, recobra la calma y, emocionado, afirma en tono de pregunta.
—Pablo, ¿usted me reconoce?
También Rouviot está conmovido y, sabiendo que serán las últimas palabras entre ellos, responde con sinceridad.
—Claro, Dante. Claro que te reconozco.
Un segundo después se escucha un disparo y el ruido de un cuerpo que cae sobre uno de los cajones.