– V –
—¿Y dónde está Candela?
—Adentro. El médico de guardia le permitió pasar.
—¿Pero, qué les dijeron cuando les dieron el parte?
—La buena noticia es que está teniendo un posoperatorio sin complicaciones, le quitaron el respirador y José respondió muy bien.
—Entonces, ya está respirando por sus propios medios.
—Al menos, eso es lo que entendí.
—¡Vamos, Gitano, carajo! —exclama.
—La mala es que, a pesar de eso, todavía no sale del estado de coma.
Si algo aprendió después de tantos años como analista, es a tener paciencia y, aunque está nervioso y angustiado, intenta echar mano a esa experiencia para sobrellevar este momento.
—Démosle tiempo. —Hace una pausa—. ¿Cuánto hace que entró Candela?
—No sé. Cinco o diez minutos, no más.
Pablo sabe que las visitas en Terapia Intensiva son breves, por eso se encamina hacia la puerta y golpea.
—¿Qué hacés? —lo interroga su amiga.
—Quiero verlo.
—Pero solo se puede pasar de a uno.
—Lo sé.
—Entonces, dejá que se quede la nena. Por lo que vi, vos ya tenés quién te consuele.
—No me jodas, Helena. Si fuera por mí, le cedería todo el tiempo, pero necesito ver a José.
Su amiga percibe un dejo de preocupación en su voz.
—¿Seguís con el miedo al locked in?
—Sí.
—¿Y pensás que así, solo mirándolo, vas a poder diagnosticar lo que los médicos no pueden con toda su maquinaria?
—No lo sé.
La puerta se abre y una muchacha sale al pasillo.
—¿Señor?
—Buen día, vengo por el paciente Heredia, me gustaría pasar un minuto.
La joven chequea una lista que lleva en la mano.
—Ah, sí. Usted debe ser el señor Rouviot.
—¿Y cómo lo sabe? —pregunta con asombro.
—Porque el jefe de cirugía me avisó que era probable que viniera, y me pidió expresamente que lo dejara pasar. Tengo entendido de que es el psicólogo de Heredia.
Pablo y Helena intercambian una mirada rápida. Es claro que Uzarrizaga urdió esa pequeña mentira para habilitarle la entrada a la sala y el acceso a los informes. El Hospital de Clínicas es un lugar muy serio, y ni siquiera las eminencias como él pueden tomar decisiones que vayan en contra de lo estipulado.
—Le advierto que el paciente continúa comatoso.
—Lo sé, pero parte de mi trabajo en este momento es contener a la familia. Aunque no lo crea, mi presencia los ayuda.
Lo que dijo es estrictamente cierto. En circunstancias extremas, tanto el paciente como su entorno requieren de alguien que los escuche y pueda alojar su angustia para que la situación pueda afrontarse con menos sufrimiento. Por eso, ha intentado muchas veces impulsar una ley que prevea la presencia de psicólogos de guardia en las salas de Terapia Intensiva o unidad coronaria. Solo dos informes diarios implican demasiadas horas de incertidumbre cuando se enfrenta la posibilidad de perder la propia vida, o la de un ser amado. Sin embargo, todos sus intentos fueron sistemáticamente rechazados, y el argumento ha sido siempre el mismo: el dinero. Al parecer, las autoridades valoran mucho más el costo económico que el emocional.
La mujer se corre para darle paso.
—En este momento hay alguien con él —le comenta—. Pensé que se trataba de la hija, pero no, me dijeron que es la esposa. ¿Quiere que le pida que se retire?
—No hace falta, gracias. Es más, creo que le va a hacer bien verme.
—Como prefiera.
Lo acompaña hasta un box diferente al que Pablo había visitado antes. Al verlo, Candela se pone de pie de un salto y lo abraza. La médica los observa en silencio.
—Ya le dije que, en momentos como este, intento estar cerca de la familia.
Ella asiente y se retira, dejándolos solos. Rouviot se separa con suavidad, observa el entorno, y la escena que tiene enfrente le resulta desgarradora. Candela tiene los ojos hinchados de tanto llorar, está pálida y es evidente que en estos días ha perdido varios kilos. En la cama, lo que queda del Gitano; tiene la cabeza envuelta como si llevara un enorme turbante, de un trípode cuelgan dos bolsas de suero, otra conteniendo sangre, y al costado de la cama, un aparato muestra sus signos vitales.
—Ay, Pablo, tengo tanto miedo. No puedo siquiera imaginarme sin él. Esto es una puta mierda, José no lo merece. —Un chistido le indica que ha levantado demasiado la voz—. Joder —maldice—. ¿Que ni siquiera tengo derecho a enojarme?
—Claro que sí, Candela. —La acaricia—. Pero aquí todos están luchando por su vida, no solo el Gitano que, por lo que veo, lo está haciendo muy bien.
—¿Y por qué no despierta, entonces?
—No lo sé. Tenemos que tener paciencia y esperar. Mientras tanto, nosotros lo vamos a acompañar. Dale la mano, hablale, que sienta que estás aquí, a su lado.
Los ojos moros lo miran interrogantes.
—¿Tú crees que nos está escuchando y que tiene ese síndrome raro…?
—No lo sé —la interrumpe. No quiere ni pensarlo y, además, si fuera así, no puede permitir que José lo sepa. Podría dejar de pelear, al menos es lo que él haría si le pasara eso. Pablo se abre paso hasta la cabecera y se inclina sobre el rostro de su amigo. Siente su respiración lenta y suave, y miles de momentos compartidos se le vienen a la mente. ¡Cuánto lo quiere! Es alguien tan importante para él, que al igual que Candela, no puede imaginarse la vida sin José. Se arrima un poco más, e intenta que su voz no suene quebrada—. Estoy cerca, Gitano, ya casi lo tengo. Así que, descansá tranquilo… y despertá, carajo. Te extraño mucho, amigo, y tengo algo muy importante que contarte. Te vas a reír cuando te lo diga. Conocí a alguien.
—Pablo. —La urgencia en la voz de Candela lo sobresalta.
—¿Qué pasa?
—Que está llorando.
—¿Qué?
—Pues míralo. —Tiembla—. Está llorando.
Rouviot gira la cabeza y observa cómo una lágrima asoma del ojo izquierdo de José. ¿Lo habrá escuchado? ¿Estará consciente? Y si es así, ¿por qué no reacciona? De pronto la certeza de la tragedia lo inunda y un quejido escapa de su garganta.
—¿Qué está ocurriendo, ostia? —exclama Candela.
El grito llama la atención del personal.
—¿Qué pasa? —pregunta el médico de guardia.
Pablo intenta controlar la situación.
—Nada.
—¿Cómo que nada? Pasa que José ha escuchado lo que decíamos y se ha puesto a llorar. —Y sin pensarlo se arroja sobre la cama haciendo tambalear el trípode con las bolsas de suero y sangre—. ¿Me escuchas, mi vida… me escuchas?
Con un movimiento rápido, la enfermera evita que todo caiga al piso, y le habla con dulzura.
—Cálmese, señora. Puede que solo sea un acto reflejo.
La voz del doctor es mucho más dura y menos amable.
—Retírense de inmediato, por favor.
—¿Cómo que me retire? —protesta la joven.
Y al instante siente la mano protectora y la voz relajada que intenta tranquilizarla.
—Vamos, Candela. Es mejor así. Dejemos que hagan lo que tengan que hacer. Aquí solo estamos molestando.
Ella lo obedece sin pensarlo, y a los pocos segundos, salen nuevamente a ese pasillo que nunca habían pisado hasta hace poco, y ahora, en cambio, les parece familiar. Cuando Helena los ve venir desencajados, se pone de pie y siente que su corazón se acelera.
—Ay, Rubio, ¿qué pasó? —pregunta al tiempo que abre los brazos para que Candela se arroje sobre ella.
—No lo sé, tal vez nada.
—¿Cómo que nada? No me jodas, ¿querés?
—No te jodo. No sé. En un instante nos pareció que el Gitano nos escuchaba, se le cayó una lágrima y nos pusimos muy ansiosos.
—Entonces, ¿los escuchó?
—Puede que no.
—¿Cómo que no? ¿Y por qué lloró, entonces?
—Es que a lo mejor no lloró. —El gesto de la mujer es poco menos que un reclamo—. Calmate vos también, por favor —le ordena—. Es seguro que en breve le van a hacer unos estudios, y después nos darán los resultados. En este momento, lo único que sabemos en concreto es que está respirando sin ayuda, y que todavía no despertó.
—Pero eso te lo dije yo antes de que entraras —protesta su amiga.
—Bueno, y lo mismo te digo yo ahora que salí. Por ahora no hay cambios, y esa lágrima puede no significar nada. ¿De acuerdo?
—Si lo decís de ese modo…
—Bien. —Con un movimiento de cabeza señala a Candela—. Llevala a dar una vuelta. Tiene que despejarse, e intentá que coma algo.
—Sí, un puñado de tranquilizantes.
—No te hagas la graciosa. Andá, haceme caso.
—¿Qué, vos no venís con nosotras?
—No, tengo algo más importante que hacer.
Helena le clava una mirada de desaprobación.
—No se me ocurre qué, pero vos sabrás.
—Confiá en mí.
—Está bien. Vení, nena, vamos a tomar un poco de aire, que nos hace falta.
Los tres caminan por el pasillo rumbo a los ascensores en un mutismo absoluto. Entretanto, a pocos metros de allí, los médicos se preparan para realizar un examen cuyo resultado podría ser la certeza de que enfrentan un infierno.