– XII –
Sofía abre los ojos y, de inmediato, comprende dónde está. Se incorpora en la opacidad el cuarto, abre el placard, toma al azar una camisa de Pablo para cubrirse y se dirige al living. Allí está él, sentado frente a la computadora con los auriculares puestos. Un cuaderno y una lapicera descansan a su lado. Absorto en su escucha, no percibe a la joven que se le acerca, sin embargo, cuando siente su caricia en el pelo, lejos de sobresaltarse, se relaja. Pulsa el botón de pausa, se quita los auriculares y la mira sonriente.
—Me quedé dormida.
—Yo también, al menos un rato.
—¿Qué estás haciendo? —lo interroga.
—Escucho las grabaciones de las sesiones de Hernán… —Se corrige—. Perdón, de Dante Santana.
Ella asiente y lo besa con ternura. Luego camina hacia la cava y repasa los vinos.
—No hay caso, todos Syrah. —Él sonríe—. Esto tiene que cambiar, licenciado, y yo me voy a encargar de que así sea. Mientras tanto, tomemos este —le muestra una botella que Pablo trajo de un viaje que hizo a Mendoza con motivo de un congreso—. No será un Malbec, pero es muy rico.
Con toda naturalidad, abre los cajones de la cocina hasta encontrar el sacacorchos, luego busca en la alacena y saca un decantador. Abre el vino con destreza, lo vuelca en el cuenco, sirve un poco en dos copones y vuelve a la mesa.
—Quiero que brindemos.
—Bueno, pero esta vez elegí vos el motivo.
—Entonces, brindemos porque juntos vamos a encontrar al tipo que le hizo esto al Gitano. —Percibe su gesto extrañado—. Permitime que lo llame así. Sé que es privilegio de sus amigos, pero te juro que me lo voy a ganar.
Tiene el impulso de abrazarla, pero sabe que no hay tiempo para eso. Ya se ha permitido un descanso excesivo, y es hora de continuar. Sofía choca la copa, bebe y se sienta a su lado.
—No lo estiremos más. Saquémonos la duda de una vez. Dejame escuchar la voz de Santana.
Con el corazón acelerado, Pablo retira los auriculares, eleva el volumen de la notebook y reanuda la sesión que venía escuchando. Al instante, se oye la dicción clara y precisa del paciente que narra un hecho cotidiano.
—Yo había ido a buscar leña y algunas piñas para encender el hogar. El bosque está a unos cuatrocientos metros de la casa. Estaba atardeciendo, el aire tenía olor a pino, se oía el ulular de las lechuzas, las vacas mugían a lo lejos y comenzaba a aparecer el frío típico de Punta del Este en esa época. Al rato volví, y después de hacer el fuego, puse música en el equipo que está al lado de la biblioteca de mi padre, encendí las luces del parque y me quedé mirando cómo el sol se reflejaba en el lago.
El rostro de Sofía se ha puesto serio y, sin poder disimular su ansiedad, la interroga.
—¿Y, reconocés la voz? —Ella lo mira y niega—. Entonces, ¿por qué ese gesto? —pregunta con desilusión.
—Porque es claro que este hombre, Dante, estuvo en la casa de campo de los Hidalgo. Todo lo que refiere, la distancia al bosque, el hogar, el equipo de música junto a la biblioteca de Raúl, incluso el modo en que el sol brilla sobre la laguna, es demasiado preciso. Tiene que haber estado allí.
—Es posible que, simplemente, Hernán se lo hubiera contado.
—No. El olor a pino, el ulular de las lechuzas y el mugido de las vacas son cosas que debe haber percibido, de lo contrario no podría referirlas con tanta fidelidad. Y eso implica que tenían una relación muy cercana.
—¿Por qué?
—Porque Hernán solo compartía ese espacio con personas íntimas. Aunque sus padres no estuvieran, siempre lo consideró un ámbito privado y familiar. Así que, si lo invitó a esa casa, tiene que haberlo considerado un amigo.
—Lo cual acota bastante la búsqueda. —Se entusiasma.
—¿Por qué lo decís?
—Tengo entendido que no tenía demasiadas amistades.
—Es verdad, pero tampoco las compartía. Imaginate que ni siquiera yo, que como supondrás tuve mucho acceso a su vida, conocí a Santana.
Sabe que Sofía está en lo cierto, no obstante, se niega a que este nuevo dato no le aporte nada.
—A ver, pensemos. Si construyeron una amistad es obvio que compartieron tiempo juntos y, por supuesto, lo conoció en algún lugar, pero ¿dónde?
Ella piensa.
—La facultad, el club de rugby o la gente con la que salía a navegar, no mucho más.
—Bien. Entonces tendremos que ver si en esos lugares aparece su nombre. —Sin dudarlo, toma el teléfono.
—¿A quién vas a llamar?
—A la persona que me está ayudando en esta investigación.
El timbre suena tres veces antes de que la voz le responda.
—Hola, Rouviot.
—¿Qué dice, Bermúdez? Tengo algo que contarle.
—Dígame.
—La persona con la que le dije que iba a encontrarme me aportó un dato que puede servirnos.
—Bien. ¿Y quién es esa persona?
—Una muchacha.
—¿Y de dónde salió?
—Bueno —duda—, tenía una cierta relación con Hidalgo.
—¿Qué tipo de relación? ¿Era una amiga, la novia, la amante?
La pregunta le molesta, como si hablar de Sofía significara exponer una parte de sí mismo.
—Algo así.
—¿Algo así como qué?
—Ahora no importa eso, después le explico.
—Está bien —acepta el policía—. ¿Y qué le dijo esta chica?
—Que seguramente Santana tenía un vínculo de mucha confianza con Hernán, por lo que debe haberlo conocido en la facultad, el club de rugby, o en el yacht…
—¿En dónde?
—En el yacht.
—¿Y eso qué es?
—Un club náutico.
—Ajá. Pero suena como si se tratara de un entorno muy exclusivo.
—Sí, lo es.
—Entonces no me parece que se hayan conocido ahí.
—¿Y por qué no? —cuestiona con asombro.
—Porque no creo que en esos lugares dejen entrar a gente que no tiene estatus, dinero y ni siquiera una familia.
—No entiendo.
—Pasa que lo encontré, Rouviot. Encontré a Dante Santana.
Ahora sí, su pulso late descontrolado.
—¿Cómo, dónde, cuándo?
—Son muchas preguntas al mismo tiempo, y no puedo responderlas ahora. Pero sí puedo decirle algo: no hay una posibilidad en un millón de que ese muchacho haya accedido a los círculos en los que se movía Hidalgo.
—¿Y cómo está tan convencido de eso?
Pausa.
—Porque Dante Santana fue abandonado por sus padres a los tres años, criado en un orfanato y, desde que salió de allí, nadie ha sabido más de él.
—¿Y cómo hizo para ubicarlo?
—No fue fácil, pero, aprovechando mis contactos en Inteligencia, envié los datos que teníamos a todas las comisarías del país. Pensé que nadie me iba a dar bola, fue un tiro en la noche. Y, sin embargo, ¿adivine qué?
—No soy adivino, soy analista.
—Bueno, entonces le cuento. Aparecieron cinco personas con ese nombre. Una murió hace más de diez años, otra se fue a Brasil hace siete y nunca regresó, y tres viven acá, pero solo una de ellas tiene la edad de nuestro sospechoso. Se trata de alguien que creció en General Lemos, un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Creo que lo tenemos, Rouviot.
Bermúdez está excitado, Pablo, en cambio, ha aprendido a desconfiar de las buenas noticias, al menos hasta corroborarlas. Se hace un silencio prolongado. El policía no habla, y Sofía lo mira interrogante, pero él no puede emitir palabra, hasta que la voz del subcomisario lo rescata.
—Por eso no puedo responder a sus preguntas. Porque no se me ocurre ni dónde, ni cómo, ni cuándo, Hernán Hidalgo pudo haberse relacionado con un tipo así.
Una llamada entrante lo saca del asombro en el que está sumido. Es Helena.
—Bermúdez, tengo que cortar. Lo llamo en unos minutos.
—Hecho. Lo espero.
—Gracias. —Desplaza la flecha en el teclado y responde.
—Hola.
—Rubio, perdoná que te moleste, pero creo que tenés que venir para acá.
Teme preguntar. Justamente él, que siempre mira la verdad a los ojos, esta vez no quiere saber nada. Tiene miedo. A pocos centímetros, el gesto contenedor de Sofía parece comprender el infierno que lo recorre. Tal vez por eso lo toma de la mano y le susurra.
—Tranquilo. No importa lo que pase, voy a estar con vos. Yo también voy a cuidarte.
Por un momento siente el impulso de echarse en sus brazos y descargar toda su angustia, pero no puede. Hace mucho tiempo que no llora, demasiado, y no va a permitírselo delante de una mujer a la que recién conoce. Además, no debe aflojarse justo ahora, cuando por fin la sombra de Dante Santana comienza a tomar forma humana.