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Enciende la computadora. Es cierto que trabaja mejor en su consultorio, pero esta vez lo hace desde su casa. Ya casi no les queda tiempo. Bermúdez se fue hace unos minutos, acaba de hablar con Helena, quien le informó que no hay novedades, y Sofía le confirmó que pasará a verlo cuando salga de la facultad. Por lo tanto, lo mejor que puede hacer es avanzar con las sesiones.

Como es habitual, baja las luces, cierra los ojos y se entrega a la escucha de un relato que sabe falso, pero no tanto. Su experiencia le indica que, en análisis, aunque se mienta, siempre se dice algo de verdad.

Al igual que la vez anterior, los primeros encuentros pasan sin que aparezca nada importante. Dante habla de su carrera, de su supuesta infancia, e incluso comenta una charla con Rocío. Pablo se pregunta si Hernán le habrá contado algo de eso o si todo es producto de la mente enferma de Santana. Por suerte, José es lacaniano y las sesiones casi nunca se extienden más allá de los treinta minutos, lo cual permite que Pablo adelante con rapidez, hasta que en un momento percibe entusiasmo en el paciente.

—Creo que estoy enamorado.

—Nunca me comentaste que estabas viendo a alguien.

—Es que no quería decir nada hasta estar seguro de lo que me pasaba.

—Entiendo.

La voz se entrecorta, producto del nerviosismo.

—Es una persona muy especial, diferente a todas las que conocí.

—Pero ¿ya pasó algo entre ustedes o es un sentimiento solo tuyo?

—Si tener sexo es que haya pasado algo, entonces sí, pasó. —Pausa—. El otro día hicimos el amor.

—¿Y?

—Fue maravilloso, como si hubiera sido mi primera vez. ¿Te acordás que hace un tiempo, hablando de Sofía, te dije que con ella no me sentía pleno?

—Sí.

—Bueno, ahora fue muy distinto.

—¿En qué sentido?

—No podía dejar de tocar su cuerpo, acariciarlo y besarlo. Fue una experiencia rara.

—¿Rara?

—Sí, porque era como estar solo. Sentí esa libertad que solamente se alcanza en las fantasías.

—¿Cuando te masturbás, querés decir?

—Tal cual. Nada me daba vergüenza, todo estaba permitido y tuve la sensación de que por fin había encontrado alguien con quien podía ser yo mismo.

El relato se detiene, y José debe intervenir para invitar a su paciente a continuar.

—¿Y cómo se llama?

—Prefiero no decir su nombre.

—¿Por qué?

—Porque, por ahora, quiero que sea solo mío. ¿Sabías que los faraones egipcios tenían un nombre secreto que no conocía nadie?

—No. ¿Y por qué hacían eso?

—Porque pensaban que quien sabía el nombre verdadero de alguien adquiría potestad sobre él.

—Claro, y querés ser el único que tenga poder sobre esta persona.

Ríe.

—Puede ser. ¿Está mal?

—Hernán, no soy quién para decir qué está bien y qué está mal. Yo no soy tu padre.

Pablo cierra el puño en un secreto festejo al escucharlo pues, con esa intervención, José lo invitó a pensar en algo sustancial: ¿cómo cree que su familia tomará esta relación?

—Mi padre tampoco tiene la autoridad moral para decir qué es lo correcto y que no lo es. Si fuera por él, yo seguiría sentado en su falda escuchando sus cuentos. Pero ya no soy un chico, soy un hombre y no tengo por qué continuar soportándolo. Por algo me fui de esa casa, para construir mi propia vida. Y si no le gusta, que se joda. No va a volver a manejarme con su tonito suave y sus modos cariñosos.

—Te escucho muy enojado con él.

—Por supuesto. Me hirió mucho, y algún día va a arrepentirse de todo lo que me hizo sufrir.

José interviene de manera contenedora.

—Hernán, es posible que estés exagerando. En definitiva, tu padre siempre se ocupó de vos e intentó darte lo mejor y, ¿quién sabe? Quizás, si te ve feliz, pueda comprenderte. ¿Qué pensás?

La respuesta es terminante:

—Pienso que sos uno más de los que no entienden nada de lo que me pasa.

De pronto, como si tomara conciencia de la situación, su tono se suaviza.

—No me hagas caso. A veces, cuando hablo de mi viejo me saco y pierdo el control, tal vez tengas razón. A lo mejor, llegado el momento, mi familia me acepte.

—¿Y qué vas a hacer con tu novia?

—José, hay momentos en la vida en los que uno elige a quién cuidar. Y este no es el momento de cuidar a Sofía. Sé que es posible que la lastime, pero no puedo evitarlo.

El Gitano da por terminada la sesión y Pablo mira el cuaderno lleno de notas que tiene delante. Toda psiquis, por desquiciada que sea, tiene una lógica, y Santana no es la excepción. Pero está agotado y sabe que en breve llegará Sofía. Por eso, decide darse una ducha y relajarse para esperarla. Se siente egoísta por la sensación de alegría que le da pensar en eso, pero como dijo Dante, hay momentos en la vida en los que uno elige a quién cuidar. Y hoy, aunque sea por unos minutos, va cuidar de él mismo.

Se desviste en el cuarto, camina hasta el baño, se mete bajo la lluvia tibia y deja que el agua lo recorra. Es un instante placentero. De pronto, los recuerdos de su encuentro con Sofía se le imponen sin que pueda evitarlo, y a los pocos segundos advierte que está excitado. Recuerda los pechos recorriéndole el cuerpo, el olor a hembra y la omnipotencia de su desnudez. Le parece sentir, incluso, sus dedos acariciándolo, hasta que la voz de oboe le confirma que no lo está imaginando.

—¿Me esperabas? —susurra a sus espaldas, mientras la mano pequeña le aferra el pene. Con el ruido de la ducha no la había escuchado entrar—. ¿Puedo? —le pregunta sensual.

Él no responde. Se deja caer suavemente hacia atrás hasta apoyarse contra la pared. El agua sigue cayendo, pero ya no la siente. La humedad de la boca de Sofía alojando su falo borra toda otra percepción. Disfruta unos minutos de ese placer, hasta que una necesidad imperiosa se le impone. Entonces, la toma de los hombros y la levanta suavemente. Le besa la boca y la muerde con ferocidad. Ella gime, y una gota de sangre brota de su labio inferior. Pablo le pasa la lengua y mezcla la sangre con su saliva. Luego la gira, la inclina para que sus manos se afirmen contra los azulejos, y la penetra lentamente. Se mueve despacio durante un largo rato, hasta que ella le exige más. No quiere acabar, querría vivir eternamente ese momento, pero ella no acepta dilaciones.

—Dámela, Pablo… dámela.

Y entre el agua y el vapor, entre la angustia y el placer, Rouviot le aprieta las caderas y arremete contra el cuerpo frágil de Sofía. Ella grita, él también, y sus movimientos se aceleran, hasta que unos espasmos incontrolables marcan la llegada del orgasmo. Luego de unos segundos, se deslizan hasta quedar abrazados en el piso de la bañera.

 

En ese mismo instante, en la sala de Terapia Intensiva del Hospital de Clínicas, el doctor Antúnez pone al tanto a Uzarrizaga de las novedades acerca del paciente José Heredia. A pocos metros, en un frío pasillo, Helena y Candela se entretienen intercambiando anécdotas.

No lejos de allí, en el desolado departamento que habitaba Hernán Hidalgo, Rocío llora en soledad y toma una decisión: va a llamar a Rouviot para pedirle una entrevista. Entretanto, en el despacho desordenado de una comisaría de General Rodríguez, Bermúdez recibe una llamada de su contacto en La Plata.

Y, mientras Mansilla mira fotos viejas, y Dante elige uno de los libros de su biblioteca, la lluvia de la ducha sigue cayendo sobre sus cuerpos desnudos.

La voz ausente
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