– IX –

El hombre se mueve con libertad por todo el departamento, e inspecciona cada una de las cosas. Al llegar al ventanal se queda mirando el paisaje que se le presenta imponente. Pablo lo observa, mientras deja en la mesa un plato con queso y salame, y dos copas de vino.

—El almuerzo está listo —lo llama—. Apúrese, así no se enfría.

Bermúdez ve el fiambre cortado en cubos casi idénticos, toma uno, luego otro, y los examina con exagerado detenimiento.

—No me diga que los mide.

—No, ¿cómo se le ocurre? Pero bueno, no puedo con mis obsesiones.

El policía agarra la copa de vino, toma un largo trago y aprueba.

—Es de los buenos.

Vacía lo poco que queda y se la entrega para que vuelva a llenarla. Pablo lo hace, sin percatarse de que los ojos claros se detienen ante el cuadro de la ola, para pasar luego a la biblioteca y al piano.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —lo interroga.

—Sí, claro.

—¿Usted se da cuenta de la vida que tiene?

—No entiendo.

—Este departamento, por ejemplo. Es hermoso. Yo nunca imaginé que Buenos Aires tuviera una vista tan imponente. Supongo que debe ser carísimo, ¿no? —Hace una pausa antes de continuar—. Lo mismo que este cuadro, que el piano, y…

—¿A dónde quiere llegar? —lo interrumpe.

Bermúdez toma un pedazo de salame con la mano y lo come, al tiempo que se sienta.

—Usted es un privilegiado, Rouviot. La mayoría de los argentinos no van a tener en la puta vida lo que usted disfruta cada día. Y ojo, no digo que no se lo haya ganado en buena ley. Sé que viene de cuna humilde, y eso me alegra.

—¿Por qué?

—Porque en medio de tanto turro, reconforta saber que, de vez en cuando, gana alguno de los buenos. Sin embargo, soy un tipo perceptivo, ¿sabe? Qué sé yo, debe ser un vicio profesional.

—¿Qué cosa?

—Esto de captar las emociones de la gente.

—¿Y qué me quiere decir con eso?

—Que me doy cuenta de que no es feliz, y no entiendo por qué.

Pablo recuerda la respuesta que dio Jorge Luis Borges ante la misma pregunta, y la repite:

Soy un hombre. ¿Cómo puedo serlo?

Pero su interlocutor no se deja impresionar por su lirismo.

—Déjese de joder con la poesía. Se lo pregunto de verdad. Tiene todo, o al menos, todo lo que un tipo honesto puede llegar a tener en este país. ¿Por qué vive tan atormentado?

Ahora el que bebe es Pablo.

—No es algo tan fácil de responder. Mire de nuevo este lugar. —Lo invita—. ¿Encontró la foto de un chico, de una mujer, o de algún viaje con amigos? Como dijo, es un hombre perceptivo y está acostumbrado a hacer deducciones. Observe bien y dígame qué ve.

Antes de contestar, el policía recorre nuevamente el lugar con paso lento.

—Veo a un hombre que no se permite disfrutar de lo que tiene. A un reconocido profesional que vive en un lugar privilegiado, un escritor exitoso que podría tener una fila de minas esperándolo en la puerta y, sin embargo, se recluye acá en medio de sus libros y su música. Ah, y también veo que no tiene pan.

—¿Qué? —lo interroga sorprendido.

—Sí. No sé en su barrio, pero en el mío, el salame y el queso se comen con pan.

La broma logra su efecto.

—Tiene razón. —Se dirige a la alacena y saca un paquete de galletitas de agua—. A falta de pan…

—Y bueno, algo es algo.

Los dos comen sin hablar durante unos segundos, hasta que Pablo rompe el silencio.

—¿Puedo hacerle una confesión?

—La que quiera.

—Usted tiene razón. Hay muy pocas cosas de las que puedo disfrutar, y una de ellas son las charlas con José. Con su amistad, él iluminó momentos muy oscuros de mi vida, y le debo esto que estoy haciendo. Por eso, le juro que voy a encontrar a Santana.

—Me parece bien. Me gusta la gente agradecida. Pero, si va a encontrarlo, hágalo pronto, mire que los días pasan y Ganducci ya debe estar preparando la lapicera para firmar el informe diciendo que se trató de un intento de suicidio.

—Pero, usted sabe que eso no es cierto —protesta enojado.

—No se engañe, licenciado. Ni usted ni yo sabemos con certeza qué fue lo que pasó esa noche en el consultorio de su amigo, solo lo sospechamos. Aunque, le confieso que cada vez estoy más convencido de que Heredia no presionó el gatillo.

—¿Entonces?

—Entonces, tenemos que probarlo. —Hace una pausa—. Llamé a la gente de La Plata, y me dijeron que van a buscar toda la documentación que tengan referente al instituto de Lemos.

—¡Bien! —reacciona con entusiasmo.

—Bien, un carajo. Como le dije, nada de eso está digitalizado, así que pueden tardar un año en hallar algo, si es que todavía queda algo que encontrar, y no tenemos ese tiempo. Por eso intenté acotar la búsqueda.

—Cuénteme.

—Por lo que pudimos averiguar, Santana debe tener entre treinta y tres y treinta y seis años. Así que les pedí que se focalizaran en los archivos que van del 82 al 88, y del 98 al 2003.

—¿Por qué?

—Porque, si los cálculos no me fallan, Santana debe haber ingresado al hogar no antes de 1982 y no después de 1988, y salido entre el 98 y el 2003. Estoy seguro de que el instituto tendría la obligación de anotar esos datos. ¿No le parece?

Pablo asiente, complacido.

—Muy buena deducción, no se me hubiera ocurrido.

—Porque es un boludo… digo, con respecto a estas cosas. No piensa como policía, pero tiene otras virtudes.

—¿Como cuáles?

—Como escuchar cosas que flotan en el aire.

La carcajada de Pablo es sonora, y lo contagia. Cuando dejan de reír, lo mira y levanta la copa.

—Brindemos, Bermúdez. Brindemos porque vamos a encontrar a este tipo, donde quiera que se esconda.

 

Y mientras los hombres sellan con un brindis su compromiso, Sofía entra a la facultad para dar una clase sin advertir que alguien la estaba siguiendo. Alguien que, durante catorce años de su vida, durmió en una cucheta de metal de un orfanato ya demolido, en una oscura ciudad de la provincia de Buenos Aires.

La voz ausente
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