– II –

Mientras el subcomisario Bermúdez se aboca al trabajo que le encargó, Pablo le abre la puerta de su departamento a Sofía. La joven lo besa, luego entra, se quita el abrigo y se sienta en uno de los sillones del living.

—¿Querés algo de tomar?

—Ahora no, gracias, en un rato. Te juro que moría de ganas de que me llamaras. —Él sonríe—. Y sí, no soy una mujer que anda con vueltas.

—Ya me di cuenta de eso.

—Sin embargo, algo en tu voz me hizo pensar que no me pediste que viniera solo porque me extrañabas. ¿Me equivoco?

—No del todo.

—¿Cómo es eso?

—Quiero decir que yo también tenía muchos deseos de verte, pero a la vez necesitaba conversar con vos.

—Y supongo que tiene que ver con este tema del Gitano —acota ella.

—Sí. Es que siento mucha impotencia. Sé que ya tengo todos los datos que preciso para resolver el problema, y aun así no puedo develar las incógnitas.

Sofía lo mira extrañada.

—Sos raro vos. Tu amigo está agonizando, sospechás que alguien le pegó un balazo y lo planteás con una frialdad que me asombra.

Él le toma la mano y le clava la mirada. No va a explicarle el porqué de su modo matemático de acercarse a los enigmas, no obstante, siente el impulso de decir algo al respecto.

—José es mi hermano, y si algo le pasara no sé cómo haría para superarlo. Pero si me dejo llevar por la emoción voy a perder la claridad, y en este momento, no puedo permitírmelo si quiero atrapar a ese hijo de puta.

—Entiendo. Y yo, ¿qué puedo hacer?

—Ayudame a pensar. Vos me acompañaste a la casa de Mansilla, y a la estancia, quizás recuerdes cosas que yo no, y puede que sea algo importante.

—Lo dudo. —Menea la cabeza—. Si algo comprobé en el poco tiempo que te conozco, es que la memoria y la capacidad de deducción son tus mejores virtudes. —Lo mira insinuante—. Bueno, tus segundas mejores virtudes.

Pablo ríe. Qué bien se siente a su lado. Si se dejara llevar por sus impulsos, le haría el amor en este mismo instante. Pero no puede hacer eso. Sofía parece inferir sus pensamientos y un rubor imperceptible le enrojece la cara.

—Además, fuiste la novia de Hernán y conocés a su familia.

—¿Y ellos qué tienen que ver con todo esto?

—Aún no lo sé. —Se pone de pie y camina.

Es otra de las prácticas que suele realizar cuando bucea en su interior. Deambular, ya sea por la calle, por el interior de su casa o del consultorio, le calma la ansiedad. Es un viejo ejercicio que practicaban hace muchos siglos algunos filósofos en la antigua Grecia.

—Veamos. En su momento, le dije a Bermúdez que habíamos obtenido mucha más información de la que creíamos, y estoy convencido de que es así, de que tengo todo lo que necesito para entender lo que ocurrió. Ahora, solo debo sacar a la luz cosas que sé que escuché y todavía están a oscuras. —Pausa—. ¿Se te ocurre algo más que puedas decirme acerca de los Hidalgo?

—No. Te juro que me encantaría, pero no se me ocurre nada. Como te conté, la madre es un encanto, igual que Rocío. Raúl, en cambio, no es un tipo derecho. No se parece en nada a Hernán, y a pesar de eso, él lo quería mucho. Sin embargo, mantenía una cierta distancia. Creo que, recién cuando comenzamos a salir, se relajó y pudo compartir más tiempo con ellos. De todos modos, siempre estaba a la defensiva. Como te dije, todo el tiempo tuve la impresión de que era una familia llena de secretos.

—¿Qué tipo de secretos?

—No sé, es nada más que una sensación. —Hace una pausa—. Perdoname, Pablo, pero no tengo mucho más que decirte.

Él se acerca y la acaricia.

—No te preocupes. Pasemos mejor a Mansilla. Dame tu impresión de la visita que le hicimos.

Ella piensa unos segundos.

—Me pareció un hombre bueno, y un poco cansado. Es obvio que consagró su vida a ese hogar, y que una vez que dejó de trabajar ahí, se dedicó a envejecer en soledad, rodeado del recuerdo de esos chicos que, como él mismo dijo, eran su vida en un tiempo en que se sintió útil y acompañado. Para serte sincera, me dio pena. Y en cuanto a la visita a la estancia, no creo que pueda aportarte nada que no sean las anécdotas aburridas de Ignacio Martínez Bosch, o sus torpes intentos por seducirme. —Pablo la mira—. No te vas a poner celoso, ¿no?

—Lo haría si me creyera con derecho.

—Entonces, hacelo. Yo te doy ese derecho.

Otra vez siente el hechizo que ejerce sobre él y tiene el impulso de besarla, pero justo en ese momento suena el teléfono.

—Hola.

—Hola, soy yo.

—Helena, ¿cómo está todo por ahí?

—Debería decirte que no hay novedades, y que todo va evolucionando según los médicos esperaban.

—¿Y por qué tu voz no suena tranquila, entonces?

—Mirá, no sé si será importante o no, pero me pareció que tenías que saberlo.

—¿Qué cosa?

—Que anduvo un tipo preguntando por el estado de José.

Pablo siente un frío que le recorre la espalda.

—¿Quién?

—Al parecer era un paciente que no quiso subir, para no molestarnos. Sin embargo, Antúnez, el médico flaquito, ¿te acordás…?

—Sí.

—Bueno, me comentó que el tipo pasó dos veces, y que hoy recibieron un llamado de alguien para averiguar cómo seguía el Gitano. Alguien que cortó sin identificarse. A lo mejor no es nada importante, pero estoy tan paranoica que me resultó extraño.

Él cierra los puños instintivamente.

—Decime, ¿la custodia policial todavía está en la puerta de la sala?

—No, ya hace rato que se fueron.

—Bueno, vos no te muevas de ahí y no pierdas de vista a Candela, que yo me ocupo del tema.

—Ay, Rubio, me estás asustando.

—No te asustes, pero hacé lo que te digo. —Concluye la conversación y hace una nueva llamada—. Hola, Bermúdez.

—Licenciado, no lo llamé porque todavía no tengo el dato que me pidió.

—No importa, necesito que me haga un favor urgente. Hable con Ganducci y pídale que mande la custodia al hospital. Tengo razones para creer que Santana anda merodeando el lugar.

—¿En serio?

—Sí, después le cuento. Mientras tanto le envío las fotos que me guardé para que se las pase, para que puedan identificarlo si aparece.

—Mmmm…

—¿Qué pasa?

—Que no tengo dudas de que ese muchacho está loco, pero no es ningún boludo.

—¿Y qué quiere decir con eso?

—Que si anduvo por ahí y se expuso tanto como para que alguien lo notara, no creo que vuelva.

Pablo piensa en la llamada anónima y asiente.

—Es probable que tenga razón, pero, aun así, quiero quedarme tranquilo. No se olvide de que en ese pasillo de hospital hay dos mujeres solas.

—¿Y por qué no va para allá, entonces?

—Eso voy a hacer. De todos modos, me sentiría más seguro si nos consigue algún tipo de vigilancia.

—Relájese. —Suspira—. Ya mismo lo llamo al Flaco. No va a tener problema en mandar a alguien, al menos por el poco tiempo que nos queda hasta que cierre el caso.

—Gracias.

—De nada, y en cuanto tenga algo de lo otro, lo llamo.

Sofía lo mira y comprende que el clima romántico se ha diluido.

—¿Qué pasó?

—No te enojes, pero tengo que ir para el Clínicas.

—Bueno, si querés te llevo.

—Gracias, prefiero ir en taxi. Necesito pensar.

—Como quieras. Y lamento no haber podido ayudarte más.

Él le sonríe y la besa. Con los abrigos en la mano, salen al pasillo y toman el ascensor. Una vez en la calle, la acompaña a su auto, y se para en la esquina hasta que detiene un taxi que acaba de doblar en Avenida del Libertador. Se sube y saluda.

—¿Adónde lo llevo, señor?

—Vamos a…

Se detiene en seco y comprende que Sofía se equivocó. Sin darse cuenta lo ha ayudado mucho más de lo que cree. Por eso, antes de contestar al chofer, la llama y le formula una simple pregunta. Al escuchar la respuesta, cambia sus planes e indica con firmeza.

—Vamos para Barrio Parque.

El conductor arranca, ignorante del complejo mundo que empieza a cobrar sentido en la mente de Rouviot.

La voz ausente
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