– V –
Elige una mesa en el jardín y se instala. Conoce bien el lugar. Ha tenido allí muchos almuerzos de trabajo y alguna que otra cita. Desde el sitio en que está puede ver el verde del pasto, algunos juncos y, un poco más allá, el río.
Mira el reloj y comprueba que aún le quedan veinte minutos. Como de costumbre, ha arribado antes de lo acordado. Detesta la impuntualidad. Hace mucho comprendió que la vida solo es tiempo, y considera que quien juega con el tiempo de alguien juega con su vida. Por eso, jamás se permite demorarse. La existencia es demasiado breve como para desperdiciarla en esperas inútiles.
El mozo se acerca y le sonríe. Él le devuelve el saludo y duda. Tiene ganas de relajarse y le gustaría pedir una copa de Syrah, pero no sería una buena carta de presentación que la persona que aguarda, y a la que ni siquiera conoce, lo encontrara tomando alcohol a esa hora. Sin embargo, gracias a su manía de ser más que puntual, puede darse el gusto antes de que llegue. Es lo que se llama beneficio secundario del síntoma.
Cuando el hombre se retira con el pedido hace el llamado.
—Hola.
—Bermúdez, soy yo, Pablo.
—Sí, ya sé quién es. ¿Alguna novedad de Heredia?
—Supongo que debe seguir en el quirófano. Dejé órdenes precisas de que me avisaran en cuanto termine la cirugía.
—Órdenes precisas —repite en tono de burla—. Debería haber sido cana.
—Le agradezco, ya tengo bastante siendo psicoanalista.
—Como quiera, usted se lo pierde. ¿Y por qué bar anda en este momento?
—¿Cómo lo sabe? —interroga sorprendido.
—No se asuste, que no lo estoy siguiendo. Pasa que es un tipo bastante previsible, y siempre que no está trabajando anda tomando café por algún lado. Y, por el sonido ambiente, me doy cuenta de que no está en su consultorio. Es más, ¿qué es ese ruido extraño que se escucha de fondo?
—Un avión.
—¿Un avión? Imagino que, dadas las circunstancias, no debe haberse ido hasta Ezeiza. Es demasiado lejos como para que llegue al Hospital de Clínicas si surgiera alguna urgencia, por lo que deduzco que anda cerca de Aeroparque.
Con cierta admiración, reconoce la rapidez con que el policía saca conclusiones acertadas.
—Dio en el clavo.
—¿Y qué anda haciendo por esos lados?
—Voy a encontrarme con alguien que a lo mejor puede darme algunos datos que nos ayuden. Veremos. Y usted, ¿pudo averiguar algo?
—Estoy en eso.
—¿Pero no tiene nada concreto todavía?
—Bueno, tenga paciencia, hombre. Después de todo estoy tratando de rastrear a una persona que se llama Santana.
—¿Y qué pasa con eso?
—Pasa que es un apellido bastante común, y hay muchos. Por suerte, mis contactos en Inteligencia me están dando una mano. Al menos sabemos que debe tener entre treinta y treinta y cinco años, y eso acota bastante la búsqueda. Aunque, si tuviera alguna pista más, sería de gran ayuda.
Pablo recuerda lo que leyó en la historia clínica.
—Es fachero.
—¿Qué dijo?
—Que es un tipo fachero.
Pausa.
—¿Me está cargando?
—No. —Se ríe—. Es un dato. ¿No sirve?
—No diga boludeces, Rouviot. Aunque, ¿le confieso algo? Me alegra saber que todavía conserva el sentido del humor.
El mozo vuelve trayendo el pedido y lo deja en la mesa. Él juega con el borde de la copa antes de hablar.
—Gracias.
—¿Por qué?
—No sabe lo solo que me sentiría en todo esto si no estuviera conmigo.
—Déjese de mariconadas. Le debía una, y siempre pago mis deudas.
Es evidente que le cuesta ceder su imagen de hombre duro.
—Bermúdez, no sería mala idea que empezara a permitirse disfrutar de un elogio. Hace bien a la autoestima.
—No me psicoanalice, licenciado. Ya estoy grande para el diván.
—Se equivoca. Estoy seguro de que sería un muy buen paciente. Y créame, el análisis podría hacer mucho por usted.
Del otro lado de la línea se escucha una risotada.
—¡Qué lo parió! Ni en una situación como esta deja de buscar clientes.
—Pacientes —lo corrige.
—¿Qué, no les cobra?
—Por supuesto.
—Entonces, para mí, son clientes.
De una manera extraña, este hombre rudo y tosco ha logrado relajarlo, e incluso, debe reconocer que está empezando a disfrutar de las charlas que comparten. De cualquier manera, de algo está seguro: en este momento no hay nadie en quien confíe más que en él.
—Bueno, lo dejo. Tengo que hacer unas llamadas a ver si al menos puedo ir descartando algunos Santanas.
—Perfecto. Nos mantenemos en contacto y…
Bermúdez corta sin darle tiempo a que le reitere su gratitud. Pablo suspira mientras mece la copa y observa cómo el vino genera un breve remolino rojo. Cierta vez alguien, no recuerda quién, le dijo que el primer sorbo debe degustarse con los ojos cerrados, de modo que cumple con esa consigna y disfruta del sabor suave y frutal que le impregna el paladar y baja por su garganta generándole una sensación de placer que estaba necesitando.
La voz de oboe lo sorprende en medio del ritual.
—No estaba en mis planes, pero viendo su gesto de placer, me dieron muchas ganas de probar ese vino.
Abre los ojos con un leve sobresalto. La mujer que está parada a su lado le regala una sonrisa enorme y, con un gesto, le pide autorización para sentarse a su mesa. Pablo asiente sin atinar siquiera a ponerse de pie. Ella se acomoda y, con un modo casual, llama al mozo. El hombre se acerca y la observa con atención.
—Por favor, ¿me traería lo mismo que al señor?
Cuando el empleado se retira, la joven lo encara con una mirada profunda que, por un momento, le genera la sensación de estar frente a un abismo.