– IX –

Cuando encontró el libro en el camastro, debajo de la colcha, se sorprendió. En primer lugar, porque daba cuenta de que nadie había vuelto a entrar al rancho de Cipriano desde el día de su muerte, ya que ni siquiera habían desarmado la cama. Pablo ha vivido entre esa gente y conoce sus supersticiones, quizás por eso ellos no se atrevieron a profanar el lugar que ahora parecía más una tapera que una pieza. Y, en segundo lugar, porque, si bien no había nada de extraño en que el hombre leyera las sagradas escrituras por las noches para aquietar la angustia que le producía tanta soledad, el ejemplar era nuevo. No cree que el paisano se hubiera tomado el trabajo de salir a buscar una librería, y menos aún que tuviera el dinero necesario para adquirir una edición tan fina. El otro detalle en el que reparó, fue que daba la impresión de no haber sido leído nunca, le faltaba ese bello desgaste que presentan los libros al ser manipulados, como si alguien lo hubiera comprado nada más que para dejarlo allí. Estaba impecable. Solo una hoja había sido doblada en el borde superior derecho señalando el comienzo: «El Génesis».

«El Génesis» es el primer libro, tanto de la Torá judía, como del Antiguo Testamento de los cristianos. La costumbre hebrea, como ocurre con las arias de ópera, era denominar a los libros por cómo empezaban. De allí que, para ellos, este capítulo se llamara «Bereshit», es decir, en el principio. La palabra génesis, en cambio, es de origen griego, algo que a Dante debe haberle atraído mucho, y significa nacimiento, origen. ¿Qué mejor opción podría haber encontrado para dejar como mensaje junto al cadáver de su padre biológico?

A esta altura, Rouviot está convencido de que también el suicidio de Cipriano ha sido otro de sus crímenes. Aunque, dada la pasión que Dante tiene por la mitología clásica, le asombra que no haya elegido Los mitos griegos, de Robert Graves, y señalado el capítulo en el que Zeus da muerte a su padre, Chronos.

Pablo se reclina en la silla e imagina cómo habrá sido ese encuentro. Supone que la sorpresa del hombre al tener enfrente al hijo que abandonó hacía tanto tiempo habrá sido enorme, y es posible que él lo haya torturado con reproches y le haya echado en cara la vida miserable que pasó por su culpa. Aunque también es probable que, como a José, le hubiera mentido acerca de su identidad y simplemente se encargara de matarlo.

—Todo depende de la crueldad de la que sea capaz —comenta en voz baja al tiempo que recibe un llamado. La voz que escucha del otro lado le suena familiar y amistosa.

—¡Qué gusto escucharlo otra vez, Bermúdez!

—¿Me está cargando?

—No, de verdad. Le juro que cuando todo esto termine, lo voy a invitar a la mejor parrilla de Buenos Aires y vamos a brindar juntos por la amistad.

—Eh, pare un poco que me va a hacer llorar —bromea.

—¿Ya llegó a la Capital?

—No, todavía me falta mucho. Lo llamo desde la ruta, para amenizar el camino.

—Tenga cuidado que no lo vean manejando y hablando por teléfono, a ver si le hacen una multa.

—No me joda, Rouviot. Mejor, cuénteme cómo está Heredia y si adelantó con algo, porque el Flaco Ganducci me acaba de dejar un mensaje preguntándome por el caso. Se ve que anda con ganas de cerrarlo.

—Usted no puede permitirle que lo haga, justo ahora.

—¿Por qué dice justo ahora? —Pablo deja escapar una sonrisa—. ¿Qué pasa?

—Veo que ya empezó a escuchar como analista.

—Déjese de embromar y póngame al tanto de las novedades.

Rouviot le comenta que está frente al hospital, pero que no ha pasado para averiguar cómo sigue José. De todas formas, está convencido de que no se han producido cambios significativos en su estado, de lo contrario, Helena ya lo habría contactado. Le cuenta de su visita al pub, de lo que averiguó allí y de por qué, atando cabos, ha llegado a la conclusión de que deben considerar a Dante un asesino serial.

—¿Tiene certeza de lo que está diciendo?

—Bermúdez, la certeza es cosa de locos, y yo todavía no soy uno de ellos. Pero créame que es así. Ya encontré la reiteración del crimen, el modus operandi, la firma y la compulsión a desafiarnos.

—Pero le falta hallar el factor común entre las víctimas.

—Sí. —Piensa—. Si solo se tratara de Cipriano y Mansilla pensaría en la venganza. Pero ¿cómo entra José en esa serie? ¿Por qué querría vengarse de alguien que siempre intentó ayudarlo?

—A lo mejor, quiso tomar revancha porque desalentó su amor hacia Hernán.

—Mmm… Me suena demasiado forzado.

—O, tal vez, usted se esté complicando más de la cuenta.

—Puede ser. —Hace una pausa—. ¿Alguna vez escuchó hablar de la navaja de Ockham?

—No, ¿qué es?

—Una teoría que dice que la explicación más sencilla casi siempre es la explicación correcta. Si esto fuera cierto, podría ser que Dante, simplemente, hubiera atacado al Gitano porque estaba a punto de descubrirlo.

—Me cierra bastante bien como motivo de un crimen. ¿Por qué lo descarta?

—Porque soy psicoanalista, y he aprendido que, al contrario de lo que pensaba aquel franciscano, la verdad habita en lugares oscuros y de difícil acceso, solo al alcance de quien se atreva a escuchar lo que nadie quiere oír.

—Entonces, cree que hay algo más.

—Sí. ¿Pero qué?

—Ah, no. No me pregunte a mí, que aquí el complicado es usted.

Pablo estalla en una carcajada, y siente que necesitaba esa conversación, al menos para escucharse en voz alta.

—¿Sabe qué pienso?

—No, no soy vidente, soy policía.

—Que Dante visitó a Mansilla poco antes de asesinarlo.

—¿Y qué le hace pensar eso?

—Que solo él pudo haberle pasado los datos de su padre biológico.

—Comparto esa idea, pero bien podría habérselos dado cuando se fue del instituto.

—No creo. Estuve tratando de comprender su psicología, y me di cuenta de que, a pesar de su inteligencia y capacidad para planificar, tiene muy poca tolerancia a la frustración, lo que le da a su carácter un rasgo compulsivo.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Que no hubiera podido esperar tanto tiempo para hacer algo. Estoy seguro de que no hace mucho que se enteró de su origen.

—Puede ser. De todos modos, ¿qué importancia tiene eso ahora?

—No lo sé, pero siento que hay algo que todavía no puedo descifrar. Y cada vez nos queda menos tiempo.

—En eso tiene razón, pero ¿me deja que le dé un consejo?

—Sí, por supuesto.

—Vaya a dormir. Lo escucho agotado, y usted solo tiene una cosa que lo hace distinto a los demás: su capacidad para escuchar y pensar. Y así, como está, lo más probable es que pierda esa virtud. —Rouviot se queda en silencio unos segundos—. ¿Qué, se ofendió?

—Al contrario, creo que tiene razón. Ya mismo llamo a Helena y, si todo está bien, me voy a descansar un par de horas. Déjeme un mensaje cuando llegue, así me quedo tranquilo.

El policía le agradece su preocupación y se despiden. Pablo llama a su amiga y comprueba que, como sospechaba, no hay novedades. Decidido a cumplir con su palabra, paga la cuenta y sale en dirección a su casa. Bermúdez tiene razón. Necesita dormir, y es lo que va a hacer. Lo que en ese instante no sabe, es que un extraño sueño va a arrojarlo al corazón mismo de esta tragedia.

La voz ausente
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