– VI –

Todavía imbuido de la charla que acaba de tener, Rouviot camina por Arenales en dirección a Callao. Sin embargo, lejos del disfrute habitual que le genera recorrer Buenos Aires, su pensamiento está abrumado de frases que ha escuchado a lo largo de estos días y que ahora le permiten echar algo de luz sobre lo que, hasta hace apenas unas horas, no era más que un mar de tinieblas.

El enojo de Hidalgo con su hijo por la decisión de estudiar Filosofía, por ejemplo. Todos pensaron que el motivo era su deseo de que Hernán se recibiera de ingeniero y quedara a cargo de la empresa familiar, sin embargo, Pablo está seguro de que su encono no tenía que ver con eso, sino con el intento de alejarlo de esa gente rara que había conocido en la facultad. Según las palabras de Laura, Raúl era un buen hombre, pero demasiado estructurado, quizás tanto que no pudo soportar la idea de que su hijo fuera homosexual. La mujer le comentó también que a su esposo le molestaban algunas de las actitudes de Hernán.

—¿Cuáles? —se pregunta.

¿El excesivo cuidado por su cuerpo, la importancia que le daba a la imagen, o la decisión de recluirse en el departamento de la calle El Salvador para construir ese mundo que no quería compartir con nadie? De seguro, la mente del hombre no dejaba de fantasear con lo que podría pasar allí, motivo por el cual no se atrevió ni siquiera a visitar el lugar sino hasta después de la muerte de su hijo, un muchacho condenado a irse de esta vida lleno de secretos. Y al pensar en ese departamento, Pablo recuerda la fotografía que el joven había tomado a escondidas en un museo de París, y el comentario que le había hecho a su hermana. Rocío le contó que, antes de echarse a llorar, él le manifestó que la locura era el precio que alguien debía estar dispuesto a pagar si quería vivir una pasión verdadera. Es más que claro que el joven pensaba que lo que le pasaba era eso, una locura. Una locura en la cual no estaba dispuesto a vivir, pues por mucho que le fascinara la obra y, en especial, la vida de Camille Claudel, no pensaba seguir sus pasos.

Rouviot descarta que, alguien que la admiraba tanto, debía saber cuál fue su final. Sin dudas, estaba al tanto de que la familia de Camille Claudel decidió internarla en un hospital psiquiátrico, que su madre jamás la visitó, que su hermano, un adinerado poeta, se negó a pagar la pensión, que murió sola en un manicomio y fue enterrada en una fosa común. Ciertamente, Hernán no quería ese destino para él y, tal vez por eso se puso de novio con Sofía, para intentar acallar la voz que, desde adentro, peleaba por hacerse oír. Es probable que ese fuera también el motivo de la intempestiva reacción que tuvo al ver a Dante en la puerta de la facultad, invadiendo su universo público, y del ímpetu con el que rechazó su propuesta. En realidad, ese enojo era con él mismo por renunciar a su pasión ante el temor a perder todo lo que hasta entonces había sido su vida. Y debe admitir que, al menos por un tiempo, logró su cometido. Laura misma le había confesado que todo cambió cuando apareció Sofía, que ella trajo calma a la familia, y que a partir de su llegada, padre e hijo se acercaron, hicieron viajes juntos, e incluso Raúl terminó por aceptar la decisión de Hernán de ser filósofo.

Esos dichos le confirman que el rechazo de Raúl no tenía nada que ver con la carrera, sino con el miedo que le generaba la posible homosexualidad de Hernán. Por eso, cuando les presentó a su novia, la resistencia contra la filosofía desapareció de inmediato. Y otro tanto debe haberle ocurrido al joven, pues, según le contó Sofía, recién cuando ellos comenzaron a salir, pareció relajarse y pudo compartir más tiempo con su familia en un clima de felicidad. Y todo parecía haberse encaminado, pero la pulsión no cede, y es evidente que eso lo llevó a una solución sintomática: tener una doble vida. Ser a veces Hernán Hidalgo, el agradable hijo de una familia distinguida, y otras René, el enigmático joven que visitaba el pub Los Ases en busca de la compañía de un hombre.

—¿Por qué René? —se cuestiona, y la respuesta acude de modo inmediato.

No es extraño que un estudiante apasionado por la filosofía haya elegido el nombre de Descartes, iniciador de la filosofía moderna, aquel que destronó al padre todopoderoso, y se permitió dudar de la existencia misma de Dios, con una simple frase: cogito ergo sum. Pienso, luego existo.

Pero no siempre los síntomas resisten toda embestida, y por eso un día se desmoronó. Es posible que también él estuviera enamorado de Dante, y su declaración de amor haya hecho resurgir esa voz que hasta entonces permanecía encadenada en el fondo del abismo e, intentando acallarla, tomó una cantidad de drogas tal que le causó una muerte inmediata. Y eso es todo. Punto final para la vida de Hernán.

—Una historia que bien podría haber inspirado una tragedia griega —reflexiona, y ese pensamiento lo sacude.

La imagen de los griegos le recuerda el verdadero motivo de su búsqueda. Es cierto que cree haber desentramado la madeja del joven Hidalgo, pero ese nunca fue su objetivo. Muy por el contrario, su propósito es entender la otra tragedia, la que tiene como protagonista a Dante Santana y, casi sin advertirlo, sale de Callao y dobla en la avenida Córdoba con rumbo al Hospital de Clínicas.

La voz ausente
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