– IV –
La propiedad es agradable. Ingresan por una galería exterior donde, seguramente, Mansilla toma mate por las tardes mientras mira pasar la vida. Luego atraviesan una puerta que da a un hall en cuyo piso hay un damero antiguo, y más allá el living con unos sillones en cuero negro. Sobre la mesa baja hay varias fotografías desordenadas. El dueño de casa los invita a sentarse.
—Estuve buscando y encontré algunas fotos en las que está Dante —les señala—. Pueden mirarlas. —Pablo toma una y la observa, sorprendido—. Este es él —indica Don Pancho.
La imagen muestra a unos veinte niños en una típica foto escolar.
—Pero aquí no debe tener más de…
—Seis años. Mírelo bien. ¿Le parece que este chico puede haber matado a alguien?
—Bueno —interviene Bermúdez—, seguramente, también debe haber algún retrato infantil de Hitler o Videla. ¿No tiene alguno un poco más actual?
El hombre toma otra de las imágenes que están sobre la mesa en la que se ve a unos muchachos de unos catorce o quince años, vestidos con ropa deportiva y se la ofrece.
—El instituto tenía un equipo de fútbol, y yo lo llevaba para que compitieran en la liga infantil de la zona —comenta con nostalgia—. Ese año salimos subcampeones. Estaban tan felices. Como premio, le pedí a cada uno de ellos que eligiera un regalo.
—Muy amable de su parte —acota Bermúdez.
—¿Se acuerda qué quiso Dante? —interroga Rouviot.
Mansilla sonríe.
—Como para olvidarlo. Fue la única vez en todos mis años como director que un chico me pidió que le regalara un libro.
—¿Cuál?
—Su preferido. Creo que era una novela de Mark Twain.
—Una elección inteligente. Se ve que era un buen lector.
—Muy bueno —responde el hombre con orgullo—. Aunque nunca logré que leyera mi libro predilecto: Los miserables.
Pablo se sorprende al ver que tiene con ese desconocido algunas coincidencias. Los miserables es también la obra que más le gusta. Recuerda cuando la comenzó a leer por primera vez. Fue por el año 1977. La dictadura se había instalado y nadie parecía darse cuenta del horror que los envolvía. El joven Rouviot miraba asombrado cómo la sociedad seguía con su vida como si no estuviera ocurriendo nada, entre uniformes verdes y armas largas que, en cualquier momento y sin motivo irrumpían en sus vidas.
Como a todo adolescente, lo consideraban un riesgo potencial. Por eso, era habitual que lo bajaran del colectivo, lo tiraran boca abajo en medio de la calle, y dieran vuelta su morral hasta desparramar todo lo que contenía. Luego, al no encontrar nada ilegal, lo empujaban con el caño del arma y le ordenaban que juntara todo y se fuera. Aún recuerda el latiguillo con el que lo hacían.
—Andate, perejil.
Porque eso era para ellos, un perejil. Como no llevaba drogas ni armas, y los libros que leía no estaban en la lista de los textos prohibidos, les parecía inofensivo. Jamás notaron el poder que late en las páginas de Sigmund Freud, José Hernández, Julio Cortázar o Victor Hugo. No entendían que el pensamiento era su verdadero enemigo.
Pablo recuerda el domingo que inició la lectura de aquella historia que lo marcaría para siempre, y también la tipografía enorme del título del primer capítulo: «Fantine». La voz de Mansilla lo vuelve al presente.
—Acá lo tiene mucho más grande. Es este, el que está aquí. Y también hay tres fotos más. Son las únicas que tengo.
Bermúdez toma una de ellas y la observa.
—¿Cuál es Santana?
—Este —le responde el hombre—. Es de unos meses antes de que egresara de nuestro instituto.
—Bueno, gracias. —Se pone de pie el policía—. ¿Le molestaría que nos las lleváramos? Podrían sernos de mucha utilidad.
El rostro del anciano se pone grave.
—¿Es necesario? Le dije que es todo lo que me queda de lo que fue mi vida. Son importantes para mí.
—Bueno, pero comprenderá que…
—Está bien, no hace falta —interfiere Pablo. Bermúdez lo mira sorprendido, y por toda respuesta, el psicólogo saca el celular de su bolsillo y lo mira—. De verdad, no es necesario.
Con cuidado pone cada una de las imágenes sobre la mesa, y las captura con la cámara de su teléfono.
—Ahora tenemos la tecnología, no lo olvide. Así que, Don Francisco, ya puede guardar sus recuerdos.
El aludido agradece con un gesto y, con movimientos torpes, vuelve a guardar las fotos en una caja de zapatos que había dejado en el piso.
—Supongo que habrá registros de los chicos que estuvieron en el hogar —interviene Bermúdez—. Cuándo entraron, quién los derivó, en qué fecha salieron… no sé, evaluaciones médicas y esas cosas.
Mansilla lo mira y sonríe.
—Casi nada. Nos hubiera venido muy bien tener la tecnología a la que alude el señor Rouviot, pero desgraciadamente, en aquellos tiempos eso no existía. Todo se anotaba en papeles que después se elevaban a algún organismo oficial. Quizás allí encuentren algo. Además, hace más de quince años que el hogar ya no funciona, y yo había dejado de ser el director en los últimos dos. Así que no sé a dónde puede haber ido a parar toda esa información, aunque supongo que deben estar en algún despacho en La Plata. Igual, no creo que encuentren muchos datos. Les repito que, por aquel entonces, todo era muy precario. Lo siento.
—Entiendo, veré qué puedo averiguar por mi cuenta, no se preocupe. Y muchas gracias, ha sido de gran ayuda.
Con gesto amable, el hombre los saluda, los acompaña hasta la vereda y cierra la puerta. Los viajeros se suben al Peugeot negro y emprenden el regreso. Recién cuando vuelven a tomar la ruta 5, rompen el silencio.
—Me hizo quedar como un boludo.
—¿Yo?
—Sí, pero está bien, me lo merezco. Si sigo laburando de cana, voy a tener que modernizar mis técnicas.
—Le vendría bien. —Hace una pausa—. Bermúdez, usted tiene un olfato que a mí me falta. Dígame, ¿algo le llamó la atención?
Piensa un instante.
—No. Creo que fue un viaje provechoso. Al menos ahora, Dante Santana tiene un rostro.
—Y una historia —agrega Pablo.
—¿Qué quiere decir?
—Que usted tenía razón. El lugar en el que alguien crece dice mucho de él, y estoy seguro de que hemos obtenido más información de la que creemos.
—¿A qué se refiere?
—No lo sé. Es una sensación.
El suspiro de Bermúdez retumba en el ambiente.
—La puta madre. Usted y sus sensaciones ya me tienen cansado.
—No se queje. Después de todo, si no fuera por mí, estaría aburrido en su despacho de General Rodríguez.
El policía asiente con una sonrisa.
—En eso tiene razón. ¿Y ahora?
—Ahora vamos a ver qué podemos hacer con las fotos que tenemos. Yo voy a mostrárselas a algunas personas. En cuanto a usted, supongo que la policía tendrá un banco de imágenes con las que compararlas, ¿o no?
—Pongalé. Haré todo lo posible, al menos. Ya veremos. —Lo mira, y en torno de broma, le pregunta—. ¿En qué bar prefiere que lo deje?
Pablo responde casi con dulzura.
—No, si puede, lléveme el hospital. Hay alguien que me está esperando.
—¿Helena?
—No, el Gitano.