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Clave incorrecta.
—Gitano y la puta que te parió —exclama y se levanta.
Hace una hora que intenta acceder a la computadora de José sin conseguirlo. Ha probado todas las opciones posibles. Nombres, números telefónicos, combinaciones de ambos, aniversarios y algunas otras ideas alocadas, pero la respuesta fue siempre la misma.
Se sirve una copa más de vino y sale otra vez al balcón. Tiene que calmarse. Conoce a su amigo mejor que nadie. Solo es cuestión de pensar, calmarse y deducir qué haría José si quisiera esconder algo de la vista de los demás. Y mientras el Syrah le acaricia el paladar un recuerdo gana forma en su mente.
—Pero claro —exclama exultante—. Qué boludo.
Era martes y estaba anocheciendo. La tormenta amenazaba con desatarse en cualquier momento y se había levantado un viento frío. Salieron de la facultad y tomaron la decisión de quedarse en el bar de la esquina debatiendo sobre la clase que habían compartido: El seminario acerca de la carta robada. Pero, el motivo real de esa charla, no era una discrepancia psicológica, sino literaria. No se trataba del modo en que Lacan se había servido del cuento de Edgar Allan Poe para ilustrar la preeminencia de lo Simbólico sobre lo imaginario, sino de la credibilidad del argumento del autor. Pidieron un vino y, mientras arremetían contra el queso, el salame y las papas fritas, comenzaron la contienda intelectual.
La historia transcurre en París, allá por el año 1800. Un policía solicita la colaboración de Charles Auguste Dupin, un caballero de gran inteligencia, para resolver un caso muy importante. La reina ha recibido una carta y la estaba leyendo justo en el momento en que su esposo entró al salón acompañado de uno de sus ministros. Aprovechando la distracción del rey, ella dejó la carta sobre la mesa, pero no pudo evitar que el ministro advirtiera su maniobra. El hombre, imaginando que se trataba de una carta comprometedora, la reemplazó por otra que llevaba en su poder. La mujer vio todo, pero no intervino por temor a llamar la atención del rey. A partir de ese día, el ministro comenzó a chantajear a la reina, quien estaba desesperada por recuperar la carta.
Dupin rechaza el caso, pero al cabo de dieciocho meses, el policía vuelve a verlo derrotado y le ruega una vez más que se encargue del tema a cambio de una gran recompensa. Por fin, Dupin acepta la misión con la tranquilidad de saber que la carta ya está en su poder.
Hacía tiempo que había pedido una audiencia con el ministro, y durante su visita, Dupin cubrió sus ojos con unas gafas verdes para poder observar todo a su alrededor. En un momento, su mirada dio con una hoja de papel que parecía abandonada, sucia y medio rota, y comprendió que se trataba del objeto que estaba buscando. Luego de una charla superficial se retiró, no sin olvidar intencionalmente una tabaquera que regresó a buscar al día siguiente. Obviamente, tenía un plan. Se había tomado el trabajo de preparar un incidente callejero para llamar la atención del ministro hacia la ventana y, cuando eso ocurrió, sustituyó la carta por otra similar que llevaba en su bolsillo.
—La lógica es perfecta —comentó entusiasta el Gitano—. Quien quiera ocultar algo, solo debe dejarlo a la vista de los demás.
—No estoy de acuerdo —argumentó Pablo—. El recurso fue válido para la época porque se había escrito muy poca literatura de suspenso. De hecho, Poe fue el creador del género policial y, por eso mismo, contaba con un lector ingenuo, poco acostumbrado a dudar de todo. Te aseguro que hoy, ese artilugio no engañaría al peor de los espectadores de la más obvia de las series.
Su amigo sonrió.
—Pablito, hay algo que no estás teniendo en cuenta. El que sospecha imagina que quien quiere esconder algo va a levantar una madera del piso, sumergir una bolsa en el depósito del inodoro o envolver el objeto en un pañal sucio. ¿Sabés por qué? Porque es lo que él haría. Y no hay mejor modo de contrarrestar ese espíritu detectivesco que hacer lo que nadie espera: dejar el misterio al alcance de cualquiera para que nadie repare en él. Creéme que es así. Si querés una amante segura no la busques lejos, acostate con la hermana de tu mujer y listo. Te aseguro que nadie va a sospechar. —Pablo rio ante el comentario—. Te reís porque sabés que tengo razón. —Y mirándolo a los ojos sentenció—: Te lo juro. Si yo quisiera esconder algo lo dejaría a la vista de todo el mundo. Ese soy yo —dijo mientras bebía un sorbo de vino—. Dupin.
La brisa que entra por el ventanal interrumpe sus recuerdos. Pero ya no tiene dudas. Se sienta frente a la laptop y, convencido de haber descubierto el acertijo, escribe simplemente una palabra: Dupin.
Clave incorrecta.