– II –
El taxi sigue por Libertad hasta la avenida Córdoba, gira a la izquierda y al llegar a la esquina lo detiene el semáforo. Pablo mira la Buenos Aires nocturna por la que tanto le gusta caminar. Le parece una ciudad casi mágica. Muchas madrugadas lo habían encontrado mirando las luces encendidas de algunos departamentos y dejaba volar su imaginación. ¿Por qué no dormía esa gente, en qué estaría pensando? En su mente armaba historias de amor, de traiciones, de erotismo o de soledad.
La luz se pone en verde y el auto arranca. Cuando pasan por el edificio de Obras Sanitarias recuerda que, siendo muy chico, su padre lo había llevado hasta allí para mostrárselo. Le había dicho que era una construcción única, una belleza arquitectónica. Él asintió, más por respeto que por estar de acuerdo. Por el contrario, le había parecido solo un edificio de color naranja recargado de detalles. Con los años aprendió a quererlo un poco más.
En ese momento, una ambulancia que pasa lo saca de su ensoñación.
Vuelve a llamar a Helena, maldice al contestador y corta sin dejar mensaje. Está a pocas cuadras y casi no hay tránsito a esa hora. De todas maneras, el viaje le parece eterno.
Intenta calmarse, pero la certeza de la tragedia es más fuerte. Piensa en su madre, a quien no ve desde hace semanas. ¿Le habrá ocurrido algo? Debería visitarla más seguido. Pablo la adora, pero es una constante en él: casi no le dedica tiempo a la gente que ama. Su vida se reparte entre pacientes, conferencias y viajes obligados por cuestiones profesionales. Envuelto en sus pensamientos, ve la facultad de Ciencias Económicas a su izquierda y rememora que alguna vez, siendo un adolescente, subió esas escaleras en busca de un futuro. ¿Cómo pensó siquiera por un instante que podía ser contador? Pero así eran las cosas en aquella época. Ser hijo de una familia humilde obligaba a hacer la secundaria en un colegio comercial porque permitía una salida laboral más rápida y, su paso exitoso por el mismo, lo llevó a inscribirse allí sin pensarlo.
La mole frente a él le recuerda que ni siquiera tuvo tiempo de pasarla mal, ya que al instante comprendió que no quería ese destino, y abandonó la carrera en menos de lo que tardaba el subte en llevarlo desde allí hasta Plaza Italia.
El taxi se detiene y Pablo se sobresalta.
—Llegamos —le informa el conductor.
Paga en silencio y baja del auto. Sube apresurado los escalones solo para advertir que, a esa hora, esa entrada está cerrada. Baja aún con mayor rapidez y da la vuelta por la calle Uriburu. En Paraguay gira y avanza por la explanada de los automóviles. No se da cuenta, pero va corriendo. Abre la puerta cuyo cartel indica Guardia y busca en vano a alguien que le indique dónde queda la sala de Terapia Intensiva. Sabe que no va a estar en la planta baja. Por una cuestión de tranquilidad y discreción, esos lugares suelen ubicarse en sectores más aislados. Si estuviera buscando el área de Psicopatología le hubiese sido más fácil. Bastaba con imaginar el lugar más feo y escondido del edificio y allí la encontraría. La sociedad tiende a esconder a los locos de la mirada de la gente. Aquella aseveración de Michel Foucault seguía siendo cierta y aún hoy, a pesar de los avances de la ciencia y la farmacología, las enfermedades mentales siguen provocando miedo, cuando no vergüenza.
Se para frente a uno de los ascensores y aprieta el botón. Nada. Lo mismo ocurre con el resto. Seguramente están fuera de servicio. Maldice para sus adentros y comienza a subir por la enorme escalera de mármol.
Rouviot ama el hospital. Para él, la salud pública es un milagro argentino, uno de los bastiones que todavía permanecen en pie a pesar de la llegada de cierta política que pretende ponerle un precio a todo y que, en su afán por destruirla, fue dejando a los hospitales sin elementos, sin gas, sin mantenimiento y pagando a los profesionales unos sueldos de miseria. A pesar de eso, con una dignidad que enorgullece, el personal resiste y se encarga de hacer todo con casi nada.
Allí están los mejores médicos, los profesores que envidian las universidades privadas, esos que no pueden comprarse con dinero, jugando su prestigio y sosteniendo una enseñanza y una práctica clínica que sigue siendo uno de los orgullos del país. Pablo se ha formado en esos establecimientos y allí aprendió el verdadero significado de la palabra vocación. Por eso los quiere y los respeta, aunque reconoce que tienen un grave inconveniente: son enormes. Tanto que es posible citarse con alguien a una hora exacta en un piso determinado sin poder encontrarse nunca. Ese mundo de pasillos y puertas lo marea, pero aun así continúa yendo de izquierda a derecha solo guiado por su instinto.
Al llegar al quinto piso se detiene para tomar un poco de aire y ve a un enfermero que, silbando, camina en su dirección. Pablo respira profundo antes de hablar de modo entrecortado.
—Disculpe, ¿podría indicarme dónde se encuentra la sala de Terapia Intensiva?
El hombre le sonríe.
—Se lo ve cansado, pero no pensé que fuera para tanto.
—No. —Suspira—. No es para mí.
—Lo sé. Disculpe, solo era una broma. Siga por acá hasta el final —señala con un dedo— y gire hacia la izquierda. Va a ver una puerta que dice Rayos. Justo al lado sale un pasillo, y al final una escalera. Suba hasta el décimo piso y doble a la derecha. Es la última puerta.
Pablo lo mira e inspira una vez más.
—Muchas gracias. —Se despide del enfermero.
—Buenas noches, y ojalá todo salga bien.
Pablo ya sabe adónde dirigirse y camina con determinación. Nunca le gustó enterarse tarde de las desgracias. Lejos de huir de ellas las enfrenta, las mira a los ojos. Solo así ha podido afrontar los momentos difíciles de su vida. Y esta no va a ser la excepción. Al llegar al piso diez encara por el pasillo apenas iluminado que sale a su derecha. A medida que avanza la sensación de angustia se hace más fuerte. Hasta que allá, al fondo, apoyada contra la pared, ve a Helena. Ella levanta la cabeza al escuchar los pasos que retumban en el corredor y va a su encuentro.
Ya está.
En segundos va saber lo que está ocurriendo, y la angustia no será nada comparada con la sensación de vacío y desconcierto.