– VIII –
Todo está en perfecto orden. La recepción con sus sillones blancos, la puerta del balcón un poco abierta y una brisa fresca y agradable que entra de la calle; el escritorio prolijo, con los cajones cerrados y el aroma a incienso que todavía ronda en el aire.
Pablo guía a Bermúdez hacia la cocina que también da muestras de la extrema pulcritud de José. En la mesada hay un vaso. Lo agarra y deja escapar una sonrisa.
—¿Qué pasa?
—Nada importante. Solo que José odia que otras personas le usen los vasos.
—¿Y eso por qué? —pregunta Bermúdez asombrado.
Pablo se encoge de hombros.
—Neurosis Obsesiva.
—Ah —responde el policía sin entender lo que ha escuchado.
También el baño está ordenado y sin rastros que denoten la presencia de algo raro. Luego entran en un pequeño pasillo que lleva al consultorio y allí sí, a pesar del silencio, se siente el peso de la tragedia. La angustia es algo que puede percibir fácilmente. Quizás, de tanto trabajar con el dolor, sus sentidos se han sensibilizado, tal vez sea su propia historia, o aquella niñez espejada en los ojos solitarios de su padre.
Hace casi veinte años que no escucha su voz, desde aquel mediodía en que cerró sus ojos para siempre. Lo vio sufrir y enfrentar con valentía el dolor de una enfermedad que iba a matarlo sin piedad alguna. Manuel Rouviot había tenido una vida tan difícil que merecía que al menos una cosa le saliera bien, aunque más no fuera morir sin sufrimiento. No era justo, y Pablo se enojó tanto que dejó de creer en Dios. Comprendió en carne propia que el universo no sabe de merecimientos, y que no hay milagros esperando en las esquinas. Si Carl Marx tenía razón y Dios es el opio de los pueblos, ese narcótico no lo había alcanzado. Tal vez por eso, cada célula de su cuerpo se desgarró junto al padecimiento de su padre. Todavía recuerda su rostro valiente conteniendo los quejidos para no herirlo aún más.
Después de su muerte, durante el primer tiempo, Pablo se esforzó en quitar de su mente aquellas ideas. Ahora, en cambio, ya ni siquiera hace el intento de olvidarlas. Se ha acostumbrado a ese dolor permanente que lo habita. Lo siente recorriendo su sangre todo el tiempo como una condena, o una bendición. Después de todo, muchas veces el dolor es lo único que le recuerda que está vivo.
—Rouviot. —Se impone la voz de Bermúdez—. Esto no es agradable. Si prefiere, entro solo y le ahorro el mal trago.
—Le agradezco, pero no.
—Como quiera.
El consultorio de José está como todos los días. La luz tenue que da la lámpara de pie, el orden extremo de su escritorio, el diván blanco que siempre había querido tener y que Pablo le regaló hace un tiempo, y el sillón apenas girado hacia un costado. Todo parece estar bien, excepto por dos cosas: el dibujo de un revólver hecho con tiza en el piso y unas gotas secas de sangre a su lado.
Siente un escalofrío que lo recorre y desvía la mirada. Percibe que sus piernas dudan y respira profundo hasta recuperar el aliento. Se saca el abrigo, camina unos pasos y lo tira sobre el escritorio. Bermúdez reacciona de inmediato.
—¿Qué hace?
—Nada. Me quité el saco, solo eso.
—Dígame: ¿usted es boludo o se hace?
—No entiendo.
—¿No comprende dónde está? No puede tocar nada sin contaminar la escena.
—Disculpe, no me di cuenta.
—No me di cuenta —repite Bermúdez en tono de burla—. ¿Y qué está esperando? Agarre ese saco y no haga más cagadas. Mire todo lo que quiera, pero no toque nada, ¿puede ser?
Pablo asiente y toma su abrigo con torpeza.
—Claro, por las huellas digitales. ¿No? —Bermúdez lo mira casi divertido—. Supongo que vendrá la policía científica y tomará muestras… No sé, buscará algo. —Observa al policía y lo increpa indignado—. ¿Se puede saber por qué me mira como si yo fuera un pelotudo?
—Tal vez, porque lo sea. No se ofenda, Rouviot, pero se me hace que usted ve demasiadas series de esas en las que encuentran un resto de lápiz labial en una servilleta, lo ponen bajo un microscopio conectado a una computadora y en dos minutos saben la identidad y el domicilio de la sospechosa. —Menea la cabeza—. Lamento desilusionarlo, pero eso no va a pasar.
—¿Qué, no van a venir?
—Sí —lo interrumpe—, van a venir. Pero no van a encontrar mucho. Además, no tenemos ni los microscopios ni las computadoras de sus series. Lo cual no impide que muchas veces encontremos a los responsables de un crimen. Pero…
—Pero ¿qué?
—Que aquí no veo que haya mucho que encontrar. Es lo que llamamos una escena limpia. No hay violencia, ni signos de que Heredia se haya querido defender de un ataque, nada está revuelto. Es más, su amigo debe tener algo de femenino, ¿no?
—¿Por qué lo pregunta?
—Porque nunca vi a un hombre tan ordenado. —Capta el gesto de Pablo y se detiene—. Era una broma. Pero la verdad es que todo parece estar en su lugar, y es obvio que no se trata de un asalto, ya que en apariencia no falta nada.
—Se equivoca —lo interrumpe—. Mire la mesita que está al lado del sillón de José. ¿Qué ve?
El policía la observa en un segundo y responde.
—Nada.
—Exacto.
—No entiendo.
Pablo se toma unos segundos y piensa.
—José graba sus sesiones.
—¿Y qué hay con eso?
—Habrá notado que es un hombre muy obsesivo. Tiene rituales que no varía nunca, y uno de ellos es que en esa mesa apoya el grabador ni bien entra, y solo lo retira al terminar el día para llevárselo y guardarlo en su caja fuerte.
—¿Tan valioso es ese aparatito?
—No, lo valioso es lo que contiene. Para un analista nada es más importante que los secretos que le confían sus pacientes.
—¿Y qué está insinuando?
—Que alguien lo robó.
—¿Y a quién podría interesarle escuchar las confesiones que le hayan hecho a Heredia?
Pablo medita un instante.
—Quizás no se trate de alguien que quiera averiguar alguna cosa, sino por el contrario, de una persona que no desea que los demás se enteren de algo.
Bermúdez lo mira.
—¿En serio piensa eso? Puta, que son retorcidos los terapeutas.
—Analistas.
—Es lo mismo.
—No, no es lo mismo. Pero eso no importa, ahora al menos.
Silencio.
—Voy a serle franco, Rouviot. Hace años que vivo rodeado de estas cosas: asesinatos, robos, violencia. He visto mucho, usted lo sabe, y le aseguro que nada en esta escena va a impedir que Ganducci cierre el caso en medio día. Como le dije, no hay rastros de pelea, cada cosa está prolijamente acomodada y, si no fuera por la sangre, pareciera que aquí no ha pasado nada.
—Pero pasó.
—Sí, pero no podemos pedirle al Flaco que abra una investigación por intento de homicidio basado en la sospecha incierta de que alguien sustrajo un grabadorcito de mierda. —Niega con la cabeza—. Olvídese. No va a tomar esa decisión ni loco.
—¿Y usted?
Lo mira sorprendido.
—Yo, ¿qué?
—¿Usted me cree?
Pausa.
—Mire, Rouviot, yo tampoco podría armar un caso sólido apoyándome únicamente en su duda.
—No fue eso lo que le pregunté.
Se miran.
—Digamos que creo que está convencido de lo que dice, pero con eso no hacemos nada.
Pablo presiente que su oportunidad se diluye y apela a la franqueza.
—Bermúdez, en la época en que nos conocimos usted estaba obsesionado con el caso de una chica que había sido violada y asesinada. ¿Lo recuerda?
—Por supuesto.
—Bien. Cuando yo le dije que no buscara a un hombre como autor del delito sino a una mujer, me contestó que eso era una locura. Que habían encontrado restos de semen, que había habido penetración y que mi hipótesis no tenía ningún asidero. —Bermúdez asiente—. Lo cierto es que gracias a esa locura hoy la asesina de esa chica, Rosa Galván, está presa, ¿o no?
El subcomisario no hace un solo gesto, pero sus ojos profundamente claros no dejan de mirarlo.
—Sí, y por eso estoy acá, a esta hora, intentando ayudarlo. Porque comprobé que sus intuiciones suelen ser acertadas, pero esta vez no tiene con qué sostenerlas. Y eso es precisamente lo que Ganducci nos va a pedir.
—Por favor —le suplica—, no me cierre las puertas. Al menos, no todavía.
—¿Y qué pretende que haga?
Por toda respuesta Pablo abre el cajón superior del escritorio.
—¿Qué hace? —lo interpela Bermúdez y vuelve a cerrarlo con fuerza—. ¿Está loco? Ya le dije, va a contaminar la escena.
—Esta escena está contaminada desde el comienzo por la estúpida teoría del intento de suicidio.
—Escúcheme, licenciado…
—No, escúcheme usted. Sé que no puede permitirme hacer esto. Por eso le ruego que me deje dos minutos solo, así no se verá en el compromiso de ocultar nada.
Bermúdez sopesa la situación.
—Dos no, uno —remarca su dicho levantando el dedo índice—. Y tenga mucho cuidado con lo que hace, porque puedo sacarlo de las pelotas y meterlo en cana por obstaculizar la investigación. ¿Me entendió?
Pablo asiente. El policía se retira resoplando y él comienza a buscar. Abre el placard, los cajones, ojea unos libros que están sobre el escritorio e intenta retener cada detalle del ambiente. Quizás ese día José haya olvidado el grabador en su casa, pero sería demasiada coincidencia. Mira la biblioteca y se detiene en el reloj de arena que se encuentra en el tercer estante.
Habían sido dos días agotadores para Pablo. Un congreso que lo contaba como uno de los principales expositores lo había llevado a Montevideo y, sabiendo cuánto amaba José esa ciudad, lo había invitado a que lo acompañara.
—Pero mirá que no voy a tener tiempo para nada —le había advertido.
—¿Y quién te necesita para disfrutar de la rambla y el candombe? Mientras no tenga que compartir la cama con vos… —bromeó su amigo.
Y así habían pasado esas cuarenta y ocho horas. Pablo de conferencia en conferencia, y José paseando por la ribera del Río de la Plata, por la avenida 18 de julio y tomando mate en el Parque Rodó. Apenas se veían en el desayuno y en la cena. Pero el domingo a la mañana, antes de tomar el barco que los traería de regreso a Buenos Aires, caminaron hasta la ciudad vieja. La idea era almorzar en el mercado del puerto, pero se detuvieron unos minutos en los puestos de los artesanos.
En un momento, Pablo vio que su amigo se paró ante un reloj de arena. Era un objeto hermoso. Apoyado sobre un tronco marrón oscuro y sujeto a un tenedor artísticamente trabajado, resultaba una verdadera pieza de colección. Sin embargo, José siguió de largo, y Pablo lo instó a que lo comprara.
—Dale, Gitano, llevátelo.
José meneó la cabeza. No era un hombre al que le resultara fácil darse los gustos, como si alguna culpa inexplicable le impidiera disfrutar las cosas que por justicia merecía. Pero así era la neurosis, y Pablo lo sabía. Por eso, dejó que su amigo avanzara unos puestos más y con disimulo compró la artesanía y la guardó en su mochila. Más tarde, mientras compartían una botella de Medio y Medio esperando la comida, sacó el paquete y se lo dio.
—¿Y esto por qué? —preguntó el Gitano sorprendido.
—Para que no olvides dos cosas. La primera y principal es que sos mi hermano.
—¿Y la segunda?
—Que soy mucho menos amarrete que vos.
Había sido un lindo almuerzo, uno de esos momentos que justifican la vida. Hablaron de sus proyectos, de los amores perdidos, de la pasión que compartían por el Psicoanálisis e incluso, amparados en el mareo producido por aquella bebida dulce y espumante, se permitieron algunas confesiones.
Ahora el reloj de arena está apoyado en la biblioteca de ese consultorio como testigo mudo de una tragedia incomprensible. Y algo en el ambiente le resulta extraño, pero ¿qué?
La voz que escucha a sus espaldas lo vuelve a la realidad.
—Basta. Ya tuvo suficiente tiempo.
Gira y ve a Bermúdez que, con un gesto, lo invita a retirarse. Pablo obedece y camina hacia la puerta.
—¿Todo bien, señor? —pregunta Gutiérrez.
—Todo bien —responde amable el subcomisario.
—¿Necesita algo más?
—No, gracias. Ya nos íbamos, ¿no, licenciado?
Pablo asiente.
—¿No quiere ver las fotos? —pregunta el policía a su superior, y antes de que el subcomisario pueda negarse, Rouviot se anticipa y toma el celular que el hombre les ofrece.
—No lo haga —le murmura Bermúdez—. No está acostumbrado a ver estas cosas. Además, es su amigo y…
Tarde. De modo torpe y casi temblando, Pablo pasa imagen tras imagen. Se trata de algunas tomas de José sentado en el sillón con la cabeza apenas ladeada. En la última, el rojo de la sangre lo conmueve y Bermúdez, consciente de esto, decide que es demasiado y le devuelve el teléfono a Gutiérrez.
—Vamos —le ordena.
En medio de un silencio atroz caminan hacia los ascensores, bajan y salen a la vereda. Hace frío. Pablo se pone el abrigo y cruzan la calle. Antes de subir al auto el policía se detiene y le señala algo.
—¿Qué es eso?
—¿Qué cosa?
—Eso que tiene en la mano.
Pausa.
—Una notebook —responde con fingida indiferencia. Bermúdez lo mira asombrado.
—¿Me parece a mí o no la tenía cuando entramos al edificio? —La única respuesta es el silencio—. ¡Pero la puta madre! No lo puedo creer. Usted es un estúpido, o un inconsciente. ¿Sabe qué le puede pasar por sustraer un elemento de la escena de un hecho como este? Dígame, ¿en qué momento la agarró? —le cuestiona levantando la voz.
—Shhh… No grite, por favor, que lo pueden escuchar los guardias de la puerta. Subamos al auto y le explico.
Bermúdez abre la puerta y entra al vehículo. Está fuera de sí.
—Escúcheme bien. Diga lo que tenga que decir, pero es mejor que me convenza, porque si no, lo agarro del cogote y lo entrego ya mismo como sospechoso de homicidio.
Pablo lo observa atónito.
—Pero ¿qué está diciendo?
—Lo que escuchó. Usted mismo me dijo que alguien robó el grabador para que no nos enteráramos de algunas cosas. Bueno, ese alguien bien podría ser usted, ¿no le parece?
—¿Yo?
—Sí, usted. Vino, mató a su amigo, se llevó el grabador, pero después se dio cuenta de que había olvidado algo importante: la notebook. Necesitaba algún boludo que le permitiera volver a la escena para llevársela, y ese fui yo. ¿Y sabe qué? No me gusta que me tomen de boludo.
—Entonces no se comporte como si lo fuera. Estoy desesperado ¿me entiende? No sé qué me pasó. La vi sobre el escritorio y…
—Claro —recuerda—. Por eso le tiró el saco encima ni bien entró. No quiso que yo la viera.
—Sí. Porque sabía que no iba a dejar que me la llevara.
—¿Y para qué la quiere?
—Porque José vuelca en esta computadora el contenido de las sesiones que graba. Y algo debe haber en ellas para que alguien se robara el aparato, ¿no le parece? —Bermúdez asiente—. Y ahora que lo pienso me doy cuenta de una cosa más.
—¿De qué?
—El autor de esto es una persona muy especial.
—¿Por qué lo dice?
—Porque, como usted señaló, todo está demasiado prolijo. Sin forcejeos, ni cosas tiradas por el piso. Le disparó a José, agarró el grabador, cerró la puerta y se fue tranquilamente. No estaba asustado y podía pensar con claridad.
—¿Y eso qué le dice?
—Que no fue un acto impulsivo, sino algo muy bien planificado. Tanto, que ni siquiera tuvo la necesidad de fingir un robo.
—Bueno, fingió un suicidio.
—Algo que no va a sostenerse. Estoy seguro de que en las manos de José no van a encontrar restos de pólvora.
—Puede ser, pero esa no es una prueba concluyente. Además, no creo que Ganducci vaya a pedirla.
—Por eso lo necesito a usted. —Lo encara Pablo—. Se lo ruego. Ayúdeme.
Bermúdez lo mira con seriedad.
—¿Le puedo preguntar algo antes?
—Por supuesto.
—¿Y si su amigo simplemente perdió el grabador en la calle, o se lo robaron en el subte? ¿Si solo le pasó algo inexplicable por la cabeza y decidió matarse?
—No va a ser así. Créame, sé de lo mío. José no es un suicida —responde seguro—. ¿Y? ¿Qué me dice?
El policía duda.
—¿Sigue viviendo en el departamento de Palermo, ese que está frente a los bosques?
—Sí.
—Entonces lo llevo, y en el camino decido si lo dejo en su casa o paro en alguna comisaría que me quede de paso y lo entrego.
—Gracias. —Suspira.
—No me agradezca todavía. ¿Quién le dice? A lo mejor, mañana amanece en cana.
Veinte minutos después el Peugeot negro estaciona al 5900 de Avenida del Libertador. Pablo abre la puerta y está a punto de bajar cuando la voz lo detiene.
—Licenciado, por lo que recuerdo de usted, no va a quedarse sin hacer nada. Y como para esto es medio pelotudo, se lo digo con respeto, manténgame al tanto. No quiero que se meta en más quilombos todavía.
Rouviot sonríe.
—Le agradezco, y no se preocupe. Intuyo que vamos a vernos seguido en estos días.
Bermúdez asiente.
—Temía que fuera a decir eso.
El auto arranca, Pablo abre la puerta y llama al ascensor. Seguramente después va a pasar por el hospital, pero primero necesita hacer algo en su casa.