– XII –
—No entiendo —protesta Raúl Hidalgo.
—Tranquilizate. —Intenta calmarlo su esposa—. Ya te dije que el licenciado Rouviot estuvo ayer en casa. Bueno, llegó Rocío, se conocieron, después de su charla conmigo fueron a conversar a un café y quedaron en que hoy ella le iba a mostrar el departamento de El Salvador. Nada más que eso.
—¿Y puedo saber por qué teníamos que acceder a su pedido? Después de todo, a este tipo, ¿quién lo conoce?
—Nosotros. Porque vos también leíste alguno de sus libros.
—Sí, pero no me refiero a eso. Quiero decir que quién se cree que es para meterse en nuestras vidas. Te juro que no puedo explicármelo, Laura. Viene, entra a casa, cuenta una historia absurda, pregunta sobre un tema del que evitamos hablar, incluso entre nosotros, y resulta ser que ahora, en este instante, está a solas con mi hija en un departamento que para vos era un lugar sagrado. ¿O me equivoco? Mil veces te dije que lo vendiéramos, que después de lo ocurrido no nos hacía bien tenerlo. Pero no, vos querés conservarlo intacto, como si fuera un mausoleo, un templo al que hoy, sin embargo, dejaste entrar a un extraño.
—No fui yo, fue Rocío.
La mira.
—No me vengas con eso. Sabés bien que nadie va allí sin tu autorización. —Laura baja la mirada—. ¿Puedo saber por qué se lo permitiste?
—Porque alguien se está haciendo pasar por nuestro hijo. Alguien que probablemente haya cometido un crimen, y me pareció importante ayudar a descubrir qué se esconde detrás de todo esto.
La voz del hombre suena dura.
—Detrás de Hernán siempre se escondieron muchas cosas, y lo sabés tan bien como yo.
Ella acusa el golpe.
—No seas cruel.
—No soy cruel, soy realista. Ya está, Laura, se murió, lo perdimos y nada de esto nos lo va a devolver. Y si a Rouviot le balearon un amigo, lo siento mucho, pero no es algo que nos incumba. Porque de algo estamos seguros: no fue Hernán, porque está muerto. Dejémoslo descansar en paz, entonces, y también hagámoslo nosotros, por favor.
Se acerca y la abraza. Segundos después, ella se separa lentamente.
—¿Sabés qué pienso? Que a lo mejor tenés miedo.
—¿Miedo de qué?
—De que se sepa todo.
Por primera vez el hombre se muestra abatido.
—Laura, mi amor, no sé si hicimos lo correcto, pero sé que hicimos lo mejor que pudimos. No nos castiguemos más.
Ella se apoya en su hombro y lo abraza con fuerza. Él responde al abrazo, pero su mente está en otro lado. Acaba de tomar una decisión y va a llevarla a cabo cuanto antes.