– III –

—¿Qué decís? —pregunta con incredulidad—. No puede ser.

—Pero es —le responde Helena.

—¿Y cómo fue?

Ella se encoge de hombros y le esquiva la mirada.

—Dicen que fue un intento de suicidio.

—¿Suicidio? Pero ¿qué estás diciendo? ¿Te volviste loca?

—Yo no, pero a lo mejor José sí.

Pablo se mueve como si fuera un animal enjaulado mientras sus gestos denotan que se niega a creer en esa posibilidad. Conoce bien a su amigo. Sabe de sus momentos oscuros, sabe también que tiene con qué soportarlos. Además, no ignora que después de mucho tiempo estaba atravesando una etapa feliz.

La voz de Helena interrumpe sus pensamientos.

—De todos modos, todavía no nos dijeron nada. Cuando llegué ya estaba en la sala de Terapia Intensiva. Golpeé la puerta y salió un médico flaquito que está de guardia y me dijo que el estado es reservado.

Pablo se agarra la cabeza y da vueltas en el mismo lugar sin poder reaccionar todavía.

—Rubio, estamos en el horno —sentencia Helena. Él asiente y la abraza.

Rubio, ese apodo que surgió en su época de estudiante secundario debido a su apellido, Rouviot, y que hoy solo Helena se permite utilizar como privilegio de aquella adolescencia compartida.

—No lo puedo creer —murmura Pablo—. ¿Y cómo estaba cuando lo encontraron?

—Eso nos lo va a informar la policía, supongo. Hay un agente justo en la puerta de Terapia. Pero no te gastes en preguntarle, yo ya lo hice.

—¿Y qué te dijo?

—Nada. Que lo dejaron de guardia sin darle ninguna información.

—Puta madre —maldice—. Y a vos ¿quién te avisó?

—La chica esa que está allá.

—¿Qué chica?

—Aquella. —Helena señala el final del pasillo—. La que está sentada en ese banco. Tenía una tarjeta tuya, y como ahí no figura tu teléfono sino el mío, te quiso avisar a vos y me enteré yo. Parece ser que fue ella quien lo encontró y llamó al 911. Se la llevaron a declarar y después vino directo para acá. ¿La conocés?

Pablo se asoma y la ve. Con el pelo oscuro y largo que le cubre la cara y cae hasta las rodillas, la cabeza inclinada entre las manos y una actitud de inmensa desprotección.

—Sí, la conozco —responde y camina hacia ella.

 

Candela Montero apenas si percibe la mano que toca su cabeza con afecto. Levanta la vista y lo reconoce. Sus ojos se humedecen y la voz que se le quiebra vuelve inaudible el saludo. El hombre se pone en cuclillas, ella se arroja a sus brazos y suelta un llanto que viene conteniendo desde hace horas. Pablo también quisiera llorar, después de todo el que está peleando por su vida es su mejor amigo, pero sabe que no puede. No en este momento. Ahora necesita de toda su entereza para contener a la joven y comprender qué está pasando.

Unos instantes después, Candela se separa y lo observa. Repara en un resto de rímel que le ha dejado en la camisa e intenta sacarlo con un dedo.

—Te he manchado todo —le dice con marcado acento andaluz. Pablo se mira.

—No tiene importancia. Contame qué pasó.

—Pues, que no lo sé. Habíamos quedado con José en que lo pasaría a buscar a las ocho. Llegué y toqué el timbre de arriba por si aún estaba con pacientes y, como no me respondía, decidí entrar con mi llave. Había tanto silencio que tuve miedo. Sin embargo, todo parecía estar en orden, tanto en la sala de espera como en la cocina. Hasta que llegué a su consultorio.

Hace una pausa y vuelve a quebrarse. Él le acaricia el rostro y espera hasta que ella pueda continuar.

—Parecía como si estuviera descansando, con la cabeza un poco girada hacia la derecha. Lo llamé pensando que estaba dormido, pero luego vi la sangre en el piso y recién allí me di cuenta de que había un revólver caído a sus pies. Me acerqué, lo toqué, le hablé intentando hacerlo reaccionar, hasta que me di cuenta de que era inútil. Entonces llamé al 911 y avisé a la policía. —Pausa—. Dime, Pablo, ¿José va a morir?

La pregunta es directa y fatal. La mira y ni siquiera tiene que pensar la respuesta. No va a mentirle ni apelar a esas frases de ocasión que invitan a la fe. Hace tiempo que ha aprendido a no caer en las redes fatales de la esperanza.

—No lo sé. Todavía no pude hablar con nadie y ni siquiera entiendo qué estamos haciendo acá. Esto parece una pesadilla.

Ella asiente.

—¿Sabes? La policía me ha dicho que seguramente volverán a interrogarme. ¿Qué más podría decirles, si no sé nada? A no ser que sea sospechosa de algo, pero tampoco sé de qué, si José… —se interrumpe angustiada—. Pues, que se ha disparado él mismo. ¿O no?

Pablo hace una pausa antes de responder.

—Es probable. Pero vos lo encontraste, y en esta circunstancia no pueden descartar a nadie. —Percibe el temor en su mirada y la acaricia—. No tengas miedo. No voy a dejarte sola.

Candela lo mira, asustada pero agradecida.

La puerta de la sala de Terapia Intensiva se abre y la voz de un médico de extrema delgadez los interrumpe. En el guardapolvo tiene bordado su nombre: Dr. Daniel Antúnez.

—Familiares de José Heredia.

 

Ambos se ponen de pie y Helena se acerca corriendo. Pablo siente que su corazón se acelera. Intenta leer en la actitud del médico lo que tiene para decirles, pero no puede. El gesto de indiferencia es parte de las condiciones que desarrollan quienes trabajan en la frontera entre la vida y la muerte. Y, a pesar de su juventud, el doctor Antúnez ya lo ha adquirido.

La voz ausente
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