– XIII –
—¿Y qué es exactamente lo que espera encontrar?
—No lo sé. Cualquier cosa que me ayude entender algo de lo que está ocurriendo.
Rocío lo acompaña y pasan al cuarto. Un somier de dos plazas con un cobertor blanco, dos mesas de luz, un velador y una lámpara de pie en un rincón es todo el mobiliario. El ambiente ordenado y pulcro genera la sensación de estar todavía habitado. Carece, además, de ese olor característico de las casas cerradas. Pero recuerda que la joven le comentó que alguien se ocupa de mantenerlo en condiciones y que su madre visita el lugar cada tanto. Imagina a Laura allí, sola, llorando sentada en la cama de su hijo, atravesada por un dolor sin nombre. Siente la tentación de revisarlo todo, pero le parece demasiado invasivo. Sin embargo, tiene que intentarlo.
—¿Puedo? —Señala la puerta del placard.
—¿Es necesario?
La joven podría haberse negado, sin embargo, duda. Y esa duda lo alienta a insistir.
—Sé que es una situación delicada para vos. Seguramente pensás que estamos profanando la intimidad de tu hermano, pero te aseguro que esto también es por él.
—No entiendo.
—Alguien usó su nombre. ¿Por qué, o mejor aún, para qué? Sin dudas, esa persona sabe que Hernán está muerto, por lo que intuyo que es muy probable que lo conociera. Y en ese caso, ¿de dónde? ¿Eran amigos, compañeros de trabajo, de la facultad o el club? No sé. Me pregunto incluso si no habrá estado en este lugar.
Un escalofrío la recorre al escuchar esas palabras.
—¿Qué está diciendo?
—Solo estoy pensando en voz alta. —La mira—. ¿Y… puedo o no?
Ella acuerda después de meditarlo unos segundos. Al entreabrir una de las puertas se vislumbran algunas prendas colgadas, y le parece escuchar un sollozo a sus espaldas.
—Rocío, ¿preferís salir? No voy a demorarme mucho y prometo no desordenar nada.
La joven asiente y se retira, casi agradecida. Ya solo, Pablo mira en el interior del mueble e intenta grabar en su mente todo lo que pueda. Por lo que se ve, Hernán era una persona prolija y obsesiva. Todas las camisas miran para el mismo lado y están ordenadas cromáticamente: las más claras a la izquierda, las de colores en el centro y las oscuras del lado de la derecha, junto a los sacos y abrigos. Repara también en su gusto para vestirse: clásico y elegante. En el piso, prolijamente acomodados, están los calzados: cinco pares de zapatos, uno de botas, tres de zapatillas y dos de ojotas. Cierra con cuidado y abre las puertas del otro sector. Allí hay una cajonera y cuatro estantes ocupados con remeras, suéteres y buzos. En el cajón superior están las medias y los cinturones, en el siguiente la ropa interior, y en el último algunos relojes, pañuelos y bufandas. Nada que llame su atención.
Un poco desilusionado sale al pasillo y, del otro lado, ve la puerta entreabierta de lo que parece ser un escritorio. Rocío está sentada en el sillón del living con la mirada perdida, seguramente absorta en sus recuerdos. No va a preguntarle otra vez. ¿Para qué? Decide que la autorización que le dio para husmear en la habitación de Hernán es extensiva a los demás espacios y sigilosamente se dirige al otro cuarto que, como lo sospechó, resulta ser un lugar de estudio.
El sol de la mañana entra por la ventana y, muy a su pesar, debe reconocer que el lugar resulta agradable. Un escritorio, sencillo pero amplio, de color marrón, una lámpara de mesa y una silla de madera y esterilla se imponen en el fondo. Camina hacia ellos y se pregunta si alguien más se habrá sentado allí después de la muerte de Hernán. Encima del mueble hay un monitor, un teclado, un mouse apoyado sobre un pad de color negro, un portalápiz con todo lo necesario para estudiar: resaltadores, sacapuntas, banderitas de colores para señalar, lápices y una goma. Es claro que se trataba de alguien metódico y organizado. Con una sensación extraña, abre el cajón superior y comprueba que no hay nada. Seguramente Laura debe haberlo vaciado. En el segundo, encuentra solo la fotografía de una joven muy hermosa, de cabello y ojos negros. Sin poder resistirse toma el retrato. La mirada de la mujer es perturbadora y lo acapara durante unos segundos, luego de los cuales vuelve a colocarlo en su lugar. Gira y queda frente a una enorme biblioteca que ocupa toda la pared de la derecha. Se acerca y la recorre con la vista. En el estante principal, el que está más a mano, se encuentran los libros de filosofía: Marx, Aristóteles, Descartes, Heidegger, Nietzsche, Kant, Foucault, Sartre, Habermas, Derrida y Adorno, entre otros. No le cuesta nada percibir que también los autores han sido cuidadosamente acomodados por períodos. A la izquierda Platón, a la derecha Zizek y La filosofía y el barro de la historia, uno de los libros preferidos de Pablo. Suele llevarlo a cada viaje que realiza. Ese tomo abultado de tapas amarillas con letras rojas y negras sigue siendo el compañero de muchas de sus horas. Lo ha leído y releído infinidad de veces. Se trata de un texto que tuvo su origen en un curso que el autor dictó durante todo el año 2004 al cual él tuvo la fortuna de asistir. Su trayectoria lo ha llevado a participar de infinidad de clases magistrales dictadas por altos representantes del pensamiento mundial, sin embargo, jamás se sintió tan impactado como en aquellas jornadas en las que el profesor José Pablo Feinmann lo conmovió con la fuerza de su pasión y su pensamiento.
El estante superior contiene obras de ficción, en su mayoría clásicos: Balzac, Kafka, Borges, Hesse, Shakespeare, Victor Hugo, Chéjov, Melville, Camus, Jonathan Swift, Hemingway, mientras que en los inferiores hay libros de géneros diversos: historia, música, matemática, psicología, cuentos y novelas de autores argentinos.
Se pregunta si Hernán habrá leído todas esas obras. De ser así, lo imagina un hombre con muchas inquietudes y ansias de conocimiento.
De pronto algo atrae su atención. Se pone en cuclillas y lee en el lomo de uno de los ejemplares un nombre: Søren Kierkegaard. Le resulta raro. Hernán era demasiado ordenado, patológicamente obsesivo, como para haber ubicado a Kierkegaard entre los libros de geografía. No puede haber sido él quien lo hizo, es claro que alguien más lo dejó en ese lugar. Tal vez Laura, o Andrea, la muchacha que se encarga de la limpieza del departamento. En cuyo caso, sería probable que el libro lo hubieran encontrado fuera de su lugar, a lo mejor en el escritorio, o la mesa de luz. De estar en lo cierto, quizás fuera lo último que Hernán leyó en su vida, y con ese pensamiento que le genera un respeto casi religioso lo saca del estante. Su sorpresa es aún mayor al ver la foto de un joven de rulos y gesto andrógino vestido al estilo gótico que se le impone, y reconoce el libro por la tapa aún antes de leer su título: Diario de un seductor. Lo sabe porque estuvo buscándolo durante mucho tiempo, pero por más que lo intentó, no pudo encontrarlo. Y ahora, de improviso, lo tiene allí, en sus manos. Lo abre y le parece percibir algo extraño en la primera hoja, aunque no sabe qué.
—¿Todo bien, licenciado?
La voz de Rocío lo sobresalta y suelta el libro, que cae al piso. Lo levanta con torpeza mientras se disculpa.
—Perdón. Me sorprendiste.
—No se preocupe. ¿Y eso?
Por toda respuesta se agacha, levanta el libro y le muestra la tapa. Duda si compartir con ella sus elucubraciones, pero decide que no tiene sentido.
—Diario de un seductor. Es un texto fascinante y muy difícil de conseguir, pero no tengas miedo que no me lo voy a llevar.
Le sonríe mientras aprovecha para observar una vez más esa primera página. Ella se encoge de hombros.
—Lléveselo, si quiere. No creo que a nadie de la familia le interese leerlo.
—No me parece que sea lo correcto —comenta escondiendo la dualidad que siente.
—¿Por qué? ¿Acaso no dijo que no estábamos profanando ninguna intimidad? Recién, mientras estaba sola, pensaba en eso y creo que usted tiene razón. ¿Sabe? Este lugar era el refugio de mi hermano, su mundo privado. Aquí guardaba sus secretos, su música y, por supuesto, el mayor de sus tesoros: sus libros. —Camina hacia la biblioteca y se detiene a su lado—. Pero ahora me pregunto, ¿qué importancia tienen estas cosas si él ya no está? Mi madre se encarga de conservar todo tal cual estaba antes, como si de esa manera pudiera negar la verdad. Sin embargo, la verdad está allí. Y la verdad es que Hernán está muerto.
Quizás no debería preguntar, pero no puede evitarlo. Ante todo, es analista.
—¿Querés hablar de eso?
La joven se sorprende, y los ojos azules lo miran con un dolor que atraviesa el espacio que los separa. Pablo puede sentirlo. Se hace un silencio, luego del cual ella camina hacia el escritorio, se desploma sobre la silla de madera y apoya la cara entre las manos.
—¿Para qué? Tampoco las palabras pueden cambiar la realidad. ¿O sí?
Pablo recuerda la sentencia de Aristóteles: Lo que ha sido ha sido y ni Dios mismo puede cambiarlo.
—Es cierto, las palabras no van a modificar el pasado, pero a lo mejor pueden ayudarte a reescribir una historia diferente. —Ella lo mira con asombro—. Rocío, nada puede alterar la desgracia que sufriste, pero hay distintas maneras de enfrentar una tragedia. Podés enojarte con Dios y subsistir hasta el último de tus días llena de odio, sintiendo que todo no es más que una gran injusticia y nada vale la pena, en cuyo caso vas a tener una existencia oscura y padeciente, nunca vas a ser feliz, te van a doler las alegrías de los demás y, lo más probable, es que termines tus días vacía y resentida. Pero también podés intentar ponerte de pie, aunque cueste, aunque duela. Buscar un sentido para tu vida en medio de este universo que, tenés razón, no tiene sentido alguno. Ese es tu desafío ahora, y me gustaría saber qué pensás hacer. ¿Vas a enterrar tus ilusiones junto a la tumba de tu hermano o vas a animarte a caminar con dignidad a pesar del dolor que implica saber que él ya no está? —Se le acerca—. Para eso hace falta ser valiente, ¿sabés? Y a lo mejor no puedas sola. Bueno, no está mal. Nadie puede todo solo. En ese caso, tendrás que tener el coraje de pedir ayuda.
—¿Ayuda? ¿A quién?
Toma aliento antes de responder.
—Para eso estamos los analistas. Para acompañar a quienes intentan sobreponerse a la angustia y no pueden sin el apoyo de alguien. Pero sos vos quien tiene que desear salir del abismo, quien tiene que extender su brazo en busca de auxilio.
La joven está llorando, y tímidamente, en un gesto casi imperceptible le tiende su mano. Él la toma y le sonríe. Ella se pone de pie y quedan enfrentados, muy cerca el uno del otro. Es un momento extraño. De pronto, el clima se ha vuelto demasiado íntimo, pero Pablo tiene la experiencia suficiente como para saber que no es la intimidad de la seducción, sino la del vínculo analítico. Sin darse cuenta, se ha propuesto como una alternativa para Rocío. Para eso estamos los analistas, ha dicho. Y ahora debe hacerse cargo. Va a decir algo, pero un repentino estruendo los sobresalta. Ambos se aprietan las manos sabiendo que ya no están solos.