– IV –
—¡Qué boludo! ¿Cómo no me di cuenta antes? Si Sofía me lo dijo con todas las letras —protesta, sentado en el asiento del acompañante del viejo Peugeot 504.
—¿Qué le dijo Sofía?
—Cuando volvíamos de hablar con Mansilla, después de que nos contó que no quiso denunciar a Dante cuando se fugó del hogar, ella me pidió que lo entendiera porque, después de todo, lo suyo fue un acto de amor, una historia digna de un libro.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Que Mansilla mismo confesó que era así. Es más, incluso me reveló de dónde había copiado la escena: de su libro preferido.
—¿Cuándo hizo eso?
—Cuando me dijo que intentó darle a Dante una oportunidad de conocer el mundo sin llevar un prontuario encima, comprarle una vida nueva, demostrarle que no todos iban a tratarlo mal, y que tenía la posibilidad de cambiar su destino.
—Perdóneme, pero no le estoy entendiendo un carajo.
Pablo intenta calmarse, pero está demasiado enojado con él mismo.
—Bermúdez, ¿leyó Los miserables?
—No, pero he conocido muchos.
—Me imagino, pero no nos estamos refiriendo al mismo tipo de miserables. Porque cuando Victor Hugo escribió esa novela, intentó reivindicar a quienes viven en la miseria por culpa de los poderosos, a los que llevan sobre sus hombros la injusta carga de la desigualdad social. —El policía sonríe—. ¿Qué le pasa?
—No, nada. Solo que, al final, terminó siendo un zurdito, usted.
—Déjese de joder, que no estoy para bromas.
Los ojos claros lo observan comprensivos.
—No se enoje, estoy tratando de ayudarlo porque veo que se está maltratando demasiado. —Le palmea el brazo con afecto—. Cuénteme de qué se trata todo esto.
Pablo lo mira y le hace un extraño pedido.
—¿Tiene un cigarrillo?
—Sí, pero si usted no fuma.
—Ya lo sé. Pero, a falta de café, o de una copa de vino, acepto un poco de nicotina.
Bermúdez se encoge de hombros.
—Si usted quiere. —Le acerca el atado, Rouviot toma uno, lo enciende, da una pitada larga, y recuerda por qué lo detesta.
—Es horrible. —Se lo devuelve conteniendo la tos.
—Démelo a mí, entonces, y cuénteme sobre ese libro.
Algo más tranquilo, Pablo comienza su relato.
—Creo que Los miserables es la novela más importante que se haya escrito.
—¿Para tanto, le parece?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque muestra la esencia del alma humana como ninguna otra. Allí están expuestas la maldad y la bondad, la lucha y la injusticia, el heroísmo y la cobardía. Créame, es una obra sublime.
—Le creo. ¿Y de qué trata?
—El libro cuenta la historia de Jean Valjean, un hombre condenado a cinco años de prisión por robar un pan, condena que se extendió a diecinueve debido a sus intentos de fuga. Al salir en libertad llevaba el documento amarillo que identificaba a los exconvictos, por eso no conseguía ni trabajo ni una pensión donde vivir. Una noche muy fría, mientras dormía en la calle, un hombre bondadoso, Bienvenue Myriel, el obispo de la ciudad, le abrió la puerta de su convento y le ofreció comida caliente y una cama limpia. Su ayudante, la señora Magloire, le señaló el riesgo de recibir en su hogar a un desconocido recién salido de la cárcel de quien ni siquiera sabían el nombre. El obispo respondió: en mi puerta no se pregunta al que entra por ella si tiene un nombre, sino si tiene algún dolor, y le recomendó que jamás preguntara el nombre de alguien que pide asilo porque el que más necesidad de asilo tiene es aquel al que más le cuesta decir su nombre.
—Me gusta —acota Bermúdez atrapado por el relato—. Es bastante diferente a algunos curas que conozco.
Con el placer de haber captado su atención, Pablo continúa.
—La cuestión es que, luego de cenar, Valjean se acostó, pero no podía dormirse y, en medio de la noche, se levantó, robó la vajilla de plata del sacerdote y huyó por una ventana. Pero los policías lo detuvieron enseguida y lo llevaron ante Myriel. —Bermúdez hace un gesto afirmativo—. ¿Qué pasa?
—Me reconforta saber que, en algún tiempo, la policía era tan eficaz.
Rouviot sonríe.
—Sin embargo, para sorpresa de todos, el obispo montó una escena: les dijo a los agentes que él mismo le había regalado esos cubiertos, reprendió a Valjean por no haberse llevado también los candelabros que eran de gran valor. Entonces, se acercó para dárselos y le dijo al oído: No te olvides nunca de que me prometiste usar este dinero para convertirte en un hombre honrado. Hermano mío, tú no perteneces al mal, sino al bien. Yo compro tu alma, la libero de las ideas negras y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios.
Bermúdez le pega la última pitada al cigarrillo antes de tirarlo por la ventana.
—¿Y usted cree que el viejo quiso ser Myriel?
—Es lo que pienso, que intentó convertirse en el personaje más noble de su novela preferida.
—Y si nos mintió en eso…
—Todo lo que nos dijo puede ser mentira —completa la frase Pablo.
—¿Por eso me pide que vaya a verlo otra vez?
—No. Quiero que lo interrogue por algo mucho más grave.
—Explíquese.
Pablo se recuesta en el asiento y cierra los ojos.
—A esta altura estoy convencido de que Santana no eligió a Hernán de un modo casual. Por algún motivo tomó su identidad, y creo saber por qué.
—Dígamelo, entonces.
—Porque tenían algo en común: estuvieron en el mismo hogar y compartieron el mismo calvario. Santana lo dijo con todas las letras.
—¿Cuándo?
—Cuando le contó a José por qué sabía que la muerte de Hernán no había sido un accidente.
—¿Qué dijo?
—Porque nadie más que yo sabía el infierno que estaba pasando. Claro que lo sabía, porque él había compartido ese infierno. —Rouviot hace una pausa y continúa—. Cuando Raúl Hidalgo me confesó que un juez amigo le entregó al bebé, recordé que lo mismo nos había dicho Mansilla: que un juez amigo legalizó la entrada de Dante al instituto sin hacer preguntas. Y, pensé que, si ese magistrado avalaba en silencio el ingreso de chicos sin cuestionar nada, ¿por qué no iba a entregar esos menores a familias que querían adoptar sin pasar por toda la burocracia del sistema?
—Familias que, seguramente, dejaban un montón de plata que se repartirían entre Mansilla y el magistrado —agrega Bermúdez.
—Sí. Además, el viejo nos dijo que en aquella época todo era mucho más sencillo. Bueno, teniendo en cuenta que dirigió el hogar por más de treinta y cinco años, ¿sabe cuál fue esa época? —Los ojos claros de Bermúdez se agrandan ante la pregunta—. Exacto, la época del proceso militar.
—Rouviot —expresa con voz tensa luego de unos segundos—, lo que usted sugiere es muy grave.
—Lo sé. Y si tengo razón, es posible que Mansilla haya participado en el delito de robo de identidad y apropiación de menores. No soy abogado, pero hasta donde yo sé, esos son crímenes de lesa humanidad.
—¿Y si fuera así?
—Si fuera así, se tiene que morir en la cárcel, porque esos delitos no prescriben.
El clima se ha enrarecido. Con un movimiento torpe, Bermúdez enciende otro cigarrillo. Es evidente que está nervioso.
—Pero el tipo que buscamos debe haber nacido en el año… —duda—. Mil novecientos ochenta y cinco, más o menos.
—¿Y con eso qué? —lo increpa Rouviot—. ¿Me va a decir que no sabe que los milicos siguieron teniendo jueces amigos y estructuras de poder por muchos años más?
El hombre menea la cabeza.
—Sabía que usted me iba a meter en un quilombo, pero ¿sabe qué? Si está en lo cierto, le juro que yo mismo voy a traer a ese viejo a patadas en el culo por la ruta. —Hace una pausa—. Sin embargo, hay algo que no termina de cerrarme con respecto a nuestro caso.
—¿Qué?
—Que aun si su hipótesis estuviera acertada y esos chicos hubieran estado en el mismo internado, no es posible que se relacionaran, porque Hernán fue entregado siendo un bebé y casi no vivió en ese lugar.
Pablo asiente.
—Tiene razón. Pero Santana es muy inteligente. Quizás haya descubierto todo y obtenido los datos de la entrega de Hidalgo, y de otros chicos. Es probable, incluso, que ese sea el motivo por el cual Mansilla no denunció su fuga. Porque sabía de la amenaza que representaba para él judicializar a Dante, ¿entiende?
—Entiendo, pero, aun así, ¿por qué eligió a Hernán y no a otro?
—No lo sé.
Pablo se siente frustrado, y Bermúdez inquieto.
—No termino de creerme todo esto. Es demasiado siniestro.
—Me extraña que diga eso. Estoy seguro de que, a esta altura de su carrera, debe haber visto infinidad de cosas que parecen inexplicables.
—Es cierto. Aun así, no me acostumbro a ellas. Pero no perdamos tiempo. Según me contó, la última vez que lo vio estaba preparando unas valijas. Seguramente, ese hijo de puta sospechó que íbamos a descubrirlo y quiere levantar vuelo. No sé si llegaré a tiempo, pero lo voy a intentar. Así que mejor bájese, así salgo ya. No se olvide que tengo cuatrocientos kilómetros por delante.
—Por supuesto, pero antes deme el dato que le pedí que averiguara.
—Ah, sí, claro. Bueno, para variar, usted tenía razón. No hay ningún instituto de enseñanza llamado Ganímedes en toda la Capital, pero sí, como lo intuyó, hay un bar de tragos en la calle Arenales al 2400; se llama Los Ases. —Lo mira—. ¿Puedo saber cómo lo supo?
—No lo supe, lo deduje.
—¿A partir de qué?
—De la escucha de las sesiones. Cuando el Gitano le pidió que hablara de su trabajo, percibí una cierta sorpresa en Dante. Creo que no esperaba esa pregunta y, por lo tanto, como no tenía una respuesta armada tuvo que improvisar.
—¿Entonces?
—Entonces, inventó que era auxiliar docente, pero ante la pregunta por la localización del instituto, se vio apurado y dio una dirección que en realidad significaba algo para él. Cuando, en encuentros posteriores, habló de su amigo Flavio, ocurrió algo parecido. Dijo haberlo conocido en ese lugar, al que llamó Ganímedes. Sospecho que, de verdad lo conoció allí, aunque, por supuesto, falseó el nombre. Nadie podría llamar así a un instituto de enseñanza.
—¿Por qué?
—Porque es el nombre de un personaje de la mitología griega, a la que Santana es muy adepto. Un personaje para nada ligado a la educación, más bien todo lo contrario.
—Cuénteme —lo invita Bermúdez.
—Ganímedes era un príncipe troyano, y se cuenta que era tan hermoso que Zeus se enamoró de él ni bien lo vio. Dispuesto a poseerlo, se transformó en águila y lo secuestró, llevándolo con él al monte Olimpo, donde además de hacerlo su amante, le dio el cargo de copero, para que todos pudieran disfrutar de su belleza al verlo llegar trayendo el néctar. —El policía lo interroga con un gesto—. El vino de los dioses. Como le dije —continúa Pablo—, Dante es un gran conocedor de los mitos clásicos, y por eso sospeché que se estaba burlando de José al usar ese nombre. Sin embargo, intuí que en esa dirección debía haber algo. Algo que tampoco se llamaría Ganímedes, pero que sí tendría que ver con él.
—Un bar de copas, por ejemplo —completa el policía.
—Elemental, mi querido Bermúdez —bromea Rouviot.
—Pero con ese chiste se estaba arriesgando mucho. Porque, de algún modo, iba dejando pistas.
Pablo se queda pensando en lo que acaba de escuchar.
—Tiene razón.
—¿Y por qué alguien tan perspicaz haría eso?
—Hay dos respuestas posibles. La primera, es que haya querido confesarse.
—No entiendo.
—Bermúdez, créame que por muy lúcida que sea una persona, nadie está exento de que la culpa le haga cometer algún acto fallido que lo delate.
—¿Y por qué haría eso?
—Porque, inconscientemente, busca ser castigado.
El hombre menea la cabeza.
—Una teoría muy retorcida para mi gusto, pero con usted ya me estoy acostumbrando. ¿Y la segunda opción?
—Que supiera de antemano que iba a matarlo y, sabiendo que iban a buscarlo, haya dejado esos rastros a propósito para competir en inteligencia con sus perseguidores.
—O sea, con nosotros.
—Así es —concluye Pablo—. Pero dejemos la charla para después, si le parece, que tiene por delante un largo trayecto hasta General Lemos.
—Y mientras tanto, ¿qué va a hacer usted?
Rouviot lo mira con ironía.
—Creo que voy a ir a tomarme unos tragos.