– I –

No todo puede decirse con claridad porque, más allá del sentido de las palabras, como sombra entre las sombras, se esconde un significado latente que escapa a la voluntad de quien habla. Hace tiempo que el psicoanálisis descubrió la existencia de un discurso que, casi como una ajenidad, habita en cada ser humano y cuya aparición deja una sensación de extrañeza: el discurso del Inconsciente. Un universo fuera del dominio de la razón que, en su deseo de hacerse oír, encuentra disfraces para eludir la represión.

Estos velos se denominan formaciones del Inconsciente: lapsus, sueños, síntomas, actos fallidos y chistes. Fenómenos que ponen al sujeto en estado de asombro frente a aquello que él mismo ha dicho, soñado o de lo cual padece y, sin embargo, pueden abrir el camino a la verdad que se esconde dentro de cada persona. Pero, para que esto sea posible, es necesaria una presencia que escuche lo no dicho, y ese es el rol que cumple el analista. Sin embargo, lejos de todo efecto mágico, el develamiento de esa verdad oculta es el resultado de un arduo trabajo. Pablo sabe que, muchas veces, el olvido es producto del esfuerzo inconsciente que alguien realiza para ocultar algunas situaciones traumáticas. En esos casos, la defensa condena a los recuerdos a una vida silenciosa. Pero, más allá de ese olvido está el otro, el que impone el paso del tiempo y la limitación de la memoria. El Funes de Borges ha sido el intento de concretar un deseo imposible. Nadie puede recordarlo todo, y por eso, fue necesario encontrar mecanismos para resguardar el conocimiento, la tradición o el arte. Y, siendo el hombre un sujeto de la palabra, estos dispositivos tenían que contemplarla. Los libros aparecieron, entonces, como un medio de transmisión y preservación de la ciencia, la historia y la poesía.

Quien posee el conocimiento es el verdadero dueño del poder y, a sabiendas de esto, los primeros ejemplares fueron considerados objetos preciosos y se mantuvieron lejos del vulgo, siendo derecho exclusivo de las clases dominantes.

Hijo de una familia humilde, Pablo pudo comprobar que la educación es lo único que, de algún modo, puede equilibrar las oportunidades, y que el acceso al conocimiento es el arma principal para enfrentar las injusticias sociales. Los tiranos lo entendieron también. Por eso los prohibieron, o los quemaron, porque sabían que era mucho más riesgosa una idea que una bala.

Las bibliotecas son esos lugares donde, tanto la humanidad como cada sujeto, guarda aquello que lo constituye, le interesa o lo apasiona. Pararse frente a una biblioteca es pararse frente al tiempo. Ya sea el tiempo que fue, el que es, o el que jamás podrá ser, pues cada libro que leemos es uno que no podremos leer. Un modo simple de ejemplificar lo que Don Miguel de Unamuno llamó el sentimiento trágico de la vida podría ser la idea de que nadie podrá jamás leer todos los libros del mundo.

Convencido de la verdad de las palabras de Quevedo, leer es escuchar a los muertos con los ojos, Pablo siente que las bibliotecas son el intento más noble que la humanidad ha encontrado para tener alguna chance de vencer en la desigual batalla que libra cada día contra la muerte. De hecho, para Dante Santana, esa habitación hoy derruida y entonces llena de libros, fue su trinchera y, de seguro, el lugar en que formó lo más hondo de su ser. Mansilla se lo ha dicho, y la escucha de sus sesiones con José se lo confirmaron. Su hablar culto, delicado e inteligente no pudo construirse en ningún otro sitio.

Cierra los ojos y lo imagina en aquellos fines de semana solitarios, recorriendo los estantes en busca del próximo ejemplar que leería y, si de algo está seguro, es de que muchas veces habrá elegido alguno dedicado a la mitología clásica. Lo sabe porque, al recorrer sus notas, se ha topado con varias menciones a personajes míticos. Las dos primeras corresponden a la sesión inicial. En ella, se definió como el Hefesto de la familia y le advirtió al analista que, si quería conocer su infierno, primero debería dormir a Cerbero.

Hefesto, esposo de Afrodita, era quien forjaba las armas de los habitantes del Olimpo, el dios herrero, y el famoso Can Cerbero, el monstruoso perro de tres cabezas cuya cola era una serpiente, que custodiaba una de las puertas del Hado, el imperio de los muertos, para evitar que los vivos pudieran entrar y, sobre todo, impedir que algún condenado escapara de la región tenebrosa.

Sin embargo, la asociación que hizo con el hilo de Ariadna debe significar algo más. Como analista, está acostumbrado a tomar muy en serio esas apariciones repentinas de ideas que suelen comunicarle algo que, conscientemente, aún no ha comprendido. Por eso, repasa esa historia que conoce a la perfección.

Según el relato clásico, Minos y Pasifae, reyes de Creta, llevaron adelante una exitosa guerra contra Atenas que estuvo a punto de destruir la ciudad. Vencidos, los atenienses rogaron la paz, la cual les fue concedida a cambio de un siniestro pedido: cada año, debían enviar siete muchachos y siete doncellas para alimentar al Minotauro, un engendro con cabeza de hombre y cuerpo de toro que vivía encerrado en un laberinto. Pero un año, Teseo, príncipe de Atenas, se ofreció a ir como voluntario junto con los demás jóvenes, con la firme decisión de matar a la bestia y liberar a su pueblo de semejante castigo. Y ocurrió que Ariadna, hija de Minos y Pasifae, se enamoró de él a primera vista y se ofreció a ayudarlo, entregándole un ovillo que ella misma iría devanando, para que así, luego de alcanzar su cometido, pudiera encontrar la salida del laberinto. De ese modo, el héroe logró cumplir con su misión y escapó de Creta. Ariadna lo acompañó, pero al parecer, él la abandonó en la isla de Naxos, mientras ella dormía.

El hilo de Ariadna le permitió a Teseo escapar del laberinto, y así, de pronto, una idea se le impone y siente que, por fin, ha encontrado la llave que necesita para salir del suyo.

Marca el número y aguarda. La voz ronca suena amable.

—¿Qué dice, licenciado?

—Hola, Bermúdez, quiero pedirle un favor. Necesito que averigüe algo con urgencia.

La voz ausente
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