– VII –

El consultorio de José está en el barrio de Caballito: José María Moreno y Formosa. Por eso el Peugeot negro toma por Riobamba y dobla en la avenida Rivadavia rumbo a ese destino. Son las tres de la mañana, la ciudad duerme y el tránsito es tranquilo. En unas horas, los colectivos, taxis y autos particulares convertirán el lugar en una enorme playa de estacionamiento por la que se avanzará a paso de hombre.

—¿Le molesta si fumo? —pregunta Bermúdez mientras enciende un cigarrillo.

—Sí.

El policía asiente.

—Se va a tener que joder, entonces. Me encantaría darle el gusto, pero ya no puedo. El cigarrillo es parte de mí mismo. Hace tiempo, cuando todavía me hacía los controles médicos, todos me aconsejaban que lo dejara. —Suelta una carcajada—. ¿Sabe qué me decían en el laburo? Que me iba a matar.

—¿Y dónde está la gracia?

—Que los superiores me mandaban a meterme en aguantaderos inmundos y cagarme a tiros con unos tipos que me estaban esperando porque algún turro ya les había avisado que yo estaba yendo. Y encima tenía que llevarme a dos o tres pibes que apenas sabían cargar el revólver viejo que les daban. —Sonríe irónico—. Y después me cuidaban del cigarrillo.

Pablo lo escucha e imagina las cosas por las que ha pasado ese hombre. Mira su gesto duro, su mirada desesperanzada, pero percibe que, más allá de todo, algo lo impulsa a seguir. Seguramente un mandato de su infancia. Sea como fuere, Bermúdez tiene vocación por lo que hace y eso lo va a empujar hasta el último de sus días, como le ocurre a él con la búsqueda de la verdad. No tienen elección: es lo que son y no pueden ir en contra de eso.

Mientras conversan pasan por el Parque Rivadavia, allí donde unos puestos de libros cubiertos por telas esperan la llegada de la mañana. Buenos Aires es una ciudad que ama la literatura, y en esa plaza enorme pasan sus horas aquellos que curiosean o van en busca de algún material difícil de conseguir. También se venden libros apócrifos que algunos compran con inocencia, y otros sin culpa.

A Pablo le gusta caminar por ahí. Aunque más le gustaba antes, cuando no estaba enrejado, cuando era un lugar abierto. En cambio, ahora todo es distinto. La ciudad entera se ha ido convirtiendo en una enorme prisión donde se encierran los que quieren sentirse seguros, sin comprender que de este modo la mayoría queda del otro lado de la reja y que esa exclusión es causa de dolor y más violencia.

Bermúdez dobla a la izquierda, cruza en amarillo el semáforo de Rosario y en rojo el de Guayaquil.

—Es aquí, a mitad de cuadra, de la vereda de enfrente. —Le señala Pablo.

—¿No será por casualidad el edificio en el que está el cordón policial, no? —le pregunta con sarcasmo.

Él lo mira avergonzado de su torpe comentario. El policía lo palmea.

—No se aflija, hombre, cada cual en lo suyo. Venga, bajemos.

Descienden del Peugeot y cruzan la calle directo hacia el edificio. Al llegar a la puerta, un agente les cierra el paso.

—Señores, ¿viven en este domicilio?

—No —responde Pablo.

—Entonces, lo siento, pero no pueden pasar.

Bermúdez lo mira fijo a los ojos.

—No me digas, nene. ¿Y quién me lo va a impedir? ¿Vos? —El agente traga saliva, incómodo y sorprendido—. Mirate, salame. Si estás cagado en las patas.

Un suboficial que está a unos metros se acerca.

—¿Pasa algo, señores?

Bermúdez asiente y le pregunta.

—¿Usted está a cargo?

—Sí.

—Sí, subcomisario —le responde y le clava la mirada con una dureza que a Pablo le recuerda el día en que lo conoció, cuando el policía le mostró el rostro destrozado de una joven violada y asesinada por alguien que no le había tenido la menor piedad.

—Disculpe, jefe. —Lo saluda formalmente—. No sabía…

—No se preocupe, no hay problema. Solo quiero entrar y echar una ojeada.

—Pero, señor…

—El comisario Ganducci me autorizó. Puede corroborarlo con el oficial a cargo, si lo desea. Aunque creo que no hay por qué molestarlo a estas horas, ¿no le parece?

El oficial duda unos segundos y Bermúdez aprovecha esa ventaja.

—Muchas gracias. —Le sonríe e ingresa al edificio. Pablo lo mira—. Sígame —le susurra—. No se dé vuelta ni haga ningún gesto.

Caminan unos pocos metros hasta el ascensor.

—¿Adónde vamos? —le pregunta.

—Séptimo piso. Departamento «C».

Suben en silencio. Pablo siente el peso de la situación. Está confundido y le cuesta pensar, lo cual no es común. Por el contrario, es la capacidad de estar alerta, frío y tranquilo ante circunstancias extremas lo que ha hecho de él un analista destacado. Siempre se manejó con inteligencia, aun en los momentos menos favorables, pero esta vez es distinto. El Gitano puede estar muriendo en ese mismo instante, y eso no lo deja pensar con claridad. No en vano está contraindicado el trabajo terapéutico con personas tan cercanas. Los afectos pueden convertir al analista más avezado en un ser lleno de angustia.

Sabe que tiene que reponerse rápido, ya que no podrá estar mucho tiempo dentro de ese consultorio y es probable que no tenga otra oportunidad de ver la escena del hecho. Cuando el ascensor se detiene cierra los ojos y respira hondo. Mira hacia el departamento y ve a dos personas armadas custodiando la puerta. La voz de Bermúdez interrumpe sus pensamientos.

—Déjeme hablar a mí. Sé cómo moverme en estos casos. Yo soy toro en mi rodeo.

Pablo acepta. Viran a la izquierda y caminan unos metros. La puerta está entornada.

—¿Qué dicen, muchachos? —saluda Bermúdez y encara como si nada. Los guardias le abren paso y lo saludan reconociendo por sus modos la presencia de un superior—. No voy a joderlos mucho. Solo quiero mirar un poco. Por pedido de un amigo, ¿saben?

—Comprendo —responde el más bajo de los dos.

—Yo lo acompaño —acota el más alto.

Bermúdez capta el gesto tenso, casi imperceptible de Pablo.

—No se moleste, no hace falta.

Los policías se miran dudosos y el subcomisario les sale al cruce.

—¿Algún problema?

—No, no. Ninguno. Es que…

—Lo entiendo —comenta con tono afectivo—. Se nota que sabe hacer su trabajo, y eso me gusta. ¿Cómo se llama?

—Cabo primero Gutiérrez, señor.

—Gutiérrez… No me voy a olvidar de su nombre. —Y luego de un guiño agrega—: Pero sobre todo me voy a encargar de que Ganducci no lo olvide.

Al cabo primero Gutiérrez se le ilumina el rostro.

—Gracias, señor. Muchas gracias.

—Faltaba más. Necesitamos más gente como usted en la fuerza —le dice Bermúdez. Luego mira a Pablo que ha observado todo en un profundo silencio—. Venga, pase. Voy a necesitar la mirada de un perito experto —miente.

Él asiente e ingresa.

—Bermúdez, usted es un tremendo psicópata —comenta Pablo por lo bajo.

El hombre sonríe.

—Viniendo de usted, voy a tomarlo como un halago.

De pronto, al cruzar la puerta, Pablo se detiene. Ha visitado muchas veces el lugar, sin embargo, algo ha cambiado en el aire y tiene la extraña sensación de estar mirándolo por primera vez.

La voz ausente
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