– XIV –
Durante el regreso, Pablo llama a Bermúdez y le cuenta lo sucedido, tanto en casa de Mansilla como en la estancia.
—¿Y ahora, Rouviot, qué hacemos?
—Pensar.
—Y dale con eso. ¿Nunca deja de pensar usted?
—Jamás. Es mi karma, sufro de pensamientos, pero créame que en este momento es necesario.
—Será necesario para usted, pero yo soy un hombre de acción y necesito hacer algo.
—Entonces, vaya y atrape al violento que golpeó a la esposa.
La risita socarrona de Bermúdez es ya toda una respuesta.
—No me ofenda, licenciado, eso ya está hecho.
—¿En serio? ¿Tan rápido?
—Le dije que el tipo no era un profesional. ¿Adivine dónde se estaba escondiendo?
—No lo sé.
—En la casa de la madre. Hay que ser pelotudo… y pollerudo. ¿Sabe? Detesto a los hombres que se hacen los machos con las mujeres, pero cuando tienen un problema van y se esconden en la falda de la mamá. Por suerte, ese caso está resuelto. La víctima se está reponiendo, el agresor está en cana, y el concejal feliz. Así que ya estoy libre para seguir buscando a Santana y, además, no olvide que se nos está acabando el tiempo.
—¿Qué, tuvo novedades de Ganducci?
—No todavía, pero en cuanto venza el plazo las voy a tener. Por eso, debemos hacer algo concreto, no solo pensar.
—Es que no hemos conseguido ningún hilo nuevo del que tirar, y tengo la certeza de que, en todo lo que averiguamos, hay algo que no estamos viendo.
—Si usted lo dice.
—Créame, tengo razón. Así que piense en todo lo que le conté, que yo voy a hacer lo mismo. Algo se nos tiene que ocurrir.
—Ojalá —se despide sin mucho entusiasmo.
Guarda el celular y le sonríe a Sofía, que no ha perdido detalle de la conversación.
—Qué complicado, Pablo. Cada vez que encontrás un dato nuevo, termina sin conducirte a ningún lado.
—Puede que tengas razón, no lo sé. Lo único de lo que estoy seguro es de que sin vos no hubiera podido hablar con nadie, así que te agradezco mucho. Fue un milagro que conocieras a Ignacio.
Ella lo mira de reojo.
—No lo conocía.
—Bueno, a su sobrina, al menos.
Sofía responde sin apartar la mirada del camino.
—Tampoco.
Él se inclina hacia adelante y se le acerca.
—¿Cómo?
—Como lo escuchás.
—No entiendo.
—Pablo, era claro que ese tipo nos iba a echar sin decirnos nada. Entonces, se me ocurrió recurrir a mi apellido. Algún beneficio tiene que tener después de todo lo que tuve que soportar por llevarlo, ¿no te parece? —Nota su asombro—. Mirá, las familias patricias no son muchas, siempre tenés un allegado que se relaciona con alguien, y pensé que él no podía conocer a todos los amigos de su familia.
—Pero dio la impresión de que al final te recordaba.
—Es otra de las características de la gente bien. Ante la duda, siempre somos correctos. —Le guiña un ojo.
—¿Y qué te quedaste hablando durante todo ese tiempo?
—De cosas comunes: las fiestas en el Palacio Sans Souci, los almuerzos en el Jockey Club y las tardes inolvidables viendo el abierto de polo en Palermo. Y, obviamente, le pedí el mail de Pía para que retomáramos el contacto.
Rouviot la mira unos segundos y estalla en una sonora carcajada.
—¿Cómo te atreviste a hacer algo así?
—Porque, dado el ambiente en que siempre me moví, tuve que desarrollar mis propios mecanismos de defensa. Y hacerle creer a los amigos de mis padres que los recuerdo es uno de ellos.
Al rato, Sofía posa la mano sobre la pierna de Pablo, él la acaricia, y durante unos minutos viajan sin hablar, disfrutando del placer de estar juntos, hasta que ella quiebra el silencio.
—Qué loco, ¿no?
—¿Qué cosa?
—Lo que nos contó el viejito.
—¿Mansilla?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque, después de todo, lo suyo con Dante fue un acto de amor, una historia digna de un libro. Te juro que cuando contaba cómo le llegó ese chico, con el cariño con que lo recibió y lo crio, se me hizo un nudo en la garganta y casi me pongo a llorar.
—Sí, tenés razón. Pobre Francisco, hizo lo que pudo. Desgraciadamente no alcanzó para que Dante se convirtiera en una buena persona, y eso debe torturarlo. —Hace una pausa.
—¿En qué pensás?
—En lo injusta que es la vida con algunos. Porque su padre, Cipriano, tampoco era un mal tipo, pero tuvo la desgracia de que, justo cuando arma una familia, la mujer muere en el parto, él no sabe ni puede hacerse cargo del hijo, así que tiene que entregarlo, y a partir de allí tuvo una existencia solitaria, y seguramente culposa, porque era una buena persona y abandonarlo debe haber sido una decisión tremenda. Estoy seguro de que eso lo torturó toda la vida, hasta que no aguantó.
—Una tragedia digna de Shakespeare. Y terminó como una de ellas, con el protagonista quitándose la vida.
El tiempo corre y su plazo se acaba, no ha recibido noticias del hospital y sigue sin dar con algo que lo conduzca a Santana, sin embargo, se siente extrañamente bien, e intuye el motivo.
—¿Sofía, venís para casa?
—No, me encantaría, pero tengo que corregir algunos parciales y preparar mi clase de mañana. No todo es placer en la vida. Así que, si te parece, te dejo en tu departamento y me voy al mío, a no ser que me necesites para algo más. —Lee en su mirada el deseo, y le sonríe—. Hablaba de otro tipo de necesidades, licenciado.
Una llamada los interrumpe. Él identifica el número y atiende.
—Helena.
—Hola, Rubio, ¿por dónde andás?
—Volviendo a Capital. Tuve que investigar algunas cosas.
—¡Investigar! Pensar que cuando te conocí tuve que acostumbrarme a que siempre estuvieras interviniendo, interpretando, conteniendo, pero por lo que veo, a todos esos gerundios, ahora tengo que sumarle investigando.
—Espero que no por mucho tiempo.
—Tus pacientes esperan lo mismo. Ya no sé qué más decirles para que se calmen.
—Entendelos.
—No, si yo los entiendo. Son ellos los que no entienden tu ausencia, y la verdad es que no me dio para contarles que te habías convertido en el nuevo Sherlock Holmes.
—No digas tonterías. ¿Alguna novedad?
—Por ahora, todo se sostiene en una tensa calma, como dicen los periodistas. Pero calculo que, de un momento a otro, tendremos noticias, y espero que sean buenas.
—¿Candela?
—Aquí está, lo mejor que puede. Te juro que intento distraerla, con decirte que ya me aprendí el nombre de todas las calles de Sevilla. Es más, cuando todo esto termine, me vas a tener que dar unas vacaciones para que vaya a conocer el parque de María Luisa.
Pablo piensa en su amiga y se emociona.
—No sé si te lo dije alguna vez, pero sos de lo más lindo que me pasó en la vida.
Ella se enternece.
—Andá, salamero.
—De verdad te lo digo. No me faltes nunca.
—Eso no te lo puedo asegurar, pero te juro que voy a intentarlo. ¿Estás con la cheta?
—¿Con quién?
—Con la minita esa que trajiste al hospital.
—Sí, estoy con ella. Lo que pasa es que…
—¡Pará! Tranquilo, que no te estoy pidiendo explicaciones. Sé que estás atrás de algo importante, y por ahora, yo puedo hacerme cargo de lo que pasa acá.
—Gracias, sos lo más.
—Ya lo sé. Un beso, te quiero.
—Yo también te quiero.
Corta en el momento justo en que el vehículo desciende de la autopista y toma por 9 de julio rumbo a Avenida del Libertador. En unos minutos va a despedirse de Sofía, y siente que va a extrañarla.