– I –
Hay momentos en la vida en los que pareciera ser que Dios existe. Instantes fugaces en los que todo se ordena de un modo casi perfecto y el mundo aparenta cobrar algún sentido. Para Pablo Rouviot, este es uno de esos momentos.
Recostado en la butaca, con los ojos cerrados, disfruta del silencio apenas habitado por ese último y casi imperceptible armónico que se niega a abandonar la sala. Sabe que será un silencio breve, apenas el tiempo que requiere el alma para asimilar la emoción. Después, la ovación colmará el ambiente.
Inspira una vez más, contiene el aire y espera, hasta que la sala estalla a su alrededor. Siente el ruido de las butacas e intuye que el público se está poniendo de pie. Quisiera estirar un poco más ese estado de plenitud, pero ya es tarde. La realidad ha vuelto de la mano del aplauso.
Abre los ojos con lentitud y se incorpora. Mueve la cabeza para mirar entre la gente hasta que la distingue, allá, parada en el medio del escenario, con el violín en la mano izquierda y el arco en la derecha. Camila lo ha logrado. Acaba de interpretar el Concierto en Mi menor de Mendelssohn, ese que le había prometido tocar a su madre ya muerta cuando ella tenía apenas cuatro años. Hoy, diez años después, ha cumplido la promesa. Y Pablo tuvo mucho que ver con eso.
Cuando la conoció, hace quince meses, era apenas una nena cuyo talento no le alcanzaba para enfrentar la angustia que le provocaba su trágica historia. Ha sido un largo camino, pero ahora, al verla allí, mostrando no solo su arte sino también su incipiente belleza de mujer, sabe que el análisis ha dado sus frutos.
También Camila lo busca entre la gente hasta que lo descubre. Sonríe conmovida, lo saluda con un pequeño gesto de su mano y la niña reaparece detrás de su disfraz de joven concertista. Él le devuelve el saludo. Ella aprieta los ojos, baja la cabeza y mueve suavemente el arco que golpea las cuerdas a modo de secreto agradecimiento. Pablo se conmueve, pero no es un hombre que se permita mostrar sus emociones, por eso decide irse. Pide permiso y con dificultad llega al pasillo. Es probable que Camila toque algún bis, pero ya ha escuchado lo que quería. La mira por última vez sobre el escenario y ratifica para sí mismo cuánto ama su profesión de psicoanalista.
Sale al foyer y se dirige hacia la puerta que conduce a los camarines. Un hombre vestido de elegante traje negro le cierra el paso con una amable firmeza. Se trata de alguien imponente, y Pablo se siente por un instante como el personaje del cuento «Ante la ley», de Kafka.
—Disculpe, señor, pero no puede pasar.
—Soy Pablo Rouviot.
Al escuchar su nombre el guardián de negro le sonríe y se hace a un costado.
—Ah, sí, pase, por favor. La señorita Vanussi me pidió que lo acompañara hasta su camarín.
Pablo agradece y lo sigue por un pasillo largo y angosto.
«La señorita Vanussi».
Le cuesta identificar a su paciente en ese apelativo. Para él, la señorita Vanussi es la otra, Paula, la hermana mayor, la que fuera a buscarlo hace más de un año con una propuesta inquietante que lo sumió en un mundo de angustia y locura.
En este tiempo en que ha sido el analista de Camila tuvo que hablar muchas veces con Paula y, en esos encuentros, comprendió que la joven se siente atraída por él. En realidad, lo supo desde el primer momento en que la vio y, si ha de ser sincero, ella también le gusta. No es fácil resistir la invitación de su mirada verde. Sin embargo, es una mujer que le está prohibida. Y no solo porque es la hermana de su paciente, sino también porque, desde hace tiempo, el amor es un riesgo que prefiere evitar. Solo aquella relación que tuvo con Luciana hace unos meses le generó alguna esperanza. Pero, como si fuera una obsesión, la soledad había aparecido reclamando su lugar.
Los ruidos que escucha sobre su cabeza interrumpen sus pensamientos y deduce que está pasando por debajo del escenario. Camina unos metros más hasta que el hombre de negro se detiene y abre una puerta.
—Adelante, por favor.
El ambiente está cálidamente iluminado y, sobre una silla, el estuche del violín que guarda un secreto que solo él y Camila conocen está cerrado.
—Si me disculpa, señor Rouviot, debo continuar trabajando.
—Por supuesto. Muchas gracias.
El hombre se retira y cierra la puerta tras de sí. Pablo recorre el cuarto con la mirada y advierte que en cada pared hay un espejo.
«El narcisismo de los artistas», piensa.
En un costado hay un sillón con el tamaño suficiente para que alguien pueda acostarse a descansar y ramos de flores esparcidos por todas partes. Sobre una de las esquinas ve un atril. Se acerca y reconoce la partitura. Sonríe. Camila ha estado estudiando hasta último momento.
Preferiría no estar allí, pero le prometió pasar a saludarla luego del concierto, y un analista no puede dejar de cumplir la palabra que da al paciente. Minutos después, la puerta se abre, Camila entra corriendo y se arroja a sus brazos.
—¡Lo hicimos… lo hicimos!
Él la abraza con fuerza unos segundos antes de hablar.
—Vos lo hiciste. Yo solo me limité a escucharte. Estuviste maravillosa.
Ella se acurruca aún más contra su pecho, emocionada.
—Te quiero, Pablo. Gracias, muchas gracias por todo.
Él está a punto de responder cuando percibe los ojos verdes que lo miran con intensidad. Sin desprenderse del abrazo, la saluda.
—Hola, Paula. ¿Cómo estás?
—Emocionada, y feliz de verte. Hace mucho que no hablamos.
Se siente incómodo, pero intenta disimularlo.
—No fue necesario —se justifica—. Con Camila nos entendimos muy bien solos en este tiempo. ¿No?
La niña asiente mientras él interrumpe el abrazo.
—Vamos a ir a brindar. Algo íntimo, solo algunos amigos. ¿Venís? —le pregunta Paula.
—No puedo, te agradezco. Tengo un compromiso —miente Pablo—. Además, ya han sido demasiadas emociones para un solo día.
Se miran una vez más. Es hermosa y lo conmueve como cada vez que la tiene enfrente, pero hace tiempo entendió que esa belleza no es para él.
—Bueno, Camila, andá y seguí disfrutando. Es tu noche. —Le sonríe Rouviot—. Nos vemos en el consultorio la semana que viene, ¿te parece?
—Obvio, como siempre.
Él le da un beso y saluda.
—¿Te acompaño? —le pregunta Paula.
—No es necesario, puedo encontrar la salida sin ayuda.
Se hace silencio. Paula se le acerca y lo atraviesa con la mirada. Él se inclina y queda a la distancia de un beso. Piensa que sería tan fácil averiguar el gusto de esa boca, pero se deshace de ese pensamiento con rapidez.
—Entonces, me voy. Chau.
Se apresura a salir del camarín y, una vez afuera, suspira aliviado. Desanda el camino hasta llegar al hall donde una chica de riguroso uniforme azul y sonrisa ensayada le ofrece una copa de champagne que él rechaza. Solo quiere llegar a la calle y respirar un poco de aire fresco.
Al llegar a la escalinata, mientras se levanta el cuello del abrigo, siente que lo peor ya ha pasado. Se equivoca.
Enciende el celular y comprueba que tiene ocho llamadas perdidas y un mensaje de texto, todos de Helena, su asistente. Lee preocupado: «Rubio ¿dónde te metiste? Vení urgente a la Terapia Intensiva del Hospital de Clínicas. Te espero acá».
Sin pensarlo detiene un taxi que llega por la calle Libertad y sube.
—Al Hospital de Clínicas. Rápido, por favor.
Intenta comunicarse con Helena, pero una voz le indica que el teléfono está apagado o fuera del área de cobertura. Su pulso se acelera. Sabe que ha ocurrido algo grave. Lo que lo espera, de todas maneras, supera en mucho cualquiera de sus miedos.
Hay momentos en la vida en los que pareciera ser que Dios existe. Instantes fugaces… demasiado fugaces.