– VII –
No tiene dudas de que Hernán era el cliente que tanto obsesionaba a Dante, y es más que seguro que Flavio haya sido apenas una pieza secundaria del complicado ajedrez que Santana armó en su mente, el camino necesario para acceder al verdadero objeto que movilizaba su deseo: Hernán. Al menos al comienzo, hasta que establecieron un vínculo de amistad. Pero, si está en lo cierto, ¿cómo se dieron los hechos? Es demasiado analítico para pensar que el encuentro haya sido un mero capricho del azar. Es indispensable, entonces, que logre recrear en su pensamiento cómo puede haber sido la sucesión de acontecimientos.
Descuenta que Dante conoció a Hernán en Los Ases. De hecho, él mismo confesó en una de las sesiones que lo había conocido en un pub, y a partir de ese momento fueron inseparables y compartieron casi todo. Incluso el sexo, piensa Rouviot. Al parecer, solo mintió en el hecho de que ese encuentro fue casual. Y si, como sospecha, utilizó a Flavio para que los presentara, no cabe duda de que fue el propio Hernán quien lo guio hasta él. Si esto se dio así, cae de maduro que Dante venía acechándolo desde hacía un tiempo. Se estremece de solo imaginarlo tras las sombras, o disimulado entre la gente mientras esperaba la oportunidad de hacer contacto.
La facultad era una opción, como también el gimnasio. Sin embargo, resulta evidente que, cuando siguiendo sus pasos lo vio entrar en Los Ases y descubrió ese mundo que él tanto se esforzaba en ocultar, comprendió que había una manera mucho más directa y menos sospechosa de abordarlo. Bastaba relacionarse con el joven que Hernán contrataba para satisfacer su deseo escondido, y además tenía la excusa perfecta: hacerse su cliente. Por supuesto, como todo tiene un precio, debía pagar el suyo: tener relaciones con un hombre, algo que, según le confesó a Flavio, no había hecho nunca hasta entonces.
En refuerzo de esta idea, viene a su memoria la respuesta que le dio a José cuando este le manifestó que ignoraba que también le gustaran los hombres: Bueno, tuve algunas experiencias, sí, pero no sé si me gustan los hombres. Me gusta él.
Y había sido sincero. Dante no era homosexual. Dante estaba obsesionado con Hernán. Pero ¿por qué? Sin dudas, debía haber un motivo muy importante como para que estuviera dispuesto a entregar su propia sexualidad con tal de acercarse a él. Y sabe que la respuesta a esa pregunta tiene que estar en las sesiones. De hecho, ya no tiene dudas del motivo por el cual disparó contra el Gitano. En la escucha de esos encuentros, pudo comprobar que poco a poco iban cayendo las máscaras, y que Santana era cada vez más él y menos Hernán. Dante se encontró en la encrucijada de elegir entre confesarse o destruir a quien, con su arte, estaba a punto de descubrirlo. Era el momento de tomar una decisión: o renunciaba a su disfraz y continuaba el análisis intentando aceptar quien era, o eliminaba a esa persona que tenía el conocimiento como para desenmascararlo. Quizás haya dudado, no lo sabe, pero lo cierto es que una parte de él ya lo había decidido. Por eso concurrió a esa última sesión con un arma y, antes de irse, se llevó el grabador pensando que era el único registro de su paso por el consultorio. Pero se equivocaba, y Pablo sabe que, en esas anotaciones que lleva encima, están las respuestas que necesita.
Ha llegado a la puerta del Hospital de Clínicas, pero no quiere interrumpir este momento en el que presiente que está a un paso de descubrir la verdad. Por eso, cruza la calle Paraguay, ingresa en un bar, pide un café y saca el cuaderno con una idea firme: no va a levantarse de esa mesa hasta no haber encontrado la solución a este problema.
Releyendo sus observaciones, encuentra algunas frases que muestran la adoración que Santana tenía por Hernán, con qué emoción habló de su personalidad, su belleza y su modo de tratarlo, y recuerda el erotismo con que narró aquella tarde en que salieron a navegar. Ese párrafo lo impactó tanto que lo copió casi textualmente. La había descripto como una experiencia maravillosa. Contó cómo Juan, en realidad Hernán, estaba relajado y se reía como nunca lo había visto hacerlo. Rouviot entiende que debe haber sido así. En medio del río, solos, y sintiéndose lejos de la mirada de los demás, debe haber cedido sus defensas y dado lugar a su verdadera pasión.
Sigue leyendo sobre la fascinación que Dante sintió al mirarlo con los ojos cerrados, con una sonrisa dibujada en la boca mientras el viento le movía el pelo. El posterior relato de los encuentros sexuales es de una potencia que denota erotismo y el amor que sintió en ese vínculo.
Mientras termina el café, sus ojos se detienen en una intervención de José. El analista le señaló que su discurso es confuso y que parece confundir a la familia del joven que ama con la suya. Dante reaccionó con furia, y ahora entiende el motivo: el Gitano estaba en lo cierto. Y movido por esa premisa, se dedica a intentar discernir cuánto de lo que dijo es un invento, y en qué resquicios de su relato se filtró la verdad. A los minutos, ha copiado una serie de citas en una hoja aparte, y ahora las lee con detenimiento. Hablando de su padre ha dicho:
—Él se cree que tiene potestad sobre mí, como si todavía fuera un chico, pero ya no lo soy. Ahora puedo decidir lo que quiero para mi vida sin tener que pedirle permiso a nadie.
—Mi padre tampoco tiene la autoridad moral para decir qué es lo correcto y qué no lo es. Si fuera por él, yo seguiría sentado en su falda escuchando sus cuentos. Pero ya no soy un chico, soy un hombre y no tengo por qué continuar soportándolo. Por algo me fui de esa casa, para construir mi propia vida. Y si no le gusta, que se joda. No va a volver a manejarme con su tonito suave y sus modos cariñosos.
Y en la sesión en que concurrió tan enojado, hablando de la familia de su amado, manifestó que él se negó a presentársela. Seguramente su ira tenía que ver con la sensación de que el joven se avergonzaba de la relación que tenían, pero intentó justificarlo aludiendo un motivo para esa negativa.
—Porque sabe que su puta familia jamás me aceptaría. Hipócritas, mentirosos. Son una mierda. Al fin y al cabo, no tuvo un hogar tan diferente al mío. También su padre es una porquería al que no puede enfrentarse.
Lee esas frases una y otra vez, hasta que de pronto la niebla se disipa y comprende. ¿Quién tuvo potestad sobre Dante Santana cuando era un chico? ¿A quién debía pedirle permiso? ¿Quién lo sentaba en su falda para contarle cuentos? ¿Quién no iba a volver a manejarlo con su tonito suave y sus modos cariñosos?
La respuesta es clara: Francisco Mansilla. Y con esa certeza, su mirada se detiene en dichos que se le imponen y a los que empieza a darles un sentido diferente. En ellos, Dante dice que el hombre carece de toda autoridad moral, que ya no tiene por qué seguir soportándolo, que por algo se fue, o sea, se escapó, de ese hogar. De allí su enojo con José cuando, desafiante, le inquirió si en el consultorio también debía esperar la autorización de alguien para poder irse. Luego se detiene en sus dichos acerca de que, al igual que él, Hernán, a esta altura prefiere nombrarlo así, tuvo como padre a una porquería a la cual no tenía el coraje de enfrentar. Y, como si se tratara de la segunda parte de una película, las conversaciones que tuvo con Mansilla vienen a su mente y terminan de cerrar el círculo.
Ante la pregunta de si había conocido a Dante Santana, el hombre respondió que casi podría decirse que lo había criado, y lo describió como un chico muy especial, diferente al resto que, a pesar de todo, siempre tenía una mirada tierna. Cuando lo interrogó acerca de qué había querido decir con eso de a pesar de todo, le respondió simplemente que Dante había tenido que soportar una carga muy dura. Ahora puede imaginar de qué se trata, y por un momento, se apiada del muchacho. No tiene dudas de que nada de tierno tenían esos momentos en los que lo sentaba en su falda, ni aquellos fines de semana en los que aprovechaba la soledad del instituto para ir a verlo y hacer con él lo que quisiera. Sabía que no corría ningún riesgo, después de todo, como él mismo dijo: eran chicos que no le importaban a nadie, que habían sido tirados allí como si fueran una bolsa de basura.
No necesita más para entender que ese hombre abusaba de Dante. Por eso, él le había dicho a Flavio que jamás había estado con un chico. Era cierto. Toda su infancia había estado condenado a tener sexo con un viejo, y es seguro que en esa intimidad tuvo acceso a los documentos que le permitieron saber sobre Hernán Hidalgo, y vaya a saber cuántos chicos más. Maldice, y se enoja consigo mismo por no haber notado que, en todas las fotos que Mansilla le mostró, el hombre lo estaba abrazando. De seguro, Dantecito, como él lo llamó, fue su preferido, aunque no para protegerlo, sino para disfrutar de sus caprichos sexuales. Resulta obvio que ese fue el motivo por el cual no denunció su fuga: sabía que, si lo hacía, Santana iba a denunciarlo por violación de menores.
¿Cómo no se dio cuenta antes, si el mismo Mansilla lo había confesado con todas las letras: esos chicos me daban muchas satisfacciones? Lo que Pablo no sospechó nunca, era el tenor de esas satisfacciones, y cae en la cuenta de algo que no percibió en su momento: la carga erótica de la descripción física que le dio a Bermúdez acerca de Dante. Casi puede escuchar su voz, a la que ahora le añade un rasgo de lascivia: es alto, tiene ojos color café, frente ancha, labios finos, cabello lacio y suave y, a pesar de que suele estar siempre muy serio, cuando sonríe es capaz de convencer a todo el mundo. Tiene rasgos delicados, pero a la vez su rostro transmite mucha seguridad. Es un hombre fuerte, culto y…
—¿Cómo un hombre? —se cuestiona en voz tan alta que una familia ubicada en la mesa a su lado se sobresalta.
¿Cómo puede saber que se convirtió en un hombre fuerte y culto si dijo que desde el día en que se fue del hogar no volvió a verlo? La respuesta es simple: ese hombre octogenario de bigotes blancos, lejos de ser el bueno de Myriel, como quiso fingir, en realidad es la reencarnación de Monsieur Thenardier, el personaje más repugnante de Los miserables. Un ser inescrupuloso que miente todo el tiempo y no teme llegar a lo más bajo de la condición humana. Pero, entonces, si como sospecha, Dante volvió a buscarlo, ¿cuándo fue eso, y por qué?
Y así, como al pasar, una de las frases que había anotado en el cuaderno llama su atención. José le había señalado que parecía estar muy enojado con su padre, a lo que él respondió: por supuesto que lo estoy. Me hirió mucho, y algún día va a arrepentirse de todo lo que me hizo sufrir.
Y con la premura que genera la certeza, toma el teléfono y hace un llamado.