– VI –
Los ojos que lo miran son de un negro indecible. El rostro, sin ser perfecto, es armonioso, y una amplia sonrisa relaja la fuerza de los pómulos y el mentón. La joven lleva el pelo tirante y atado en una coleta alta, como las que suelen usar las bailarinas clásicas. Es hermosa, sin embargo, esa hermosura excede la belleza de sus rasgos, como si algo la recorriera más allá de lo visible. Pablo conoce muy bien de qué se trata: el eros. Esa energía que no puede verse, pero es imposible dejar de percibir.
—¿Sofía? —balbucea como para recuperarse del estupor. Ella asiente sin emitir palabra—. Un placer conocerte, soy Pablo.
—Lo sé. Le recuerdo que fui yo quien lo llamó.
—Sí, claro.
El mozo regresa trayendo el pedido y, casi como si lo estuviera calcando, la joven mueve con suavidad la copa, cierra los ojos y bebe. Luego de unos segundos, comenta.
—Veo que le gusta el Syrah. —Pablo no puede disimular su asombro—. ¿Qué pasa? ¿Le sorprende que a una mujer le guste el vino?
—No, pero sí que puedas diferenciar las cepas con tanta facilidad. Carezco por completo de ese don. Para mí, todas son muy parecidas.
—¿Y por qué elige esta, entonces?
Su osadía lo incomoda, y siente que de a poco va siendo acorralado. Se sabe preparado para afrontar situaciones complicadas, no obstante, esta vez se ve avasallado por una muchacha que apenas debe pasar los treinta años.
—Bueno, alguna vez escuché que es el vino que Jesús compartió con los apóstoles durante la última cena. Ese del que dijo: he aquí mi sangre. —Levanta la copa para beber y la mira a través del cristal.
—¿Y usted es muy cristiano?
—No. —Ríe—. Soy psicoanalista.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Dios y el Inconsciente no se llevan muy bien —bromea.
—¿Entonces?
—No sé. Puede ser que la idea de compartir el sabor de aquella noche mágica me resulte una aventura épica.
Sofía suelta una carcajada.
—Al final, más que un analista resultó ser un poeta.
—Te parece una tontería.
—No. Es probable que el brindis de la nueva alianza se haya sellado con un vino como este. La Syrah es una de las uvas más viejas del mundo. ¿Sabe de dónde proviene su nombre? —le pregunta antes de tomar un trago más.
Él la mira, confundido.
—¿Pablo?
Ella vuelve a reír.
—No, Syrah.
—Ah, perdón. Como estábamos hablando de apóstoles —se justifica.
Sofía asiente y continúa.
—Una leyenda antigua cuenta que Syrah es la deformación de Darou é Shah.
—¿Y eso qué significa?
—El remedio del rey. Al parecer, era la bebida preferida de un semidiós persa llamado Djememchid. —Sofía bebe un sorbo—. Reconozco que el sabor es agradable, aunque como casi todos los argentinos, prefiero el Malbec.
Sintiéndose en desventaja, Pablo intenta mostrar algo de su pobre conocimiento al respecto.
—Esta sí la sé. —Le sonríe—. Malbec es un nombre que proviene del francés y significa mal pico. Según me dijeron, lo bautizaron así por su sabor áspero y amargo. —Ella lo observa y desaprueba—. ¿Qué pasa?
—No quiero desilusionarlo, pero las fuentes más confiables no comparten esa opinión.
—Ah, ¿no?
—No.
—¿Y qué dicen?
—Que el nombre alude a un viverista húngaro que esparció esta uva por Francia hasta que, finalmente, la llevó a Burdeos. —Pablo levanta los hombros y abre los brazos a modo de pregunta—. Su apellido era Malbek, pero con k. Y aunque es verdad que es un poco áspero, me parece que tiene un sabor mucho más noble. Ya verá por qué se lo digo. —Lo mira con picardía y vuelve a llamar al mozo—. Por favor, ¿podría traerme la carta de vinos?
El hombre asiente y a los pocos segundos vuelve y se la entrega. Sofía recorre la lista con ojo experto hasta que señala uno.
—Este.
—Muy buena elección —sentencia el empleado.
—Y por favor, deje que se airee unos minutos antes de servirlo.
—Perfecto.
—Gracias. —Le sonríe y observa a Rouviot con gesto travieso.
—Le confieso que estoy sorprendido. No imaginé que en este encuentro íbamos a hablar de vinos.
—Bueno, no fue esa mi intención al llamarlo. Pero ¿tiene algo de malo que antes de abordar un tema tan difícil nos relajemos un poco?
—Por supuesto que no. —Pausa—. ¿Puedo saber quién te dio mi teléfono?
—Laura Hidalgo.
—No me dijo que seguían en contacto.
—No demasiado. De hecho, hace meses que no hablábamos, pero su aparición la movilizó y decidió llamarme para ponerme al tanto de la situación. Imagino que pensó que podría aportar algo que lo ayudara.
—¿Y es así?
El hermoso rostro femenino se ensombrece por primera vez.
—No lo sé. Supongo que usted me lo dirá cuando haya terminado este encuentro.
La llegada del Malbec los interrumpe. El mozo vuelca con destreza apenas un poco en una de las copas y, sin titubear, se la ofrece a Sofía. Ella lo degusta y acepta. Recién entonces, el hombre les sirve a ambos y se retira.
—¿Por qué brindamos, licenciado?
—Por la verdad.
El ruido de los cristales al chocar flota en el aire durante un instante. Pablo bebe y disfruta. Sin embargo, no olvida el rasgo que, por un segundo, ha opacado la sonrisa de Sofía.
—¿Pasa algo?
—Es que la verdad, si hablamos de los Hidalgo, puede ser un tema complicado.
—¿Por qué?
—No lo sé, pero siempre tuve la sensación de que es una familia plagada de secretos.
—Supongo que tendrás algún motivo para pensar de esa manera.
—Sí, aunque nada concluyente. Miradas, silencios, cambios repentinos de conversación. Quizás no sean más que ideas mías, pero durante todo el tiempo que compartí con ellos sentí que ocultaban algo, y no solo de mí. —Toma un sorbo y su mirada se pierde en la distancia—. Laura es un ser extraordinario. Tiene talento, inteligencia y es muy generosa. Construyó una carrera brillante y, en su ambiente, es reconocida como una de las profesionales más idóneas. Su posición económica es envidiable, vive rodeada de artistas y, sin embargo, jamás la vi disfrutar realmente de las cosas. Como si no se sintiera con derecho a ser feliz.
—Bueno, tené en cuenta que ha perdido un hijo.
—Lo sé. Pero esto de lo que le hablo es anterior a la muerte de Hernán. Es algo que percibí desde el momento mismo en que la conocí.
—¿Y su esposo?
Lo mira.
—Bueno, Raúl es otra cosa. Un empresario exitoso, un hombre de negocios que amasó una fortuna… —Se interrumpe.
Pablo sabe que esos silencios aparecen cuando se tiene el impulso de reprimir algo, y sabe también cómo superarlos.
—Sofía, podés decir lo que quieras, sé guardar un secreto.
—Nosotros compartimos mucho tiempo, y siempre fue muy amable conmigo. —Sigue resistiendo.
—¿Pero?
—Pero algo en él no terminaba de cerrarme. Desde el punto de vista comercial, es un inescrupuloso. Hizo, y hace aún, negocios con gente del gobierno de turno, con la mafia de los gremios, y es claro que la mayoría de sus concesiones las ganó porque supo coimear a la persona correcta. No tiene la bondad de Laura y de sus hijos, y nada parece importarle demasiado, hasta que alguien contradice sus deseos. Entonces sí, se enfurece y aflora un ser que da miedo.
—¿Pudiste presenciar alguna escena en la que se descontrolara?
—Sí, en más de una ocasión. —Hace una pausa que Pablo aprovecha para llenarle nuevamente la copa—. Con Hernán era especialmente intolerante. Es cierto que él solía desafiarlo, cosa que Raúl detestaba. Los motivos de sus peleas eran varios, pero más allá de eso, creo que su resentimiento venía de otro lado. —Bebe—. A lo mejor le parezco demasiado rebuscada.
Pablo sonríe.
—Es posible, pero me encanta. Después de todo, vivo intentando develar las motivaciones que se esconden detrás de las conductas de la gente.
—Entonces, conocerá esa sensación de percibir que hay algo rondando que nadie confiesa.
—¿Confiesa? Es una palabra dura —remarca.
—¿Por qué?
—Porque solo se confiesan los pecados o los delitos.
—Entonces, quizás esté equivocada, porque más allá de los manejos económicos de Raúl, no creo que hayan matado a nadie. —Pausa—. Sé que también habló con Rocío.
—Sí, y quedé muy preocupado. Es evidente que no puede superar la muerte de su hermano y eso la está afectando. Es más, tengo la impresión de que se siente culpable.
—¿Culpable? No veo por qué. Ella siempre se esforzó por entenderlo y ayudarlo en todo lo que pudiera, incluso enfrentando a su padre. Era la persona en quien Hernán confiaba y a la que más quería. Hubiera dado la vida por ella.
—Puede ser, pero aun así tiene la sensación de que podría haber hecho algo diferente para que él fuera más feliz.
Sonríe.
—Bienvenida al club, entonces.
—¿Por qué lo decís?
Suspira y su mirada vuelve a perderse, como si estuviera recordando un tiempo demasiado lejano.
—Yo salí con Hernán un poco más de un año.
—¿Saliste? Laura dijo que eras su novia.
—Creo que es lo que ella hubiera querido.
—¿Y no era así?
Levanta los hombros.
—No lo sé. Quizás al principio sentí que éramos una pareja, pero con el tiempo las cosas fueron cambiando.
Es el momento. Esa actitud fuerte y segura con la que se presentó parece vacilar y la percibe vulnerable. En otra circunstancia hubiera esperado a entrar más en confianza antes de intervenir, para evitar que se pusiera a la defensiva. Pero en esta ocasión no puede darse ese lujo. El tiempo apremia y, por otra parte, no está seguro de que ella vuelva a bajar la guardia. Por eso, deja la copa en la mesa y, en ese tono cálido que le es tan habitual, lanza la pregunta.
—¿Me querés contar?
Los ojos negros se clavan en los suyos como si estuvieran evaluando si abrir o no una parte tan íntima de su vida. Pablo sabe enfrentar esos momentos. Sin inmutarse, la mira con calma y espera. Poco después, Sofía asiente con un movimiento de cabeza.
—Lo conocí en la confitería que está en la esquina de la facultad. Él estudiaba Filosofía y yo doy clases en Letras. Enseguida me di cuenta de que era una persona diferente. No me pregunte por qué, pero lo sentí. Era amable, atractivo y tenía un sentido del humor muy particular.
—¿Particular?
—Provocador. Se divertía llevando las cosas al límite del buen gusto, sin pasarse nunca. Sus compañeros lo querían y buscaban estar con él. Se imagina que Hernán tenía un mundo que fascinaba a los demás.
—¿A qué te referís?
—Por la actividad de su madre, estaba relacionado con gente sensible y reconocida, y estar cerca de él permitía el acceso a un ámbito exclusivo y muy interesante, sobre todo para quienes disfrutan del arte y el pensamiento. Y, por otro lado, ser un Hidalgo le agregaba un costado más mundano, pero no por eso menos seductor. El campo en Punta del Este, las fiestas en su barco, el avión privado, todas cosas que él compartía con generosidad.
—Por lo que contás, pareciera ser que tenía una vida social importante. Sin embargo, tengo entendido que era un joven solitario e introvertido.
Sofía tiene la tentación de preguntar quién le refirió eso, pero puede responderse esa pregunta sola: Rocío. Es la única que lo conocía tan bien como para traspasar la barrera de la imagen que él mostraba.
—Es cierto. Es que Hernán era como dos personas en un solo cuerpo. Por un lado, ese hombre divertido y terrenal, y por otro, un ser sombrío e impenetrable.
—¿Incluso para vos?
Suspira.
—Especialmente para mí. Y creo que eso es lo que impidió que me entregara totalmente a la relación y me fuera alejando de a poco. No soy tan clásica como para pretender que en una pareja no haya secretos. Por el contrario, disfruto de la privacidad y me atrae vincularme con alguien que, a pesar de estar conmigo, sigue siendo un enigma. Quizás, porque eso me permite sostener mi propio misterio. Pero con Hernán era distinto.
—¿Por qué?
—Porque sus secretos parecían ser una incógnita también para él. Como si tuviera rincones que ni él mismo se atrevía a visitar.
—Y eso, más que invitarte a descubrir esos secretos, te angustiaba. —Sofía se desconcierta al escucharlo, y él entiende que ha dado en el clavo—. Es probable que la distancia que tomaste haya sido una forma de defenderte de esa angustia.
Ella se reclina en su asiento, piensa y, de pronto, esa voz que le recuerda la dulzura del oboe dibuja en el silencio una hermosa melodía.
—¿Quién eres tú, que así, envuelto en la noche, sorprendes de tal modo mis secretos?
Ahora es Pablo quien se asombra, y siente la tentación de hurgar en el abismo de esos ojos. Pero recuerda la sentencia de Nietzsche, si miras fijamente al abismo, el abismo te devuelve la mirada, y se dispone a huir de la situación, aunque sabe que ya es tarde para hacerlo. El propio loco de Turín advirtió que, a veces, es imposible involucrarse sin ser arrastrado. Ahora, ¿él quiere involucrarse con Sofía? Ella no le da tiempo a responderse esa pregunta.
—Perdón, es un vicio profesional. Suelo usar frases de libros que me gustan para ejemplificar algunas circunstancias.
—O para escapar de ellas.
—Puede ser. —Sonríe e intenta recuperar el control de la charla—. En este caso, la cita es de…
—William Shakespeare.
—La conoce.
—Sí. Me llevo mejor con la literatura que con los vinos. —Ella ríe y lo estremece una vez más—. Siempre me gustó esa imagen de Julieta tan perturbada en el balcón, sintiendo que todo su mundo se desmorona y, aun así, con la certeza de que ya no le es posible torcer ese destino.
—¿Y usted cree en el destino?
Sofía lo ha logrado. Se ha puesto de pie. Lo encara con firmeza y vuelve a arrinconarlo. ¿Habrá percibido la perturbación que le genera? Quizás no, se dice Pablo. Es posible que solo sea un mecanismo de defensa para salir de momentos incómodos. Sea como fuere, lo consiguió, y ahora le toca a él hacer lo mismo.
—Si creyera en el destino no sería psicoanalista.
—¿Por qué no?
—¿De qué valdría esforzarse por ayudar a que alguien se anime a hurgar en su Inconsciente, llevarlo a que enfrente sus miedos más profundos y resista el contacto con sus monstruos más temidos, si pensara que no puede modificar nada, que todas las cartas ya han sido echadas?
—Comprendo. Entonces, piensa que el hombre es libre de ser lo que quiera ser.
—Tampoco.
—No entiendo.
—Ya te dije, soy analista, y eso me distancia tanto de la idea del determinismo como del libre albedrío. Sé que la libertad es un sueño imposible, porque todo no se puede y porque llegamos a este mundo marcados por un deseo que otros, generalmente nuestros padres, han puesto sobre nosotros. Nacemos en un hogar determinado, y al llegar nos están esperando una familia, un nombre y un mundo que no hemos elegido. Y debemos enfrentar la vida con las fichas que nos han tocado. Sin embargo, pienso que, aun así, tenemos un mínimo de decisión para hacer con ellas una buena o una mala partida, ese es el margen de libertad con que contamos. Parece poco, sin embargo, por pequeño que sea, alcanza para darnos la oportunidad de construir una vida que tenga algún sentido.
Ella lo mira y en su rostro se percibe que está disfrutando de la charla.
—Una postura digna de Sartre. Algo así como que somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros.
—Exacto. —El gesto de la joven le confirma que ha salido ileso del incómodo trance en el que estaba, y ahora es su oportunidad—. Y vos, ¿qué pudiste hacer con el dilema que te planteaba Hernán?
Ella siente el impacto, y como si se permitiera mostrar su falencia, le responde con honestidad.
—Lo que pude. Estar cerca, disfrutar de sus buenos momentos y acompañarlo en los malos. Él se fue relajando y, creo, empezó a sentirse a gusto conmigo, y así nos transformamos en dos grandes amigos. —Lo observa—. Obviamente, teníamos sexo, pero no era lo más importante. Hasta que un día comprendí algo.
—¿Qué?
—Que él no sería mi hombre, pero aun así quería caminar un trecho de mi vida a su lado. No imaginaba hasta cuándo duraría lo nuestro, ni cómo iba a terminar, pero sabía que eso iba a pasar algún día.
—Y el día llegó.
—Sí, del modo más cruel.
—Entiendo.
Niega con la cabeza, y el brillo que invade su mirada da cuenta de la tristeza que la recorre. Por fin, piensa Pablo. Allí está ella, Sofía, despojada de todo velo y expuesta.
—No, no entiende. Dos días antes de su muerte me propuso que nos fuéramos a vivir juntos, y le dije que no, que ya no quería estar con él. Hacía mucho que lo venía pensando, y su propuesta terminó de decidirme. Veía la ilusión que su familia ponía en nuestra relación y, sentía que todo era una farsa. Hernán no me amaba. Yo era solo la posibilidad de darle un contexto que le permitía estar relajado con su mundo.
—¿Y vos lo amabas?
—No al menos como anhelo amar. Era una gran persona, y me necesitaba. Pero yo no quiero ser necesitada, quiero ser deseada, y desear. Quizás mi postura le cause gracia. A lo mejor le parezco tan ingenua como Julieta.
—De ninguna manera —acota Pablo—. Solo se burla de las llagas el que nunca recibió una herida.
Ella lo mira con ternura y estira la mano sobre la mesa hasta colocarla con suavidad sobre la suya.
—Chapeau, Romeo.
Es un momento extraño, inesperado. Sin embargo, algo le indica que no todo ha sido dicho.
—¿Te sentís culpable por haber cortado con él justo antes de su muerte?
Ella lo suelta y toma la copa.
—Un poco. Pero no tanto como para creer que tuve algo que ver con eso. Licenciado, ¿sabe por qué lo cité en este lugar?
—No.
—Porque aquí vengo cuando quiero pensar en él. —Aprieta los ojos intentando retener unas lágrimas, sin conseguirlo.
—¿Y por qué esta confitería en particular?
Por toda respuesta, Sofía eleva la mano y su dedo índice señala la avenida Rafael Obligado que corre a pocos metros de su mesa. En ese momento, un enorme camión que pasa deja un reguero de canto rodado sobre el lugar exacto en el que, hace menos de un año, cayó sin vida el cuerpo de Hernán Hidalgo.