– XI –
El sonido del teléfono lo sobresalta. Mira el reloj. Son las cinco de la mañana. Nadie en su sano juicio lo molestaría a esa hora si no se tratara de algo grave. Observa la pantalla del celular y reconoce el nombre.
—Helena.
—Rubio, ¿se puede saber dónde carajo estás?
—En mi casa.
La voz de su asistente suena indignada.
—¿Cómo en tu casa? ¿Te volviste loco? José está muriéndose a diez metros de mí, tengo a la galleguita esta que no para de llorar, nadie me dice nada ¿y vos estás descansando cómodamente en tu cama?
—Te dije que estaba en mi casa, no en mi cama.
Experimenta una oleada de enojo ante el trato que le propicia su asistente, pero como suele hacer siempre, se pone en el lugar del otro antes de reaccionar.
—Helena, pasé por el consultorio del Gitano y me vine para ver si podía resolver un tema antes de volver al hospital. Contame si hubo alguna novedad.
—Llegó el médico principal, el que vos conocés, no me sale el nombre.
—¿Uzarrizaga?
—Ese mismo.
—Y, ¿qué te dijo?
—No me dijo nada. Es más, ni me saludó. Pero vi entrar a alguien al que todos le hacían reverencias e imaginé que debía ser el jefe. Ya viste cómo son ustedes, los patrones, ¿no? —Intenta una broma—. Entonces le pregunté a Antúnez y me confirmó que, efectivamente, era el doctor Uzandi… mierda. —Se enoja—. El capo, y que ya estaba evaluando al Gitano.
Se interrumpe.
—¿Qué pasa?
—Tengo miedo, Rubio. Vení, por favor —le suplica—. Sabés que haría cualquier cosa por vos, pero no creo poder sola con todo esto.
Pablo está acostumbrado a percibir la angustia de la gente. Es parte de su vida, una sensación cotidiana. Por eso la reconoce en la voz de su amiga y comprende que debe hacerse cargo de la situación.
—Tranquilizate, Helena. Te prometo que en unos minutos salgo para allá. Vos encargate de que el doctor Uzarrizaga no se vaya sin que hable con él.
Se escucha la risa de Helena.
—¿Y qué hago, lo tacleo? —Pausa—. Mirá, vos sos un tipo reconocido y casi siempre me alcanza con tu nombre para conseguirte lo que me pedís, pero en este ámbito sos un mortal como todos los demás. Y yo…
La interrumpe.
—Y vos te la vas a ingeniar para que me espere. Confío en que con eso sí vas a poder. Así que nos vemos en un rato. Ah, y cuidá de Candela. Pobrecita no debe saber qué hacer.
—Bueno, al menos no soy la única, entonces. Ahora me siento un poco menos sola. Chau, y no te demores mucho.
Pablo corta la comunicación, llena la bañera y se sumerge. Necesita relajarse y pensar. Está indignado con él mismo. ¿Para qué sustrajo la computadora de José si ni siquiera es capaz de abrirla?
Se sumerge y, a pesar del enojo, el agua cálida le hace bien. Cierra los ojos y piensa que es una de las peores noches de su vida. Como la noche en que veló a su padre. O aquella otra. Esa en la que expulsó a Luciana de su vida y tomó la decisión de quedarse solo para siempre. Lo había intentado un tiempo y, por algunos meses, la relación pareció funcionar. Era hermosa y disfrutaba del sexo y las charlas con ella. Pero las cosas no tardaron en complicarse.
¿En qué momento habían pasado del idilio al infierno? No lo sabía, pero debía admitir que tenía una gran responsabilidad en que eso ocurriera. No se había analizado durante treinta años de su vida para echar la culpa de su destino a los demás. Ella lo amó, hizo lo que pudo, entregó todo con tal de complacerlo, y quizás eso mismo la había condenado. Porque fue una más de las que no pudieron ponerle un límite. Entregado al desenfreno de su deseo, Pablo no midió las consecuencias de sus actos y el juego se le fue de las manos.
Pero no va a mentirse. Sabe que la causa verdadera de la ruptura fue que había otra mujer en su mente, una mujer imposible: Paula Vanussi. Esa joven que lo había perturbado desde el primer momento en que se le acercó trayendo la aterradora historia de una perversa pasión. Y, a él, la pasión lo seduce y lo aprisiona, porque tiene una característica que lo fascina: con una cara mira al amor, y con la otra a la muerte. Esa eterna lucha que habita en su interior y que lo llevó a conseguir logros que ni siquiera imaginaba alcanzar, pero también a flagelarse de un modo cercano a la locura. Además, jamás pudo olvidar que es la hermana de Camila, su paciente, y si algo no está dispuesto a ceder es su ética. Aunque, ahora que lo piensa bien, tal vez solo sea una trampa, una resistencia para no jugarse e intentar construir un destino posible. Quizás por eso, cada vez que se cruzan como hace algunas horas en el teatro, escapa de aquellos ojos que le gritan en la cara lo que sienten por él.
«¿Por qué siempre me encargo de complicar las cosas? Si podría ser todo tan simple», piensa, y esa frase lo sobresalta.
Obvio. Tan simple… mucho más simple.
—Lo tengo —grita de repente como si fuera un moderno Arquímedes, y sin secarse sale corriendo del baño directo hacia el living. Sus dedos mojados tipean una extraña palabra en la notebook de José: 4br3t3s3s4m0. Luego presiona «Enter», y la computadora por fin le da acceso a la intimidad de su amigo.