– VI –
Mientras el taxi avanza rumbo a su consultorio, mira el cielo encapotado. Es de mañana y, sin embargo, la ciudad tiene un aspecto casi nocturno. Sigue lloviendo en Buenos Aires y, sin buscarlo, un recuerdo le dibuja una sonrisa.
José se había ido de vacaciones a Cabo Polonio, en el Uruguay. Un lugar maravilloso, con pocos habitantes, cuyo máximo disfrute es el gusto por lo natural.
Pablo llegó a la tarde sin avisarle, y lo buscó hasta que lo identificó desde lejos. Vestía totalmente de blanco, llevaba puesto un sombrero, y su larga figura yacía acostada sobre una hamaca paraguaya ubicada en el deck de una de las pocas cabañas que se abren durante la temporada veraniega. Se le acercó sigilosamente y se sentó a su lado a mirar el mar, en silencio. Al cabo de unos minutos, escuchó la voz asustada de su amigo.
—¿Qué hacés acá? ¿Qué pasó?
Le respondió con calma, sin desviar la vista del horizonte:
—Te extrañaba.
Él no dijo nada. Al rato, se bajó de la hamaca y desapareció en su cuarto. Volvió unos minutos después trayendo un mate. Tomó el primero y le ofreció el siguiente. Pablo lo aceptó, y disfrutó de ese ritual que solían compartir.
—Yo también te extrañé.
—Sos un mentiroso. No me llamaste ni una sola vez.
—¿Y de dónde querías que te llamara? Mirá lo que es esto. —Abarca con un movimiento de su mano la inmensa extensión del paisaje que los rodea—. Es un paraíso, y para serlo, es necesaria la ausencia de teléfonos.
—Al menos podrías haberme dicho dónde te alojabas. —Le devuelve el mate.
José lo llena y disfruta al ver la espuma que lo corona, antes de darle el primer sorbo.
—¿Y para qué, si no hacía falta? Estás acá, ¿no? Se ve que no era tan difícil localizarme. Igual, gracias por venir. Tratándose de vos, es todo un gesto de amor.
—¿Por qué lo decís?
—Porque lo único que odiás más que a la cebolla, es un día de calor en la playa. —Se ríe—. A vos te gusta el viento, el sonido de los truenos, y la lluvia. En cambio, yo disfruto de andar descalzo, y conversar con los pescadores y artesanos de este lugar. ¿Sabés? Aquí nos moriríamos de hambre.
—¿Por qué?
—¿Quién necesita un psicólogo que lo escuche si pueden hablarle al mar?
Pablo estira el brazo reclamando un mate más.
—Gitano, el mar es muy hermoso, pero no puede interpretar los sueños.
—Es cierto, pero te ayuda a generarlos.
—No hay caso —responde—. Cuando venís acá, te transformás en un poeta.
—Por eso mismo vengo. A leer, a componer canciones y a recordar quién soy. —Lo palmea y se pone de pie—. Vení, vamos a caminar.
Él lo mira con gesto de protesta.
—Sabés que detesto pisar la arena caliente.
—Sí, pero hoy lo vas a hacer por mí. Así que sacate los zapatos, dale.
—¿Y dónde los dejo?
—Aquí mismo. En este lugar, la gente aprendió a dar, no a robar.
Rouviot lo obedece, resignado. Apoya un pie y, al instante, pega un salto.
—¡Ay, la puta madre! Está caliente.
—No seas flojo, que no es para tanto. —Y haciendo caso omiso a su incomodidad, inicia la marcha. Luego de un rato continúa—. Es más, esta noche, vos también te vestís de blanco y si Lemanja, la diosa del mar te acepta, vas a ver el cielo más bello de tu vida mientras el agua nos besa los pies y, de paso, te pedís algún deseo.
—¿Y vos no vas a pedir nada?
—Yo ya lo pedí el 2 de febrero, que es el día en que se la homenajea. Es una ceremonia increíble. Una multitud trae sus ofrendas, y el mar se ilumina con las velas que flotan hasta consumirse. Algún día tendrías que acompañarme, te juro que es emocionante.
—Me hubiera encantado, pero fue el 2 de febrero. Eso significa que llegué tarde para pedir algo.
—¿Quién te dice? —Lo abraza—. A lo mejor, por ser mi amigo, igual te concede algún milagro chiquito. Mirá —le señala adelante—: el faro.
—Sí, ya me di cuenta.
—Cada noche vengo hasta acá y me siento un rato a pensar. ¿Sabés? Conté y, si mis cálculos no me fallan, la luz tarda veinticuatro segundos en dar toda una vuelta.
—¿Y qué hay con eso?
—Que los días nublados, durante los doce segundos de oscuridad, no se ve nada y parece que estuvieras solo en medio del universo.
—Gitano, a mí no me hacen falta esos doce segundos para sentir que estoy solo en medio del universo.
José menea la cabeza en claro gesto de desaprobación.
—No hay caso, sos un tango, y no tenés cura. Por eso te gustan tanto los días nublados y lluviosos. Porque es como si, por un momento, Dios te estuviera dando la razón. En el fondo no sos un hombre triste, sos un narcisista.
Disfrutó mucho de aquella visita. A la noche cenaron junto al mar, se emocionó al recordar las caminatas nocturnas por el campo, junto a su padre, e incluso, más tarde, cuando anduvieron descalzos por la orilla, pidió un deseo. En el preciso momento en que estaba por hacerlo, su amigo le susurró:
—Pedí un amor, Pablito.
Y así lo había hecho. Pablo no creía en supersticiones, y sin embargo… Pero no, no es momento de pensar en esas cosas. Ahora debe volver a su casa, encender la computadora, y encontrar en las sesiones la llave que abra la puerta del misterio. El tiempo pasa, no sabe cuándo Bermúdez se cansará de secundarlo, pero sí está seguro de que Ganducci no les va a regalar un segundo más de lo que les ha prometido.