– XVII –

El hombre alto, delgado y de nariz aguileña lo increpa con enojo.

—¿Puedo saber por qué me estás jodiendo con todo esto?

—Te juro que esa no es mi intención.

—Dejate de joder y no me tomes por boludo, ¿puede ser?

El gesto del comisario Ganducci no deja lugar a dudas, está furioso, y Bermúdez sabe que debe manejarse con cuidado.

—Mirá, Flaco, el caso puede tener algunas aristas complicadas.

—¿Pero de qué me estás hablando? Si es uno de los casos más sencillos que me tocó en la vida.

—A veces las apariencias engañan.

Del otro lado del escritorio le llega una mirada intimidante.

—Mirá, ya sé que no soy un policía tan bueno como vos, pero tampoco me subestimes.

—No te entiendo.

—Ah, ¿no me entendés? Te explico, entonces. Sos un tipo admirado en la fuerza, casi un mito, y cada pendejo que sale de la academia quiere parecerse a vos. Un cana valiente, intachable y ajeno a toda corrupción. Un idealista que cree que, desde estos escritorios, o poniéndole el pecho a las balas en la calle, se puede hacer algo para cambiar este mundo de mierda. Sos un ejemplo, un ejemplo que después nadie sigue. Pero te reconozco eso: tu coherencia y honestidad. Y acepto que no tengo todas esas virtudes y que ni el peor de nuestros agentes sueña con parecerse a mí. ¿Pero, sabés qué? Tampoco soy tan inepto como para no reconocer lo que tengo adelante.

Quizás envalentonado por los elogios, Bermúdez se planta y pregunta con voz firme.

—¿Y qué es lo que tenés adelante?

—Un suicidio más grande que el departamento de policía.

—Yo no estaría tan convencido de eso.

—¿No estarías o no estás tan convencido?

Debe pensar muy bien su respuesta, porque a Ganducci no puede hablarle de intuiciones ni palabras no dichas que flotan en el aire, pero tampoco puede permitirse el lujo de mostrarse inseguro.

—Sinceramente, no lo estoy. ¿Sabés? Hace tiempo que trabajo con un perito muy particular. Un hombre inteligente, con una formación diferente a la nuestra, que me dio puntos de vista que yo no había considerado y me permitieron resolver muchos casos. —Exagera, pero es necesario que lo haga si espera salir bien parado de este encuentro.

Cuando el comisario lo llamó a la mañana supo que estaría en una situación incómoda, y se dispuso a afrontarla. Es verdad que tiene sus reparos sobre la teoría Rouviot que supone un intento de homicidio, pero reconoce que, al menos, el psicólogo se ha ganado el derecho al beneficio de la duda.

—¿Y qué te dijo este perito?

—Que tiene razones para sospechar que no estamos ante un caso de suicidio.

Tres golpes en la puerta los interrumpen. Un subalterno entra trayendo dos cafés en vasos descartables. Los pone sobre la mesa y se retira. El hombre delgado de nariz aguileña vuelve a mirarlo.

—Bermúdez, te voy a decir algo que nunca creí que te diría. Yo también te admiro, y aunque no cambiaría mi vida cómoda por la existencia casi miserable a la que te condenaste, te confieso que me encantaría que se hablara de mí como se lo hace de vos. Pero bueno, todo no se puede en la vida, y yo elegí esto. Y, ¿sabés qué? Aunque no soy un ejemplo, tampoco soy el policía más corrupto de la Argentina. Por el contrario, te juro que intento hacer las cosas lo mejor que puedo, sin perder de vista que no le importamos a nadie. La gente nos odia porque nos asocia a la dictadura y el estado nos paga un sueldo tan miserable que nos obliga a tener algunos arreglos non sanctos para sobrevivir. Y es cierto que yo no pude ser tan honesto como vos y alguna vez he transado, pero jamás con algo que no me dejara dormir en paz. Porque una cosa es aceptar el soborno de un tipo que maneja una quiniela clandestina y otra, muy diferente, es hacer la vista gorda con un hijo de puta que prostituye pendejas o vende falopa. Yo tengo mis límites, y lo sabés. —Bermúdez asiente convencido—. Por eso, en honor al respeto que te tengo, te doy una semana para resolver este asunto a tu manera. Pero si en siete días no me venís con algo concreto, el caso se cierra. ¿Entendiste?

—Entendí.

—Me alegro. Entonces, no hay nada más que hablar. Por una semana tenés pase libre, así que movete con tranquilidad. Pero, terminado ese plazo, le digo al juez que fue un suicidio y no voy a aceptar ni un puto comentario de tu parte. ¿Quedó claro?

Bermúdez asiente y está a punto de levantarse, pero se detiene y encara al comisario con mirada franca.

—Gracias, Flaco. Y dejame decirte algo: no es fácil hacer lo que hacemos. Como bien dijiste, nadie nos quiere. Los fachos porque les parecemos débiles, los progres porque les parecemos fachos. Y en esta soledad en que vivimos, sos uno de esos tipos que no me arrepiento de haber conocido. —Pausa—. Incluso, recuerdo que cuando eras más joven te buscamos para que te sumaras a nosotros, ¿te acordás?

—Sí, a los intocables. —Sonríe.

—Bueno, sabé que, aunque nunca fuiste uno de los nuestros, siempre te consideramos alguien en quien podíamos confiar.

El gesto de Ganducci se suaviza y un rasgo de emoción aparece en sus ojos. Pero es un hombre duro y no va a permitirse esas sensiblerías.

—No me sobés el lomo, Negro, que no te voy a regalar ni un día más. —Se pone de pie—. Andá y apurate, que no tenés mucho tiempo. Y ojalá este tipo en el que decidiste confiar, el perito, ¿cómo me dijiste que se llama?

—No te lo dije. Su nombre es Rouviot, Pablo Rouviot.

—Ese mismo. Ojalá esté en lo cierto, porque no me gustaría verte envuelto en un quilombo innecesario.

Bermúdez lo saluda y sale del despacho. En el camino a la calle puede sentir la mirada del personal de la comisaría. Lo admiran, es cierto, pero sabe que ninguno de ellos se jugaría un pelo para salvarle la vida.

La voz ausente
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