– XXIII –

En la fría noche porteña, dentro de una oscura cripta del cementerio de la Chacarita, Rouviot tiembla de nervios. Se le ha terminado el tiempo de la especulación y no tiene más remedio que avanzar. También Santana está inquieto. Solo le quedan dos balas, y eso quiere decir que su ventaja se ha reducido al 66 %. Una tras otra, el psicoanalista fue superando las pruebas y ahora se interpone entre su meta y él. Pero ya ha tomado una decisión: no hará más concesiones, ante el primer error, va a matarlo.

Ajena a estas reflexiones, Sofía los mira en silencio. Está enojada consigo misma porque no pudo reponerse nunca y no ha sido de ninguna ayuda. Sabe que si no fuera por Pablo ya estaría muerta, y tiene la certeza de que él va a ganar la partida, sin embargo, no está convencida de que Dante cumpla con su palabra y los deje ir.

—¿Vamos por la quinta bala, licenciado? —pregunta Dante.

—Bueno. Vayamos por Hernán Hidalgo, entonces. La única de tus víctimas a la que amaste… desde siempre. El verdadero motivo por el que viviste todos estos años. —Sofía lo mira, interrogante, pero Pablo la detiene con un gesto—. Imagino que por las noches fantaseabas cómo iba a ser el encuentro, ¿no? Y reconozco que te preparaste muy bien para cuando llegara el momento. Te convertiste en un hombre culto, inteligente y agradable. Quisiste ser alguien que nadie pudiera rechazar, y lo lograste. Claro, no tuviste en cuenta el azar, algo raro en vos. Deberías haber recordado aquello que los griegos supieron muy bien: siempre conviene desconfiar del destino. Supongo que te debe haber costado contener el deseo de encontrarlo, pero no ibas a averiguar quién era hasta que te sintieras preparado para jugar tu gran papel. ¿Cómo lo harías? No podías saberlo, tendrías que improvisar. Todo dependía de con quién te encontraras, y lo que encontraste no fue lo que esperabas. —Toma aliento y continúa—. Hernán se había convertido en una buena persona, sí, pero insegura y llena de miedos. Era apenas el hijo de una familia de clase alta que vivía angustiado por no tener la aceptación de Raúl quien, a su manera, debe haberte parecido tan cruel como Mansilla. Por eso dijiste en sesión que, al fin y al cabo, él no tuvo un hogar tan diferente al tuyo, y que también su padre era una porquería al que no podía enfrentarse, ¿no?

La joven no entiende nada y, por un instante, teme que la situación haya desbordado a Pablo y no sepa lo que dice. No obstante, la voz del psicólogo sigue escuchándose calma y segura.

—Me gustaría saber dónde estudiaste, qué trabajos tuviste y cómo viviste en estos años, pero no es momento de saciar mi curiosidad. Sin embargo, quiero que sepas que valoro mucho tu esfuerzo —comenta en tono empático.

Tira y afloja, avanza y frena, esa es su única estrategia en este momento: ir midiendo a cada paso las reacciones de Dante ante sus palabras.

—Cuando por fin te sentiste listo para emprender la aventura, volviste al hogar y obligaste a Mansilla a darte todos los datos que tuviera. Supongo que no se habrá alegrado de verte otra vez. Es cierto que siempre fuiste alguien especial para él, pero no ibas en son de paz, y tu presencia debe haberlo inquietado bastante. De todos modos, eso no es relevante. Lo único que tiene importancia es que ahora sabías a quién buscar y pensaste que, cuando lo encontraras, podrías descansar y ser feliz. Creías que nada podía evitarlo. —Se interrumpe.

—¿Por qué se detuvo?

—Porque recuerdo algunas de tus frases en análisis.

—¿Cuáles?

Rouviot lo mira, toma aliento, y deja que su memoria dé cuenta de los dichos de Santana.

—Cuando José te preguntó por qué te gustaba tanto Hernán, respondiste: Porque es especial. Porque nunca habrá nadie en el mundo tan importante para mí. Y pienso en la emoción que tenías cuando relataste el día en que ibas a confesarle tu más profundo deseo: estar juntos para siempre, porque, en definitiva, según dijiste, ese era el destino de ustedes: construir un vínculo de amor y ser una familia. Y esta vez era posible. Vos no querías alejarte de él nunca más, ya no eran nenes y ahora nadie iba a separarlos. Pero todos tus anhelos se derrumbaron cuando te dijo que de ninguna manera iba a tirar a la basura su vida, su novia, su familia y su futuro para estar a tu lado. Es probable que esa frase fuera el comienzo del fin.

—¿Qué quiere decir?

—Que el lugar en que te puso, la basura, debe haberte recordado el trato que recibiste durante toda tu vida. Creo que no fue su intención lastimarte. Es obvio que no se animó a desafiar a su padre, aunque quizás simplemente no te amaba.

—Sí, me amaba —grita Dante, que en todo ese tiempo no había dejado de moverse de modo nervioso.

—Puede ser —le responde fingiendo no percatarse de su estado—. Nunca lo sabremos. Lo cierto es que te angustió que Hernán te rechazara, que no te diera el derecho de invadir su mundo. Y ahí comprendiste la verdad, y se lo dijiste claramente a José: te juro que era otro. Y tenías razón, ya no era la persona que vos buscabas. Era simplemente Hernán Hidalgo y nada quedaba en él de Juan Santana, tu hermano.

Las palabras de Rouviot tienen el filo de una daga. Dante comienza a sollozar y Sofía lo mira, anonadada.

—No entiendo, Pablo.

—Callate —le ordena.

En este momento, se mueve en medio de un equilibrio muy precario, y debe dar el próximo paso antes de que todo se desmorone.

—Por eso lo mataste. Porque después de todo lo que hiciste, del sacrificio de tantos años para volver a estar a su lado, él no fue capaz de un mínimo gesto. Solo tenía que enfrentar a su familia por vos, y no lo hizo. Ahí decidiste que no merecía vivir, e hiciste justicia. Pobre Hernán.

—Pobre, ¿por qué? —cuestiona Dante.

Pablo mira a Sofía.

—¿Recordás lo que me dijiste cuando nos conocimos?

—No —responde ella con un hilo de voz.

—Que los misterios que llevaba parecían ser una incógnita también para él. Como si tuviera rincones que ni él mismo se atrevía a visitar. Tenías razón, le quitaron el derecho a su verdad y nunca pudo comprender el origen de su sufrimiento. Tal vez por eso, como dijo Rocío se fue de este mundo lleno de secretos. Nunca estuvo conforme con lo que logró y, a pesar de lo mucho que se esforzaba, siempre todo le pareció poco —cita a Laura sin decirlo—. Creo que, de un modo inconsciente, sabía que le faltaba una parte importante de su ser, su hermano.

A esta altura, el clima se ha enrarecido todavía más, y comprende que es ahora o nunca.

—Dante, si no cometí ningún error, creo que me gané una bala más.

—Pero ¿cómo pudo saber todo esto? —pregunta confundido.

—Eso te lo voy a responder después de que me des lo que me he ganado. —Lo ve dudar—. No pienses, no tenés elección. Es un acuerdo entre dos samuráis y está en juego nuestro honor. Yo estuve dispuesto a entregar mi vida si perdía. ¿Vos no vas a darme una simple bala? Si no lo hicieras, no te diferenciarías mucho de Hernán. Serías un cobarde, como él.

—Cállese —le apunta con el revólver.

—No me voy a callar —lo increpa el psicólogo elevando la voz—. Yo gané esta jugada, y si me mataras te convertirías en un miserable como Olmedo, como Mansilla, o en un gallina, como tu hermano. Así que elegí, porque sí o sí vas a darme esa bala. Aquí. —Le tiende la palma de la mano—. O acá. —Coloca el dedo en su frente.

El joven que tiene delante está fuera de control. Se mueve, muerde sus labios y se desparrama el pelo de modo compulsivo. Sin embargo, es posible que una cuota de razón quede todavía en él, y a ella apunta Rouviot. Dante tiene un pasado, una historia construida en torno a los libros y las leyendas. Ese ha sido su mundo y, si pretende tener alguna oportunidad, tiene que apoyarse en él.

—Estoy seguro de que recordás la sentencia de San Pablo: Si alguien compite en los juegos, no es coronado a menos que haya competido de acuerdo con las reglas. Sé que amás el espíritu helénico, y también sé por qué: porque sos un luchador, pero incluso los guerreros olvidaban sus rencores durante las competencias con el único fin de ganar. Sin embargo, la diosa Nike, la victoria, no contemplaba grandes premios. Apenas una corona de hojas y el reconocimiento a la virtud, no solo física, sino también moral del ganador. En realidad, la importancia del triunfo residía en la creencia de que el coronado contaba con la bendición de los dioses. A aquellos contendientes solo los guiaba el espíritu agonal. —Mira a Sofía y le pregunta como al pasar—. ¿Sabés lo que significa agón?

Ella lo observa sin comprender, pero la mirada de Pablo le indica que le siga la corriente.

—No, no lo sé.

—Lo imaginaba. Explicale, Dante.

El joven lo observa confundido y, con un gesto, Rouviot lo alienta a hablar. Necesita que lo haga, que las palabras reemplacen a la acción, porque la única acción posible es que dispare el arma.

—Bueno —comienza con voz temblorosa—, es una palabra que significa lucha.

—Correcto. De allí viene la palabra agonía, que describe un momento muy particular, ¿no? —lo invita a continuar.

—Sí. El momento en que alguien pelea por su propia vida.

—Exacto —interviene Rouviot al ver que Santana no puede seguir—. Pero aquellas eran luchas honestas, porque el guerrero debía dar cuenta, no solo de su destreza física, sino también de su ética, su integridad y el respeto por las reglas y el rival. Como dijo Nietzsche, un hombre noble no soporta ningún otro enemigo que aquel en el que no hay nada que despreciar y sí muchísimo que honrar. Ese es el concepto fundamental de la competencia para los griegos: el honor. Y sé que vos, Dante, sos un hombre de honor.

Es todo lo que puede hacer, no se le ocurre nada más. Ahora su vida está en manos de un muchacho desequilibrado que tiene un arma y, algo dentro de él le indica que no hay escapatoria, que todo ha sido en vano. No obstante, como si un resto de coherencia iluminara las sombras de su confusión, Santana, como puede, abre el tambor del arma y retira una bala.

En el ambiente se escucha la profunda exhalación de Pablo.

—No esperaba menos —lo halaga con sinceridad.

El joven que tiene enfrente ha sufrido mucho, ha atravesado infiernos y, a su manera, hizo lo que pudo para intentar darle un sentido a su existencia. Pero Rouviot aprendió hace tiempo que la vida y lo justo no se llevan demasiado bien. Lo mira y siente una auténtica pena por él. Su vocación terapéutica lo invade por un segundo y tiene el deseo de ayudarlo. Sin embargo, como bien dijo Dante: hay un momento en el que se debe elegir a quién cuidar. Y Pablo, hace rato que ha elegido.

—Ahora nos queda una última prueba —acota Rouviot— y ambos tenemos las mismas posibilidades de ganar. Fuiste un rival noble, y te lo agradezco. Pero antes de seguir me gustaría pedirte algo.

—¿Qué cosa?

—El libro.

—¿Qué libro?

—El que elegiste para dejar junto al cuerpo de tu última víctima.

Están frente a frente a no más de dos metros de distancia y, como en los antiguos duelos a pistola, ninguno de los dos desvía la mirada. Es un instante eterno que concluye cuando Dante mete la mano en el bolsillo derecho, saca un ejemplar de su abrigo y se lo arroja. Rouviot lo mira y, por primera vez, siente que tiene una oportunidad de ganar. Se separa con suavidad de Sofía y suspira.

—Andate —le ordena.

—¿Qué?

—Que te vayas.

—Ni se te ocurra —la amenaza Santana—. Si das un paso, me gasto la última bala y te vuelo la cabeza.

—Eso no es cierto —lo interrumpe Rouviot—. Los dos sabemos que no vas a hacerlo. —Luego mira al fondo de los ojos negros de la joven y le susurra—: Confiá en mí.

Ella asiente. Su cuerpo se niega a obedecerla, pero debe intentarlo. Se pone de pie con esfuerzo, gira y escucha a sus espaldas las amenazas de Santana, pero no va a detenerse. Pablo le dijo que confiara en él, y ella confía. El espacio que la separa de la puerta se le hace eterno, hasta que por fin el viento frío le da en la cara. Una vez afuera camina dos o tres metros más y siente que el mundo se desvanece a sus pies. Por suerte, unos brazos inesperados la contienen y evitan que caiga al piso.

La voz ausente
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