– XIV –
Está amaneciendo. Por el ventanal observa esa combinación de colores que habitan el bosque cuando el sol comienza a aparecer, incluso en días lluviosos como el de hoy. Se sirve un café y piensa.
Ha estado husmeando en la computadora de José sin encontrar nada que le resultara extraño. La carpeta que lleva por nombre «Pacientes» contiene una serie de subcarpetas con los datos de cada uno de ellos. Al abrirlas aparece su ficha personal y una serie de audios ordenados por fecha, algunos de los cuales datan de hace más de ocho años. Son cientos de sesiones y no sabe por dónde empezar. Por eso, en la necesidad de sistematizar su búsqueda, comenzó por lo que le pareció más apropiado: armar un archivo que contuviera la información de quienes aún continuaban en tratamiento. Cree que por ahí debe empezar la investigación. Pero no va a poder hacerlo solo.
Termina su café y se sirve otro aún más fuerte. Necesita estar despejado. Mira el reloj: son casi las ocho de la mañana y se siente autorizado a hacer la llamada. La voz que lo atiende suena totalmente despabilada.
—Lo estaba esperando.
—¿Ah, sí… por qué?
—Porque usted es un ansioso. Supuse que se iba a quedar toda la noche viendo si podía averiguar algo y que, tarde o temprano, necesitaría de mi ayuda.
Bermúdez está en lo cierto. Parece que, a pesar de lo que dijo Uzarrizaga, sus modos de pensar no siempre son tan diferentes.
—Así que dígame en qué puedo darle una mano.
—Por ahora esté atento, pero en cualquier momento voy a pedirle que averigüe todo lo que pueda sobre algunas personas.
—Bueno. ¿Puedo saber quiénes son?
—Unos pacientes de José.
—Ajá. ¿Y por qué arrancamos por ahí?
—Porque estoy convencido de que fue uno de ellos quien le disparó.
—Y sí, tiene sentido. Después de todo, ustedes trabajan con loquitos, ¿no?
Pablo hace caso omiso de la broma y continúa.
—Verá, estuve pensando. La bala entró por encima de la oreja, y dada la posición en la que quedó el cuerpo según las fotos que vimos, el disparo solo pudo haberlo realizado alguien que estuviera en el diván.
Bermúdez esfuerza su memoria y recuerda las imágenes de Heredia y de lo que para él es un extraño mueble lleno de curvas. En realidad, se trata de una chaise longue Le Corbusier idéntica a la de Pablo, pero de color blanco.
—Como se habrá dado cuenta, es un sillón muy incómodo para sentarse, por lo que únicamente lo usan los pacientes que se acuestan en él. Pude entrar a la agenda de José y voy a llamar a algunos que debían haber ido ayer a su consulta a ver si encuentro algo extraño.
—¿Y por qué no llama a todos?
—Porque el Gitano también atiende niños y adolescentes.
—Claro, y usted cree que son muy chicos para cometer un crimen.
—No, pero son muy chicos para hacer diván. Con ellos se trabaja cara a cara.
—Comprendo —miente Bermúdez—. Pero hágalo lo más rápido que pueda.
—¿Por qué?
—Porque recibí un mensaje de Ganducci. Alguien le debe haber soplado que estuvimos metiendo las narices y querrá saber qué ando buscando.
—¿Va a responderle el llamado?
—Sí. No me queda otra opción.
—¿Y qué le va a decir?
—La verdad, pero a medias.
—¿O sea?
—Que usted es un amigo que pidió mi ayuda dada su relación con Heredia. Pero no le voy a comentar sus dudas. Si el Flaco se aviva de que le queremos complicar el caso lo va a cerrar más rápido todavía. De todos modos, no llegó a comisario por ingenuo. Es cuestión de horas para que se dé cuenta. Así que mejor empecemos ya.
—Perfecto. Ahora mismo comienzo a llamar a los pacientes. En cuanto tenga alguna novedad le aviso.
—Hecho.
—Ah…
—¿Qué pasa?
—Gracias. No me voy a olvidar de esto.
—Ya lo creo, licenciado. Se lo digo por experiencia: jamás se va a olvidar de lo que vio anoche —dice y corta.
Pablo se queda con el teléfono en la mano unos segundos y mira la lista de llamados que tiene para hacer. Vuelve a consultar la hora. Es cierto, es muy temprano, pero Bermúdez ha sido muy claro: no tiene ni un segundo para perder.