– XV –
—Entonces tu viejo era cantante.
—No, era cantaor.
—¿Y cuál es la diferencia, gallega?
—La misma que hay entre gallega y andaluza, algo que a ti no parece importarte —bromea Camila.
—Tenés razón, pero seguí contándome.
—Te decía que mi madre murió cuando yo era una niña de cinco años y me quedé al cuidado de mi padre que cantaba en un tablao cercano al barrio Santa Cruz. Como no tenía con quién dejarme, me llevaba todas las noches con él. Aún me recuerdo de pequeñita durmiendo sobre dos sillas mientras cuidaban de mí los tíos que trabajaban en la cocina.
—Debió ser muy difícil.
—No, al contrario, fue hermoso. Yo era un poco la mascota de todos, y allí empezaron a llamarme La Cande. Me mimaban mucho y era muy feliz en ese mundo flamenco. —Mira a Helena casi con orgullo—. ¿Sabes qué significa la palabra flamenco?
—Supongo que tiene algo que ver con la música. —Se encoge de hombros.
—No. —Ríe—. Hay quienes dicen que proviene de la unión de dos términos árabes: felah-mengus, que juntos quieren decir «campesino errante».
—Campesino errante —repite—. Suena lindo.
—Sí, pero según mi padre, flamenco era el nombre que se le daba al cuchillo. Y siempre me decía: Cande, no olvides nunca que la vida es flamenco, y también tú tienes que ser eso: un cuchillo para cuidar lo que amas o matar a todo el que se interponga en tu camino.
—Ah, bueno, era bastante pasional tu viejo.
—Sí. —Se emociona—. Era muy especial.
—¿Era? ¿Qué, él también murió?
—Hace tres años. Por suerte, un monró de mi padre me llevó a vivir con él y su familia y me dio trabajo en su tapería, como mesera. Y allí estuve hasta que conocí a José y me vine pa’cá.
—¿Qué es un monró?
—Un amigo: Kavi.
—Kavi, qué nombre dulce.
—¿Sabes qué significa?
—Ni idea.
—Descendiente de poetas.
Silencio.
—¿Qué pasa? —le pregunta Helena.
—Que me he puesto un poquitín triste. Kavi es un buen hombre y me ha tratado como si fuera su hija todo ese tiempo, pero ahora está encabronado conmigo.
—¿Por qué?
—Pues, porque me he largado con José.
—No me digas que te escapaste sin avisarle.
—No, tía, ¿cómo se te ocurre?
—¿Y entonces?
—Es que José es payo.
—¿Payo? Si es más morocho que Gardel.
—Quise decir que es gaché.
—Ah, no, nena. Si querés que sigamos conversando hablame en criollo, porque así no entiendo nada.
—Que no es gitano, joder.
Helena la mira y comprende.
—¡Ah, claro! Para ustedes viene a ser algo así como un goy… digo, alguien que no es de su raza.
—Así es.
—¿Y tanto lío por eso?
—Es que nuestros hombres son muy conservadores y no les gusta que les toquen a sus mozas. Y aunque ustedes le llamen gitano, José no tiene nada de caló —la interroga con un gesto.
—Tranquila que entendí.
—Bueno, que yo le hablé al Kavi y le dije que José estaba dispuesto a realizar el pedimiento para que nuestro compromiso tuviera valor ante mi gente, pero él se negó a aceptarlo y me ordenó que lo dejara, porque mientras viviera en su casa no iba a permitir que desobedeciera la ley.
—¿Y vos qué hiciste?
—Le supliqué que me entendiera, y cuando vi que no iba a hacerlo, agarré mis cosas y me fui al hotel de José.
Helena la mira con ojos fascinados.
—¡Qué emocionante! Otra escena de novela.
—Sí, pero no creas que ha sido una decisión fácil para mí, porque lo que hice tiene un costo muy alto: ya no tengo lugar entre ellos.
—Bueno, tampoco es para tanto. Ya vas a ver que cuando pase un poco de tiempo y conozcan al Gitano se les va a pasar. Es un gran tipo y sabe hacerse querer.
—Eso ya lo sé, pero tú ignoras nuestras costumbres. Ellos nunca me van a perdonar. Así que José es la única familia que tengo en la vida. —Se quiebra.
—Ay, no, chiquita, no me llorés. Confiá que todo va a salir bien. Y además nos tenés al Rubio y a mí. Ahora nosotros también somos tu familia. —La acaricia y la mira con ternura. Candela es muy hermosa, casi una nena, y sin embargo ya ha pasado por tantas situaciones de dolor—. Dale, seguí que me interesa. ¿Qué pasó cuando te le apareciste en el hotel? No debe haber entendido nada.
—Por supuesto, pero cuando le expliqué lo sucedido, me abrazó fuerte, después me tomó de los hombros y me dijo: No tengas miedo, Candela. Te voy a proteger con mi vida.
—Mierda, que al final mi amigo resultó ser un romántico.
—Y un hombre.
—¿Por qué lo decís?
—Porque eso no es todo.
—¿Qué, hay más todavía?
—Pues claro. Mira, la virginidad es algo muy importante para los gitanos. Por eso esa noche, al acostarnos juntos yo estaba muy nerviosa. Él me preguntó qué me pasaba y le conté que nunca había estado con nadie, porque una zingallí que chinga con alguien siendo soltera queda manchada para siempre.
—¿Y tuviste que esperar a estar en la cama para decírselo? Mmmm… Mucha tradición la tuya, pero aquí a eso lo llamamos histeriquear.
—Que no, tía —reacciona Candela—. Te lo juro por todos mis muertos.
—Está bien, no te alteres. Y dejá a tus muertos en paz que te creo. ¿Y qué hizo José?
—Me prometió que no iba a tocarme hasta que fuera su mujer.
Ahora el asombro es de Helena.
—¿De verdad? ¿Y qué hicieron, se casaron?
—Pues claro.
—Ah, pero entonces no era una joda, de verdad sos la esposa del Gitano.
—¿Es que no te lo ha dicho el Pablo, ya?
—Sí, pero…
La voz del hombre las interrumpe.
—¿Hablaban de mí?
—Ponele. Decime, Rubio, ¿cómo nunca me dijeron que José se había casado?
—No sé, ¿qué sé yo? Preguntáselo a él.
—¿Me estás jodiendo?
—No. De hecho, ahora mismo voy a hablarle.
—¿Qué? ¿Te volviste loco?
El ruido de una puerta que se abre los hace girar, y al instante se escucha a una enfermera pronunciar su nombre.
—Señor Pablo Rouviot.
—Sí —responde enseguida y se dirige hacia ella. Helena lo detiene tomándolo del brazo.
—Pará, explicame porque no entiendo nada.
—Después, ahora no puedo. —Se suelta y camina hasta el cartel que indica «Terapia Intensiva»—. Soy Pablo Rouviot.
—Pase, por favor.
Y una vez que hubo entrado la puerta volvió a cerrarse ante el asombro de Candela y Helena que se miran sin comprender lo que está ocurriendo.