– IV –
—¿Se da cuenta de la locura que está diciendo? —lo increpa Rocío.
—Entiendo tu reacción, y juro que cuando me enteré de lo ocurrido pensé exactamente lo mismo que vos, pero te aseguro que es verdad.
—¿Y quién cree usted que pudo estar haciéndose pasar por mi hermano?
Pablo menea la cabeza.
—No lo sé, por eso vine a verlas. Quizás ustedes puedan ayudarme a descubrirlo.
—No sé cómo.
Él tampoco, pero no se le ocurrió un mejor lugar para empezar. No es policía, y no está acostumbrado a manejar temas como estos. Tal vez debería haberle pedido a Bermúdez que lo acompañara, pero ya es tarde. Ahora está allí, en una agradable confitería de la avenida Figueroa Alcorta, ante esa joven que, incrédula, lo mira con gesto de incomprensión. Y solo sabe hacer una cosa: escuchar. Ese es su arte y debe confiar en él.
—Me gustaría que me hablaras de Hernán. Tu madre me dijo que ustedes eran muy compinches e imagino que sabrás algunas cosas que ella no. Por eso preferí que nos fuéramos de tu casa, para que pudiéramos conversar a solas y no te vieras obligada a decir nada que no quieras delante de ella.
Lo mira en silencio. Es claro que está shockeada y aún no logra reponerse.
—Hernán era un ser de otro mundo. Desde chica aprendí a compartir todo lo que me pasaba con él. No tenía ese pudor que suele haber entre hermanos y hermanas. Por el contrario, no había nada que no fuera capaz de contarle: mis miedos, mi primera vez con un hombre, mis dudas.
—¿Y él también te participaba de su vida?
—No. Era muy reservado con algunas cosas.
—¿Qué tipo de cosas?
Duda.
—Con casi todo. Ahora que lo pienso me doy cuenta de que nuestro vínculo era bastante asimétrico. Él sabía todo de mí, en cambio yo…
—¿Qué?
—Siento que no llegué a conocerlo realmente, y eso me da culpa.
—¿Culpa, por qué?
—Porque a lo mejor podría haberlo ayudado más de lo que lo hice. —Lo mira—. ¿Sabe? En este tiempo pensé mucho en él. Me acuerdo que cuando éramos adolescentes solía verlo abstraído, callado, como si estuviera habitando un mundo que no quería compartir con nadie. A veces me acercaba y lo abrazaba.
—¿Y cuál era su reacción?
—Se dejaba querer, pero no hablaba. No sé por qué, pero…
—¿Pero, qué?
—Creo que se fue lleno de secretos. Y me duele no haber estado a la altura de la situación. —Se angustia.
—Rocío, no creo que debas reprocharte eso. Por lo que estás contando, Hernán no era alguien que se dejara ayudar fácilmente.
—Es posible. Pero de todos modos siento que podría haber hecho más por él.
Se castiga. Es evidente que no ha podido superar la muerte de ese hermano tan querido. Está siendo injustamente cruel con ella misma y es comprensible que así sea. La pérdida de Hernán la ha empujado a un espacio sin respuestas, al enigma más grande de la humanidad: la muerte. No puede ni quiere entenderlo, y en la búsqueda estéril de encontrarle un sentido a la tragedia piensa que podría haber hecho algo para evitarla. Es muy común que aparezcan este tipo de pensamientos mágicos en el primer momento del duelo. De allí frases tales como: «si yo hubiera llegado antes», o «si lo hubiera acompañado». Potenciales incomprobables que niegan una verdad que hiere: la vida no tiene lógica ni justicia. El cine y la literatura saben mucho del tema, por eso abundan las historias de personas que vuelven atrás en el tiempo para corregir algún detalle intentando cambiar el desenlace de los hechos.
En vano.
Pablo la observa, y ve que las lágrimas vuelven aún más atractivos a esos ojos azules y profundos. Le extiende un sobre con pañuelos descartables. Ella lo acepta.
—¿Siempre los lleva encima? Se ve que está acostumbrado a hacer llorar a la gente —bromea mientras intenta componerse.
—Debe tratarse de un vicio profesional —enuncia antes de continuar—. Según me dijo tu mamá, Hernán no vivía con ustedes.
—Así es. Desde hace un tiempo se había mudado al departamento de la calle El Salvador.
—¿Y quién está ahí ahora?
Hace la pregunta como al descuido mientras llama al mozo para pedir la cuenta. Sabe que, en situaciones como estas, es común que la familia resguarde el hogar del ser querido como si se tratara de un museo. Deja sus cosas en un estado de hibernación a la espera inútil de un retorno que no será.
—Nadie. Solo Andrea, la chica que trabaja en casa, va una o dos veces por mes para abrir las ventanas, limpiar un poco y retirar las cuentas. —Pausa—. Todo está como cuando Hernán vivía.
Es el momento. Pero debe hacerlo con cuidado.
—Rocío, ¿sería mucho pedirte que me permitieras visitarlo?
Lo mira con seriedad. Es una solicitud extraña, desatinada; pero todo lo que ha escuchado desde que conoció a ese hombre le parece absurdo. Sin embargo, algo le dice que puede confiar en él.
—¿Cree que puede ayudar a descubrir quién se está haciendo pasar por mi hermano?
No va a mentirle.
—No lo sé. Pero es una posibilidad y no me gustaría desecharla.
Ella asiente.
—Está bien, pero no ahora, quizás mañana. Hoy tengo un día muy complicado.
—Claro.
El sonido del teléfono los interrumpe. La pantalla le indica que es un llamado de Helena. Se disculpa con un gesto y atiende.
—Hola.
—Rubio, venite ya mismo para acá.
—¿Pasó algo? —pregunta con temor.
—Todavía no, pero si no llegás en unos minutos, quizás después sea demasiado tarde.