– IX –

Gira la llave, entreabre la puerta, estira la mano, prende la luz antes de entrar y recién entonces se hace a un lado para darle paso. Ella ingresa y, de una mirada, intenta captar todo el espacio. A su derecha se encuentra la cocina integrada, con un discreto desayunador y dos banquetas altas, luego el comedor, amueblado con una mesa vidriada de unos dos metros de largo y ocho sillas tapizadas en chenille gris claro. A su izquierda, está el living en el que se destacan un piano de cuarto de cola, un sillón de tres cuerpos y dos individuales que rodean una mesa baja de madera oscura. Una biblioteca imponente empotrada en la pared, y la fotografía enmarcada de una ola que arremete con furia son los únicos adornos. Más allá, un enorme ventanal hacia el cual se dirige con decisión, como si conociera el lugar de toda la vida. Al llegar, corre las cortinas y el paisaje arbolado se le impone.

Pablo la mira sin entender muy bien qué hace allí. Quizás, llevarla a su casa fue un error. No puede negar que le atrae, lo perturba, y es probable incluso que su presencia resulte una distracción. Pero también es posible que conozca a Santana, que Hernán los hubiera presentado en alguna ocasión, y de ser así, podría aportar algo que lo ayudara a dar con él. Por eso dejó que lo acompañara a su departamento, para ver si es capaz de reconocer la voz y ponerle un rostro a ese enigma.

Desde la puerta, la mira unos segundos y ve cómo la luz del exterior enmarca las formas de su cuerpo. Ingresa, se quita el abrigo, lo deja sobre el sillón y camina hacia ella. Al pararse a su lado, percibe el delicado perfume de su piel y vuelve a pensar que, a lo mejor, haber aceptado su ofrecimiento de acompañarlo no haya sido la decisión más acertada.

Como si pudiera escuchar sus pensamientos, la voz de Sofía suena calma y tranquilizadora.

—Debe ser hermoso amanecer con esta vista.

—Sí, lo es. ¿Te gustaría salir al balcón?

La joven acepta. Pablo abre la puerta corrediza y una brisa fría los envuelve. Sofía avanza unos pasos y se apoya en la baranda. Él hace lo mismo y, por unos minutos, todo es silencio. Pero no se trata de un silencio tenso, por el contrario, el clima se ha vuelto disfrutable.

—Hábleme de él —le ordena sin mirarlo.

—¿De quién? —pregunta sorprendido.

—De su amigo: Heredia.

No puede evitar sonreír.

—No es un hombre fácil de definir. Es un tipo extraordinario y raro, que parece sacado de un poema de Lorca. Es psicoanalista, de los mejores, pero esa no es su verdadera esencia.

—Ah, ¿no?

—No.

—¿Y cuál es, entonces?

—El Gitano es poeta, y músico. —Se detiene y, sin que se lo hubiera propuesto, viene a su mente la letra de una de las canciones de José, y la susurra:

No tengas miedo si en la madrugada

el viento hace palmas contra el ventanal.

Y de la nada florecen azahares

llenando de asombro la pena otoñal.

 

No tengas miedo si el río se acerca

y va dividiendo el mundo a la mitad.

Será que anoche, de tanto nombrarla,

la luna gitana nos vino a buscar.

Cuando concluye, Sofía lo mira y calla, como si estuviera terminando de disfrutar lo que acaba de escuchar.

—Es muy hermoso.

—Sí.

Pausa.

—¿Puedo saber en qué está pensando?

—En la voz de José.

—¿Qué pasa con su voz?

—Que tiene un color muy especial, como la tuya.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué tiene de especial? Digo, la voz de su amigo.

—Que cuando canta, genera la sensación de que se está escuchando un violoncelo.

—Entiendo. Una voz profunda, casi de cuerda raspada por el arco.

El comentario lo sorprende.

—¿Sabés de música?

Ella lo mira con cierta picardía.

—Algo. De hecho, fue mi sueño de chica. Quería ser directora de orquesta, pero mi padre es un hombre demasiado exitista, y le pareció que una mujer jamás llegaría a ser un Von Karajan.

—Y no te apoyó.

—Él le respondería que sí, pero la verdad es que no. Me permitió estudiar, es cierto, incluso me mandó con los mejores maestros, pero solo para que amenizara sus reuniones sociales tocando el piano. Sin embargo, cuando quise hacer la carrera de directora se enfureció.

—Tal vez pensó que iba a ser muy difícil que pudieras vivir de eso.

—No, eso no le importaba. Después de todo, soy una Ortiz de la Serna, y se suponía que debía casarme con un hombre que estuviera a la altura y se hiciera cargo de mí. Pero la idea de que fuera a ensayar a los teatros, rodeada de músicos, viajando y trabajando por las noches, era demasiado para él. —Se detiene en el relato y nota que Pablo la mira, absorto—. ¿Qué pasa?

—Bueno, no conozco mucho de abolengos, pero me sonó a un apellido patricio.

Se ríe.

—Lo es. Y no imagina los problemas que eso me trajo.

—¿Por qué?

—Porque con mi nombre, Sofía Macarena Ortiz de la Serna, siempre debo dar examen.

—Entiendo. Todos esperan demasiado de vos.

—Al contrario, no esperan nada de mí. Creame que, por lo general, me lleva más o menos una hora demostrarle a la gente que no soy una hueca, una mujer frívola que solo piensa en tomar sol, pasear en lancha, usar ropa cara y viajar por el mundo.

Pablo se ríe.

—¿No estás siendo demasiado prejuiciosa?

—¿Y acaso la gente no lo es, licenciado? —Le clava la mirada y esos ojos negros lo atraviesan—. Míreme —lo desafía—. ¿Qué ve?

Rouviot duda, se siente incómodo y no sabe qué responder. Se toma unos segundos, hasta que por fin se decide, como suele hacerlo, por decir la verdad.

—Veo a una mujer inquietante, segura de su belleza, que sabe lo que genera cuando habla, cuando sonríe o, como ahora, cuando simplemente calla.

El motor de un auto que pasa a toda velocidad por Avenida del Libertador tiene la violencia de una piedra que hiere un cristal, no obstante, no alcanza para romper el clima que se ha generado entre ellos.

De pronto, como si hubiera decidido entregarse al hechizo, la mira y pregunta:

—¿Lo harías por mí?

—¿Qué? —cuestiona asombrada.

—Tocar el piano. No sé cómo serían las veladas en tu casa, pero aquí solo estamos los dos. ¿Sabés? Soy melómano. De hecho, hace poco estuve escuchando a una de mis pacientes tocar el concierto en Mi menor de Mendelssohn en el Colón.

—¿Camila Vanussi?

—¿La conocés? —pregunta asombrado.

—Por supuesto. Todos los que transitamos el mundo de la música sabemos quién es. Siempre fue una niña prodigio, pero algo, no sé qué, le impedía levantar vuelo. Sin embargo, desde hace un tiempo, es como si se hubiera liberado de eso que la oprimía y su arte empezó a volar.

Pablo agradece en silencio las palabras de Sofía que, sin saberlo, reconocen la importancia de su trabajo junto a la pequeña violinista, y como para salir del paso, desliza un comentario.

—Según Oscar Wilde, el modelo de todas las artes es el arte del músico, y estoy de acuerdo. No imagino mi vida sin música.

Sofía camina hacia el piano, dando por aceptado el desafío. Se sienta en la banqueta, levanta la tapa, retira la felpa verde que cubre el teclado, y lo mira.

—¿Cuál es su obra preferida, esa que querría llevarse de esta vida?

—¿Qué?

—Usted es analista, y no voy a mentirle, lo he leído y sé que la muerte es uno de los temas que lo obsesiona. Y, siendo un melómano, imagino que querría despedirse de este mundo con alguna melodía en particular. Dígame, ¿cuál le gustaría que lo acompañara en sus últimos instantes?

La pregunta lo inquieta. Sin embargo, no es nada que no se hubiera planteado muchas veces.

—Esa es una idea que me ha rondado, y me ronda aún, en muchos momentos. Y te confieso que no siempre la respuesta fue la misma. Alguna vez pensé que lo último que me gustaría escuchar antes de morir era «Oblivión», de Astor Piazzolla. Otras, en cambio, me pareció que el «Lacrimosa», de Mozart o el «Adagietto», de Mahler.

—¿Y ahora? —lo provoca, redoblando la apuesta—. Si solo le quedara este instante, este minuto de vida, ¿qué querría escuchar?

La mira, y las palabras se le escapan sin que pueda pensarlas.

—La Sinfonía número tres de Brahms. —La oscura mirada de Sofía se ilumina y unas lágrimas parecen conmoverla—. ¿Qué pasa? —la interroga.

—Que, entonces, quizás deberíamos morir juntos.

Él siente el golpe, como si una vieja sensación que creía olvidada le recorriera el cuerpo. Sin apartarle la mirada, con algo de frustración, Sofía le habla y lo estremece.

—No sabe cómo me gustaría cumplirle el sueño, pero hay un detalle: me falta la orquesta. Apenas si tengo este piano, lo cual no es poco, y tengo mucho deseo de complacerlo. Solo tiene que pedirlo, pero esta vez elija bien y no se equivoque, porque no voy a darle otra oportunidad.

Pablo vacila. Comprende lo que está ocurriendo, y no quiere romper la magia. Siente que debe solicitar algo que Sofía conozca, y piensa en las obras que todo pianista ha estudiado: el «Claro de luna», de Beethoven, o el «Preludio en Mi menor», de Chopin. Sin embargo, de un modo inesperado, lo invade el anhelo de oír una melodía que hace mucho que no escucha y, casi sin querer, pronuncia el nombre.

—«Octubre».

Sofía lo observa unos segundos sin hablar, luego gira, posa apenas los dedos sobre el instrumento, cierra los ojos, toma aire y, de un modo mágico, la melodía sublime de Tchaikovsky lo invade. Son apenas cuatro minutos de emoción, hasta que ella deja sonando en un calderón eterno el último Fa.

Está conmovido y solo atina a mirarla. No sabe qué hacer, pero ella sí. Se levanta y camina hasta quedar pegada a su cuerpo. Le acaricia el rostro y lo atraviesa con una mirada tierna y desafiante a la vez. Se pone en puntas de pie y, antes de que pueda reaccionar, Pablo siente el gusto de Sofía en su boca. Todo es silencio y, sin embargo, como si se tratara de un milagro, los armónicos finales del piano lo estremecen de un modo fatal, inmenso, largamente añorado.

La voz ausente
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