– III –

Las mujeres conversan sentadas a la mesa de un bar de la calle Uriburu, frente al Hospital de Clínicas. Salieron para despejarse y comer algo, aunque ninguna de las dos tiene demasiado apetito.

—¿Y por qué Pablo está siempre solo? —pregunta Candela y toma un sorbo de chocolate caliente.

—Bueno, solo, lo que se dice solo…

—No, claro, sé que de vez en cuando sale con alguna tía, pero desde que lo conozco jamás me ha presentado a ninguna.

—Seguramente porque no consideró que fueran relaciones importantes y no habrá querido mezclar las cosas. Vos para José sos el amor, en cambio esas chicas apenas si son algo pasajero para Pablo.

—Me da tanta pena. Es un hombre muy especial.

No sabe por qué dijo eso, pero tuvo la necesidad de hacerlo. Quizás haya sido un modo de proteger a la única persona en quien puede confiar en este momento.

—¿Sabés qué pasa? La gente piensa que el Rubio tiene todo bajo control, empezando por él mismo, y es mentira. En el fondo es un tipo frágil que tiene mucho miedo. Sin embargo… no sé, es raro.

—¿Qué es lo raro?

—Que, a pesar de eso, estar a su lado te hace sentir segura.

—Con más razón, entonces. Dime, ¿por qué crees tú que le resulta tan difícil estar con alguien?

—Porque, así como puede ser tan protector, a veces es capaz de hacer mucho daño. —La mira—. ¿Sabés? Pablo no siempre es esa persona de sonrisa luminosa y voz calma que conocés. —Observa su gesto de sorpresa y le sonríe—. Te aclaro que no lo estoy juzgando. Si yo lo adoro, pero no es un hombre fácil.

—¿Y cómo es que ustedes se conocieron?

—Uff… fue hace tanto tiempo.

De pronto se ha relajado y tiene ganas de contar esa historia. Siente que le va a hacer bien escucharla y, por otra parte, de algo tienen que conversar en medio de la espera.

—Mirá, gallega, Pablo y yo fuimos compañeros de la escuela secundaria, y la verdad es que no nos dábamos mucha bola. Qué sé yo, viste cómo son las cosas a esa edad: las nenas con las nenas, los nenes con los nenes y esas boludeces. Pero te voy a contar un secreto. Un sábado a la noche, durante un baile que organizamos para juntar plata para el viaje de egresados, casi nos besamos.

El recuerdo la hace sonreír.

—¿De qué te ríes?

—De que nunca, jamás, hablamos de eso que pasó. Él era un chico estudioso e introvertido y yo estaba muerta con Daniel, uno de sus mejores amigos, un pibe que ni me registraba. Y ese día tomé la decisión de hacer algo para llamar su atención. Entonces, a eso de las tres de la mañana, cuando pusieron los lentos, me acerqué y me quedé parada al lado de Pablo. Él odiaba bailar, pero yo le sonreí, charlamos unos minutos, le di la mano y lo llevé a la pista; estaba sonando «Muchacha, ojos de papel». Sí, ya sé, no sabés ni de qué te hablo. Pero te cuento que, en esa época, si aceptabas un lento era porque el tipo te gustaba mucho, aunque este no era el caso. Mi idea era darle un beso nada más que para generarle celos a Daniel. Así que empecé a acariciarle la espalda y me apoyé en su pecho. Al rato levanté la cabeza, estábamos a pocos centímetros y bastaba un solo movimiento para que el beso se concretara. Pero en ese momento pasó algo.

—¿Qué?

—Sentí en el cuerpo cómo su corazón latía fuerte y acelerado. Lo miré de cerca…

Hace una pausa.

—¿Y qué pasó?

—Me di cuenta de que sus ojos tenían un brillo extraño, que estaba temblando y entonces comprendí que yo le gustaba. No sé si estaba enamorado de mí, pero supe que le gustaba en serio. Se me vinieron mil imágenes de momentos que habíamos compartido, conversaciones, miradas, todo se ordenó de un modo claro, y entendí que no podía hacerle eso, que lo iba a lastimar. Yo era una pendeja, pero nunca fui una mala mina. Así que corrí la cara despacito, me separé intentando no ser bruta, y empecé a hablar pavadas para distender la situación hasta que al rato le hice un chiste, me separé de él y me fui con las chicas. Pablo no dijo nada, sin embargo, tuve la sensación de que había comprendido todo. —Suspira—. Pobre Rubio. Vos no sabés cuánto lo quiero, y te juro que a pesar de todos los años en que no nos vimos, siempre me sentí culpable por haberlo lastimado aquella noche. Pero así es el ser humano, ¿no? Siempre dañamos a los que más queremos.

El mozo que llega trayendo dos sándwiches tostados interrumpe la conversación. Candela ha seguido el relato con verdadero interés.

—¿Y cómo es que volvieron a contactarse?

—Fue mucho después. Yo había tenido una hija de soltera y la estaba pasando muy mal. Estaba sola, sin plata y sin laburo. Él, en cambio, se había convertido en un hombre exitoso. Acababa de publicar un nuevo libro y veía su foto en todas las calles de Buenos Aires. Un día en que estaba desesperada junté coraje, lo fui a buscar a la salida de una de sus charlas y le conté mi situación. —Menea la cabeza—. ¡Qué amor! Me invitó a cenar, nos pusimos al día, nos reímos, recordamos algunos episodios de nuestra adolescencia y, a pesar de la situación que estaba pasando, me sentí bien y segura a su lado. Cuando terminamos de comer me llevó hasta mi casa, me ofreció trabajo y aquí estoy.

—Es una historia muy linda.

—Sí. A su manera es una historia de amor. —Su gesto se pone serio—. ¿Sabés? Yo haría cualquier cosa por él. Es cierto que a veces es oscuro, que cuando algo se le mete en la cabeza se vuelve imposible y se lleva todo puesto. Pero lo conozco mucho, probablemente más que nadie, y te juro que, si tuviera que poner mi vida en manos de alguien, no dudaría ni un instante en hacerlo en las de Pablo. Así que confiá, que no estás sola. —Sonríe—. Los dos vamos a cuidarte mucho.

Candela asiente agradecida. Helena mira su reloj, llama al mozo con un gesto y pide la cuenta. El recreo ha terminado y deben volver.

Mientras tanto, enfrente, en el piso de Terapia Intensiva, el doctor Uzarrizaga acaba de tomar una peligrosa decisión.

La voz ausente
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