– XIV –

Sale a la calle, levanta el cuello de su campera y con paso rápido se aleja del hospital. No fue fácil, y era de esperar, después de todo, el personal tiene la orden de no brindar información a nadie que no esté directamente relacionado con el enfermo. Sin embargo, echó mano a su encanto personal, a su educación, y manifestó el sincero interés de un paciente por la salud de su analista, algo que, por otra parte, era absolutamente cierto, y lo consiguió.

Por lo que pudo averiguar, aunque el diagnóstico sigue siendo reservado, Heredia continúa con vida, incluso luego de una operación muy complicada. No obstante, ¿por qué habría de asombrarse, si todo en la vida le ha salido mal? Siempre fue así, y debe admitir que es probable que jamás logre escapar a ese destino.

Su vida no fue más que la suma de momentos angustiosos. Nunca lo acunaron los brazos de una madre, tampoco hubo un padre que jugara con él en la plaza, ni una abuela que lo llevara al colegio. No sabe lo que es ser tratado con amor, ni tener una familia, y siente que no es justo que sea así. Un viejo relato que leyó mientras estaba en el orfanato viene a su memoria. Si no recuerda mal, pertenece a Leopoldo Marechal. Es la historia de un gaucho que ha sufrido todas las penurias que pudieran imaginarse. Fue agraviado, humillado, alejado de su familia y tratado como si fuera un delincuente. Cuando por fin logra huir, se dirige a su rancho en busca de los suyos, pero al llegar encuentra la casa incendiada y a sus hijos muertos, en tanto que su esposa ha sido raptada por los indios. Sin detenerse siquiera a enterrar a sus cachorros, sube al caballo y emprende una alocada carrera, dispuesto a rescatar a su mujer. Pero, en medio de la madrugada, se desata una tormenta inusitada. Los truenos lo ensordecen, la lluvia lo empapa y el brillo de los relámpagos ilumina la soledad del desierto. Toda la ira del mundo parece haberse descargado sobre él, y es entonces cuando toma una decisión. Con un tirón de riendas detiene en seco al caballo y salta al piso. Sus pies se hunden en el barro y resbala, pero ya es tarde para dudar. Entonces, el hombre saca el cuchillo que lleva guardado en la parte posterior de su cintura, se quita el chambergo, eleva su mirada de macho al cielo, y con un grito desgarrador desafía al mismísimo Dios.

—Dale, carajo. Si sos tan guapo, bajá a pelear.

Tendría unos trece años cuando ese cuento llegó a sus manos y, desde el primer instante, se identificó con su protagonista que, como él, no había hecho nada para merecer semejante designio. Esa misma noche, en aquel salón en el que dormían decenas de chicos, y luego de leerlo en la soledad de su cucheta de metal, decidió que algún día haría lo mismo. Iría tras los responsables de su tragedia para hacer justicia.

A partir de ese momento, se dedicó a pensar cuál sería la mejor manera de llevar adelante su revancha. Es más, ese deseo se convirtió en el motor que lo llevó a soportar la vida miserable que tenía.

Se dijo que, si existía una Némesis, una diosa encargada de castigar a los hijos que ofendían a sus padres, de seguro también debía existir una divinidad que se ocupara de los padres que habían deshonrado a sus hijos, y a ella se encomendó. Sin embargo, sabía que no podía dejar todo en manos de los dioses, por el contrario, él debía hacer su parte: estudiar, prepararse, verse bien y poder fingir ser lo que no era para pasar desapercibido. Iba a necesitar de esas cosas cuando deambulara por un mundo que, por ese entonces, desconocía por completo. Y así lo hizo.

Dante dedicó su vida a desarrollar el arte de la metamorfosis. Estaba convencido de que, para lograr su venganza, tendría que estar dispuesto a encarnar cualquier papel: jardinero, abogado, mecánico dental o plomero. Y, como si esto fuera poco, no tenía demasiado tiempo para lograrlo, a lo sumo cuatro o cinco años. Después debería irse del hogar sin dejar huella. Pero eso no significaba ningún problema. Solo era cuestión de esperar el momento propicio para hacerlo. Sabía que el director haría la vista gorda. ¿A quién podía importarle el destino de un chico que había sido tirado como si se tratara de una bolsa de basura?

Y, aunque no le gustara, ese era su caso. Ninguna persona preguntaría por él, ni extrañaría su ausencia, simplemente porque nadie había reparado nunca en su vida miserable, hasta ahora. Pero eso iba a cambiar. Él mismo se encargaría de que, quienes lo habían olvidado en ese infierno, lo recordaran para siempre. Ya había dictado el veredicto, y ahora solo debía convertirse en un verdugo cuya mano no temblara a la hora de llevar adelante la sentencia.

La voz ausente
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