– V –

De pie, con la mirada perdida en la ventana de la cocina, absorbe cada resquicio de nicotina del que cree será el último cigarrillo de la noche. Mientras tanto, un bife a medio terminar se enfría en el plato y, en su mano, el vaso despide el aroma de un vino barato. Es el final de un día difícil. En su trabajo, casi todos lo son, pero hoy ha sido especialmente duro.

Acaba de detener al principal responsable de la distribución de paco entre los pibes de la villa, y eso lo debería hacer sentir bien. Sin embargo, la cara del juez de instrucción lo hizo dudar.

«Lo va a dejar libre, —piensa—. Ese hijo de puta está entongado».

Tiene demasiada experiencia como para equivocarse y por eso está enojado.

No le es sencillo mantener su vocación. Cuando entró a la policía, hace ya muchos años, lo hizo convencido de que la lucha por los principios se daba desde adentro. Era demasiado fácil quejarse y no hacer nada. Por eso ingresó a la fuerza y, en todos estos años, construyó una carrera honesta, larga y frustrante. Aunque debe reconocer que no todo ha sido feo. También conoció mucha gente valiosa y salvó algunas vidas, lo cual le sirve para justificar los momentos malos.

Bebe de un trago el resto de vino y recuerda que, junto a otros amigos, había intentado armar un grupo al cual los demás bautizaron con ironía «los intocables» porque, para evitar tener conflictos con la plana mayor, nadie se les acercaba. De aquella estirpe gloriosa queda apenas el recuerdo del comisario Mendoza, baleado por la espalda con un arma reglamentaria en un confuso enfrentamiento, el sargento Núñez, dado de baja por su mal desempeño en una investigación armada a tal efecto, Valenzuela, quien ha sido destinado a un pueblito de mala muerte en el sur de la provincia y él, que resiste como subcomisario de una complicada zona del conurbano bonaerense.

Sabe que con el paso de los años su carácter se ha endurecido, pero, aun así, todavía siente asco ante ciertas caras de la corrupción y la injusticia.

—Mi Negro va a ser distinto —solía decir su abuelo cuando lo hamacaba en su falda. Y no se había equivocado.

Mientras deja el vaso en la pileta de la cocina, el policía recuerda la ceremonia dominical alrededor de la mesa familiar. En aquel tiempo, aunque jamás se lo confesó a nadie, aprendió a admirar más a su abuelo que a su padre. Idealizó la figura de aquel hombre de pocas palabras y carácter fuerte nacido en la provincia de Entre Ríos que había trabajado siempre en la cosecha de maíz junto a sus dos hijos varones, aunque durante la época de la recolección toda la familia, incluso las mujeres, iba a los sembrados y trabajaba de sol a sol durmiendo a cielo abierto. Y todo eso por cinco pesos la bolsa. En esas jornadas eternas, su abuelo miraba a los suyos y masticaba en silencio la bronca de los pobres.

Su vida había sido difícil. Le había tocado asumir a un padre español que visitaba la casa solo para embarazar a su madre india. Quizás por eso, pequeña pero honrosa venganza, solo había heredado de aquel gringo los ojos claros, nada más. Por el contrario, exhibía en la cara el orgullo de su sangre aborigen. Y vaya si había sabido ganarse el respeto de los paisanos.

Tal vez esa admiración se debiera a la dignidad con que soportó aquella flagelación a la que fue sometido cuando, durante el gobierno de Yrigoyen, se le ocurrió organizar una protesta contra los estancieros del pueblo.

La policía vino a buscarlo un sábado a la noche y al día siguiente, cuando la mayoría de la gente paseaba por la plaza principal, reunió a los presentes formando una ronda. Empujaron al centro a su abuelo, al que obligaron a ponerse en cuatro patas para ser montado y espoleado como si fuera un caballo.

Él no se quejó, no gritó y ni siquiera bajó los ojos al toparlos con los de su familia que lloraba, con ese llanto profundo y desgarrado que produce la impotencia ante la injusticia.

Al terminar la sesión de doma, el hombre se levantó, caminó pesadamente sin mostrar su dolor y atravesó el círculo de mirones con los suyos siguiéndolo en silencio.

Entonces, uno de los milicos, como él los llamaba, le gritó en forma socarrona:

—¿Y, paisano, qué dice ahora?

El abuelo se detuvo, se dio vuelta para mirarlo con sus ojos de macho y repitió:

—Que cinco pesos la bolsa es un robo.

Nadie dijo nada, pero al otro día, al volver a trabajar al campo ajeno, ya no era «el indio Adolfo», como lo llamaban hasta entonces. Se había convertido para siempre en «Don Adolfo».

 

Él era muy chico, sin embargo, recuerda con claridad el día en el que escuchó esa historia por primera vez, porque en ese momento comprendió que esa no podía ser la función de la policía. Quizás por eso, ni bien tuvo la edad necesaria, ingresó a la fuerza y durante toda su vida intentó dar batalla cuidándose de no quedar nunca del lado equivocado. Esa fue siempre su lucha. Sin embargo, ahora mira su reflejo en el vidrio de la ventana y comprende que ya está viejo. Sabe que muchos verían con agrado que pidiera el retiro, pero no va a darles el gusto. Aún no. Y, aunque en noches como estas sienta que no vale la pena, sabe que va a intentarlo un poco más.

El timbre del teléfono lo saca de sus pensamientos. Mira el reloj. No suele recibir llamadas a esa hora a menos que haya algún problema serio.

—Hola.

—¿Bermúdez? Disculpe el atrevimiento de llamarlo tan tarde. Soy Pablo, Pablo Rouviot. Espero que me recuerde.

La voz ausente
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